Llegar
tarde se ha convertido en un tipo especial de sufrimiento moderno, ha sentenciado el gran novelista inglés Ian McEwan.
Ver
cómo, de modo inexorable, los minutos pasan y el tráfico no avanza, enfrentarse
a la desdicha de haber equivocado la ruta o confirmar que el avión sigue dando
vueltas sobre la urbe en la que hace un rato debió haber tomado tierra,
devuelven a quien lo padece la abominable certeza de que en el origen y destino
de lo humano está el fallar.
Hay
aquellos que fingen demencia y aseguran que la cita estaba pactada justo a la
hora que ellos llegaron.
En
otros casos, la conflictividad política se vuelve un aliado y valida prácticamente
cualquier tardanza: “me agarró una marcha”, se arguye, así se esté arribando a
un encuentro a las 2 de la mañana.
Y
si bien no faltan tampoco los que sintiéndose Cronos, dios griego del tiempo,
hacen de su impuntualidad un ejercicio de prepotencia, en general llegar tarde,
como bien dice McEwan, nos angustia tanto que nos hace sumergirnos en un estado
de tensión, culpa y ansiedad.
El
punto álgido, pues, de un retraso no sucede al momento en el que por fin se aterriza en ese sitio visto como un
espejismo inalcanzable.
No,
la tortura se desarrolla en ese espacio en el que el individuo, varado sin
saber hasta cuándo, mira cómo el tiempo corre a una velocidad inversamente
proporcional a la propia condición detenida de quien sabe que llegará tarde.
Esa
inmovilidad se torna entonces en el dantesco sitio de los auto reproches.
Que
por qué no salimos más temprano, que por qué no subimos al auto a la hora, que
por qué quisimos ahorrar unos pesos volando en una línea de bajo costo, que por
qué no consultamos la página web de todos los partidos políticos y sindicatos
para saber por dónde marcharían ese día.
Angustiados,
odiando la ciudad en la que viven, sintiendo compasión por ellos mismos, el
impuntual consuetudinario o esporádico se abre a la herida de reconocer que no
es dueño del tiempo sino su instrumento.
Mas,
si de verdad se quiere saber dónde reside el mayor de los castigos para alguien
que llega tarde, habrá que volver a la sabiduría del legendario bolero de
Álvaro Carrillo.
Justo
aquel que asevera, sin reserva, lo terrible que resulta la gente demasiado buena,
entre las que siempre están aquellos que habiendo estado esperándonos más de
una hora, parece que perdonan, pero en el fondo... siempre nos condenan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario