Exigid personajes
Malevolencia.
Ingenuidad. Sumadas. Efecto multiplicante. Quintiliano y su definición de
rumor.
Nace de la malicia; toma cuerpo con la credulidad, asegura.
Institución oratoria,
título dado al manual con el que Quintiliano cruzó hacia la posteridad. Pero
sobre todo, legó una postura ética, una proyección “del hombre de bien”.
Ese mismo que, en
la idea de quien formó al Adriano de Yourcenar, debería representar todo aquel
que genuinamente aspirase a dominar la retórica, el arte de hablar
correctamente.
El tiempo oceánico de
Occidente torció, sin embargo, el rumbo del concepto.
La noción de retórica se
mantiene cargada de connotaciones peyorativas. La de perorata vacua, en
especial.
Mas, a pesar de todo, cual rastro del antiquísimo navío de
Quintiliano, guardose a salvo la cuestión fundamental: el problema del decir.
“No querer decir, nos
saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree que se quiere
decir, y decirlo siempre, o casi…”, escribe Samuel Beckett.
De un modo
distinto, y convergente se encuentra con Quintiliano.
Porque al igual que el
antiguo, y de manera similar a Heidegger, Beckett asume que el asunto central
del arte es la verdad, no la estética. La verdad y sus posibilidades de enunciación.
De suerte tal que así
sea en sentido inverso al orador clásico, el decir de Beckett, a través de sus
personajes, anhela una condición de verdad.
Se sitúa en ese punto de
desposesión en el que, cuando ya nada queda, refulge, pleno y discernible, el
desorden.
No el personal, aunque también, sino el del mundo. Beckett, dice
Jenaro Talens, “busca sistemáticamente introducir el
desorden no porque ello suponga un excelente recurso retórico, sino, para
decirlo con sus propias palabras, ‘porque es la verdad’”.
Desde ese (des)orden de la (des)posesión del decir, Molloy,
el errante personaje beckettiano, clama su desespero: “Dijera lo que dijese,
nunca era suficiente o demasiado poco. Dijera lo que dijese, no me callaba, eso
es, no me callaba”.
Persona y personaje. Personae, concebía, fundiéndolos, la
antigüedad.
Condición compleja, así, la vida en la que el personaje
ocupa el sitio de la persona.
Desplazado de sí, el que habla y habla, nunca lo
suficiente, nunca demasiado poco, se mira aflorar, por un instante, como él
mismo.
Dice lo que dice, como debe decirlo, dice lo que no debe, pero necesita
decir.
Dice, por fin; y entonces, todos reclaman.
Quieren al
personaje.
Pues personajes se quieren ellos; también.