Nunca antes en la historia de la
humanidad tuvimos acceso a tanta información.
Basta un click para que un mundo de datos, artículos e imágenes aparezca como avalancha y amenace con sepultarnos.
Resultado del talento humano, al
fin y al cabo, las computadoras, esas cajas de las maravillas que nos inundan
con datos e imágenes todos los días, han tomado para sí cualidades de lo
humano.
Así, para hablar de su capacidad de almacenamiento, nombramos memoria a
esa parte de la computadora que almacena, ordena, jerarquiza y relaciona
información.
Y como tal, como una memoria
misma, operamos en ella acciones de limpieza y desalojo de aquello que
consideramos que es ya prescindible.
Como en los seres humanos, la memoria de
toda computadora, por potente que sea, es limitada. Como en los seres humanos,
no sólo almacena, sino también desecha. No sólo recuerda, por decirlo así, sino
también olvida, borra, limpia.
Para los antiguos, además de la
diosa Mnemosyne, diosa de la memoria, deidad del nombre de las cosas y las
reflexiones profundas, existía el Río Leteo, el Río del Olvido, aquel en cuyas
aguas se diluía lo vivido, lo visto, lo aprendido.
Cuánto de lo que hoy vemos,
vivimos, damos importancia o nos causa emoción, habrá de ser arrastrado por las aguas del olvido, es imposible saberlo.
De lo que sí podemos estar
seguros, sin embargo, es que así como nunca antes tenemos hoy acceso a una
avalancha de información y vivencias, en el futuro nos aguarda el inevitable
cauce del olvido.
Aquel que ajusta cuentas con la vida y haciéndonos mirar
hacia atrás, diluye entre la niebla cosas cuya valor de por sí era menor al que
en su momento le dimos.
Memoria y olvido son, a fin de cuentas, los grandes
justicieros de aquello a lo que con frecuencia y con demasiada prisa
consideramos trascendente.
Y si no, al tiempo. Al tiempo.
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