sábado, 19 de noviembre de 2016

Simone Weil: epopeya

La capacidad de no ser indiferente





Destello.  Tangible. Certero. Ese momento. Doble dimensión. Convergencia única. Se sabe. Se es. Se comprende lo que en ese instante está siendo ser. De lo que está siendo. Parte y todo. Existir. Vida de los vivos.

Si Ovidio elige para sus Metamorfosis el género de la épica, lo hace, sin duda, convencido que ha de legarnos el principio de que toda transformación auténtica supone eso: una batalla, acaso una hazaña, sintetizada en una mezcla inefable entre el combatir imaginario y el real.

Épica es pues toda conversión. Al igual que elegía no tiene más remedio en ser toda escritura que compela al amor, en su sentido más amplio.

Entre una y otra, entre la épica, y la elegía, combate y exaltación, se asienta una idea luminosa: El tema, el protagonista genuino de la Ilíada, es la fuerza. La misma que, “cuando se ejerce hasta el extremo, —dice Simone Weil en su conocido ensayo sobre el poema homérico— hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver”.

Por su parte, de la desdicha de quien aguarda se sirve Ovidio en sus Cartas de las heroínas, para idear una Penélope confundida entre el reclamo y la desazón interminable. “Ven tú en persona, no me escribas ninguna carta”, le escribe a Ulises, para luego confiarle: “No sé qué temer; aun así, lo temo todo, —sufre Penélope— loca de mí, y un amplio campo se abre ante mis angustias”.

Épica y elegía. Ovidio y Weil convergen. Ésta vive sin saberlo sus últimos años. Estudia con pasión a los griegos. De Homero, saca una conclusión que aún cimbra: “no es posible amar y ser justo más que si conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo”.

Por eso, donde la Penélope de Ovidio describe el lento correr de los días, la fatiga de sus manos sobre el lienzo colgante, “mientras intento engañar con él horas las largas de la noche”, Weil alumbra: “Todo lo que en el interior del alma y en las relaciones humanas escapa al imperio de la fuerza es amado, pero amado dolorosamente, a causa del peligro de destrucción continuamente suspendido.  Ése es el espíritu de la única epopeya verdadera que posee Occidente”.

Conversión, épica que comprende la justeza frente a la desdicha; elegía, fortaleza del alma que advierte sobre el odio. Capaz de no serle indiferente.
@atenoriom
antoniotenorio.com

sábado, 5 de noviembre de 2016

António Lobo Antunes: entonces

Transformar todo en lenguaje






Un tarareo. Una melodía constante. Al centro del barullo. Del alboroto y el ruido insensato. Una fisura entre la que emergen, como volutas de humo, formas musicales. Unos cuantos acordes. Básicos, o no, eso no importa. Interesa que puedan repetirse. Que se fijen en el recuerdo. Tiempo que persista frente al tiempo.  Memoria. Aun siendo ésta, cual lo advirtiera Borges, aquel “quimérico museo de formas inconstantes, un montón de espejos rotos”.

Hay una forma del pensamiento que es eminentemente musical, sostenía Carlos Chávez en 1961, al acudir a Harvard a la Cátedra de Poética Charles Eliot Norton. “El creador artístico es un transformador. Transforma todo en un leguaje, traduce todo a su propio lenguaje artístico. Un compositor vuelve música todo aquello que absorbe del exterior, y todo lo que él es congénitamente; describe musicalmente su momento presente, de manera que, en realidad, toda la música es autobiográfica”.

Autobiográfica es toda música, dice Chávez. Quien la hace suya, sabe que sí. Pues si como Borges figuraba, somos memoria, hemos de ser, entonces también, la memoria de la música que perdura en cada cual. El rastro viviente de su significado. La posibilidad de volver a uno mismo, volviendo a ella.

Ha querido, así, António Lobo Antunes, ese otro Nobel que merece la lengua portuguesa, figurar en un personaje la negación de la muerte de aquel que da a cualquiera, en su música, una forma de decir(se) el mundo. “La muerte de Carlos Gardel”, se llama la novela.

En ella, Lobo Antunes fabula una buhardilla: “y en medio de violonchelos y pianos, Carlos Gardel cantando…con una voz que hería como un cuchillo cavando un surco entre tendones y músculos y cartílagos que chasqueaban, el limonero y las pilas antiguas brillaban en la noche, el gallinero hervía de alas…”

Y un día lo encuentra. O eso cree él. Lo confunde, claro. Pero su reconocimiento es sincero. Se está reconociendo a sí. Lobo Antunes lo sabe y le hace decir: “Porque cuando usted canta Melodía de arrabal”, le dice el personaje al Gardel que él cree vivo, “…comprendo finalmente el sentido de las cosas, que uno entrevé con absoluta nitidez, preciso, perfecto, luminoso, un segundo antes de despertar…”

Instante que toda vida es. Despertar. Para hallar, entre formas inconstantes y fugacidades atroces, una melodía. Un tarareo que permanece. La música que pervive. Un recuerdo que navega. Nosotros mismos. Ahí; entonces.
@atenoriom
antoniotenorio.com