domingo, 30 de agosto de 2015

El hombre que volvió personas a sus pacientes

A Oliver Sacks, con la gratitud de todos y todas los que hemos sido 

o seremos pacientes algún día




Circuló hace unos meses profusamente en redes el vínculo, o link como solemos llamarle, de un texto, ya en su versión original en inglés, ya en la traducción en español, en el que el muy reconocido neurólogo y escritor inglés Oliver Sacks, anunciaba que se hallaba en la etapa terminal de un cáncer y, en los hechos, se despide públicamente del mundo que se conmovió y maravilló de su práctica médica en torno al cerebro y sus enfermedades, pero sobre todo, que aprendió, a través de los relatos de sus casos más célebres, a mirar de un modo distinto la profesión médica, la relación con la enfermedad, la vida misma en tanto proceso permanente de acompañamiento de otros y de nosotros mismos en el común afán de luchar contra la muerte, de sobrevivir a la enfermedad.
Nacido en 1933, el nombre de Sacks, cuya reputación ya era sólida entre sus colegas neurólogos, comenzó a ser reconocido ampliamente a partir de la adaptación de uno de sus libros más conocidos, en la película Despertares, que protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro. Cinta en la que se narra la historia del entonces joven médico enfretando un transtorno que dejaba en una suerte de estado de catatonia profunda a sus pacientes. A los cuales, logra hacer despertar, de ahí el título, aunque finalmente retornan a ese estado de honda ausencia y muerte en vida.
Sacks encontró en el antiguo género de las historias clínicas, fundado según el propio Sacks por el mismísimo Hipócrates, una forma no solo de propagar el sentido de compasión, en su ascepción más amplia y profundamente humana, sobre lo que representan las enfermedades del cerebro, sino una manera dice él de entender la neurología como una ciencia “personalista” e incluso, por qué no, reclama Sacks, hasta romática que se acerque al paciente desde el yo, que lo aleja de ser qué, y lo constituye como un quién.
Tarea nada menor en un mundo donde el abultado número de pacientes que se deben atender, en particular en la práctica pública, suele ahondar el abismo entre lo físico y psíquico, entre los procesos fisiológicos y la biografía, eso que hace a cada sujeto un sujeto irrepetible, una forma única de estar en el mundo, para decirlo con palabras tomadas a préstamo de la filosofía.
Por encima de todo, he sido un ser sintiente, un animal pensante en este bello planeta, afirma Sacks en la carta de despedida publicada ayer. Ese animal pensante, sobre el que ya en 1958, cuando escribió su famoso libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, reflexionaba diciendo que a diferencia de los demás animales, que también contraen enfermedades, el hombre es el único que cae radicalmente enfermo. Nuestra enfermedad radical e incurable es la conciencia de que moriremos, y los demás también. El dolor vuelto conciencia es lo que llamamos sufrimiento. 
Cierto que la gran mayoría de los pacientes que Sacks vio se hallaban ya en un estado donde la expansión de la enfermedad sobre las zonas del cerebro no les permitía darse cuenta de su propio padecimiento, pero quedaban las familias, los amigos, los seres amados que de pronto miran al otro deteriorarse, irse desmoronando y diluyendo como si fuese no más que una acuarela en medio de un río furioso e inclemente.

A acompañar ese sufrimiento producido por la conciencia de la enfermedad dedicó su escritura Oliver Sacks. 
Y lo hizo con la apasionada convicción de que transmitir la experiencia de una persona mientras afronta la enfermedad y lucha por sobrevivir a ella, que el relatar, que el narrar como quien cuenta vidas enteras, el padecer del paciente, contribuiría, lo cito: “a que otros puedan aprender y comprender y ser capaces, quizás un día, de curar”.

Leer enseña, mi comentario televisivo sobre la vida y la obra de Oliver Sacks

sábado, 4 de julio de 2015

Yves Bonnefoy: Algo sobre la esperanza

De la permanencia en los sueños, de la vida incontable



                                                                                                        
Bebe de esta agua que es
El espíritu que sueña
Yves Bonnefoy

Caro se paga mentir. Merece, nada menos, que la absoluta exclusión. A quien miente se le debe extirpar. No tiene derecho a vivir con los demás. Es un elemento nocivo y su práctica, mentir, una suerte de virus que puede resultar contagioso. Por lo tanto, el escarmiento debe ser ejemplar. Y sin miramientos. Separarlo de los demás. Excluirlo, separarlo. A de ser confinando, en la soledad, a un universo en el que la bacteria maldita de su imaginación no pervierta, no manche, no contamine el entendimiento claro y transparente de algo a lo que a falta de mejor nombre se denominará: Verdad.

Más o menos en estos términos, palabras más, palabras menos, plantea Platón la muy conocida postura sobre la necesidad de expulsar a los poetas de la República. Los poetas, en general, y los artistas, en particular, dice el filósofo en La República X, son imitadores. Si la realidad, eso que llamamos y percibimos como realidad, equivale y puede ser identificada como la verdad, sostiene, las emociones, las pasiones, los sentimientos, herramienta de la que se valen los poetas, corrompe el alma, supone una forma engañosa de comprender el mundo. Es la salud pública, lo que está en juego. Hay que expulsar a los poetas, insiste Platón. 




Nacido en 1923, en Tours, Francia, Yves Bonnefoy es uno de los poetas de lengua francesa vivos más importantes de la época. Con casi cien años, ha cruzado el siglo y con él su particular modo de comprender el mundo y nombrarlo como ausencia, en no pocas veces, incluso como imposibilidad, pero no subsumido en la desesperanza. Curioso ejercicio, éste, el de las dos presencias, el mundo y la esperanza; o si se prefiere, el de las dos ausencias, la nominación exacta de las cosas, y por lo tanto la ausencia de la cosa en sí, y la ausencia de desesperanza, transmutada en el propio acto de escribir y poetizar esperanzadamente.

Bonnefoy es, a la par de poeta, gran poeta, académico, traductor, ensayista y crítico de arte. Un importante crítico de arte. Ha enseñado e impartido conferencias en universidades tan prestigiadas como Princenton, Yale, John Hopkins, además, por supuesto, de la de París. En su trabajo como traductor, destaca su entendimiento y capacidad para lleva de la lengua inglesa al francés a Shakespeare. De su capacidad como alquimista de la lengua han derivado célebres traducciones de textos como Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo. El Colegio de Francia, la casa de los sabios franceses, le encomendó a la muerte de Barthes a principios de los años ochenta, la titularidad de la Cátedra de Estudios Comparados.




Traducir al traductor que traduce. Tarea de todo lector. En tanto no es sino hasta que el texto llega a él, y a su comprensión, es decir, su apropiación mediante una traducción personal, que el ciclo del objeto comunicante y la experiencia comunicable se cierra. Traducir a Bonnefoy que a su vez trae a su lengua, el francés, el pensar en-del-mundo de un otro escritor que habita en otra lengua. Pero traducir también a la sombra del propio Platón, para quien cada existente es resultado de una idea perfecta y cierta que le antecede. Esta idea, origen de las cosas en la materialidad en la que las conocemos, hecha mano del trabajo y los materiales terrenales. Ahí, un primer traductor, un primer imitador. Traductor de la idea, imitador, fallido, de su esencia. El poeta es, entonces, un traductor imitador de segundo grado, doblemente fallido, doblemente punible.

Arturo Carrera traduce al traductor. Y de entrada, antes incluso de que hayamos traspasado el primer párrafo de su antología de Yves Bonnefoy a la que ha titulado Tarea de esperanza, Carrera advierte: “Traducción es devoción”. La tarea será fallida, al menos en su sentido de perfección cerrada, en eso atinaba Platón. El traductor, como el amante que juega con el amar a perpetuidad, sabe que lo ronda el “comprender imperfectamente, y buscar el sosiego de esa incomprensión en nuestra propia palabra, en nuestra propia experiencia con las palabras...De modo que es con nuestra propia vida –lo que ella supone de riesgo en la inexactitud— como traducimos y leemos la poesía. Y así nos deslizamos en la vida de otro mediante sus palabras casi reconstruidas de la permanencia de los pliegues. De la permanencia en los sueños. De la vida incontable”.




Se sabe, gracias a que Diógenes Laercio da testimonio de ello, que antes de que Platón condenara a la poesía por entregarse a esa doble falsedad de los real que le era inmanente, pudiera el propio haber escrito una tragedia, sino es que más de una. Diógenes dice haber tenido conocimiento de que Platón preparaba (y hubieses terminado) una tragedia para inscribirla (inscribir es escribir) a uno de los certámenes literarios más prestigiados en la Atenas de la época. Luego desistió. Se hizo discípulo de Sócrates, se entregó a la búsqueda de la verdad, en su expresión pura y dura, y lanzó a la pira esa legendaria tragedia de la que habla Diógenes y todas las otras que, ya en el terreno de la ideación, pudo haber escrito antes Platón. De entonces, viene la sentencia y la idea de que los poetas deberían quedar excluidos del Estado idóneo, al no contribuir a la formación óptima del ciudadano.

Tan breve como iluminador es el ensayo en el que Claudio Magris convierte el veredicto platónico en pregunta: ¿Deben ser los poetas expulsados de la República”, se pregunta el triestino. Obvia es la respuesta: No. Desde luego que no, abunda, ello conduciría a un Estado del absoluto, un Estado en el que ninguna voz podría ser discordante. Magris se sumerge, adicionalmente, en la paradoja del Platón que escribe una tragedia y luego la quema, y luego llamar a expulsar a los poetas. Dice: “Es posible comprender esa contradicción platónica en términos teóricos, pero para entenderla en toda su viva realidad, para entender cómo nació y fue vivida por él, nos hace falta la literatura. La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero...sólo la literatura –y el arte en general– dice cómo y por qué viven esas verdades y esos hechos”.  




Fuego del fuego, la tragedia escrita por Plató desparece y se pierde en la noche de lo eterno. No existe más. No hay modo de recuperarla. Se ha esfumado. Como se hubiesen extinguido los poetas de haber tenido éxito la sentencia platónica. ¿Y entonces? Entonces, hay una poesía que viene de lejos, de esa sombra de lo extinguible, de lo que es acechado, de lo que en cualquier momento puede desaparecer. Una voz de la permanencia, del llamado a las cosas, no de las cosas, sino a ellas a que se queden, se inscriban en algún sitio y de algún modo, a que no se disgreguen y se pierdan cual montículo floreciente de ceniza que se lleva el viento.

En la tarea del poeta, intento seguir a Bonnefoy, hay un contrallamado frente a la dispersión inminente, al desahucio de lo que ha de subsistir. Escribe el francés su invocación/exigencia:

Que este mundo permanezca
Que la ausencia, la palabra
Sean uno, para siempre
En la cosa más simple

Despliegue de esa ala bajo cuyo manto protector, se avenga el decir, el nombrar (im)posible de las cosas, donde se mantengan visibles, unidas, existentes.




Nostalgia de una imposible totalidad de la vida, recordará Magris, es el afán que mueve el impulso poético del Romanticismo. Buena parte de la literatura contemporánea, advierte el italiano, es romántica en ese sentido. En el sentido de que añora la utópica redención global de la sociedad y de la vida. Bonnefoy escapa a esa tentación. Y se sitúa, en todo caso, más cerca del ideal magrisiano que en el imperativo de lo que Magris describe como “transformar en metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza indeterminista es el arduo desafío que tiene ante sí hoy en día la literatura”.
La traza poética de Bonnefoy, confirma Carrera, “solo la lucidez de la obra parece constatar lo ilusorio en las ensoñaciones de antaño, el enfrentamiento y la soledad en el seno de la poesía” (y de toda forma de arte, agrego yo). Y Bonnefoy escribe: “La Belleza, un pesar, la obra tomar/ A manos llenas una agua que se escapa”.

Y seamos uno para el otro como la llama
Cuando se separa de la antorcha,
La frase de humo por un instante legible
Antes de borrarse en el aire soberano.





Hace tiempo que Michel Foucault dejó en claro el nacimiento paralelo, en el orden de la ideas la modernidad, de la clínica y la prisión. Mecanismos de la exclusión, de la segregación y el señalamiento, por aislamiento, de los portadores de los virus antisociales. No pocos poetas han sido confinados en una o en otra. Bonnefoy, no, es cierto. Pero ello no quita que adscriba su poética, a la escritura del disenso y la ruptura del orden “natural” del discurso. Clínica y prisión, vigilar y castigar, lo nombra Foucault en el deslumbrante y ya clásico libro, señalan, trazan, marcan los límites de lo “exterior” y de lo “interior”. El poeta y su voz, cuya amenaza bien intuyó el Platón arrepentido de su propia osadía, disuelven estos límites, rompen la línea recta del límite, y se adentran en el afuera que está dentro, tanto como en la interioridad que no es sino mundo externo. Ni dóciles ni útiles, a los poetas no hay donde ponerlos, no hay forma de saber qué hacer con ellos, son escurridizos, inmaleables, inaprehensiblemente sensibles, impredecible es el destino de la línea sobre la cual escribe palabras en el agua. Se mueven en terreno interior de sí mismos y de las cosas.

Y así, justamente, El territorio interior, llama Bonnefoy a uno de sus ejercicios de exploración prosística sobre el arte. Como poeta que es atraviesa con la mirada el arte con el que en el viaje de la vida se cruza. Encuentra, delinea con palabras la silueta de ese territorio, la obra y en torno de ella el mundo, donde se halla la existencia verdadera. Ese sitio, uso su cita de memoria de Plotino, donde caminará ahí como en Tierra extranjera”. La pertenencia a la vida es la pertenencia al arte. Tanto como saber decir que “lo que veo me colma, y en ocasiones llegó a creer que la línea pura de las cimas...solo pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien. Esta armonía tiene un sentido, estos paisajes y estas especies son, inmóviles, quizá encantados, una palabra, y basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto se declare, al término de nuestro errar. Aquí, en esta promesa, está el lugar.” Acaso, se pregunta más adelante en el mismo texto, el poeta, sabiéndose parte de una casta maldecida por Platón, ¿es el exiliado dando testimonio contra el lugar del exilio?

Y que fluya para siempre
Sobre el camino
El agua de una hora de lluvia
En la luz




El poeta es el vigía, pero no el vigilante. Su velo no es el del velador, ni su insomnio el del verdugo. Es aquel que “Así el viento/ cambia de forma el cielo”. Continum sin continuidad. Su pena, si la hay, no es correctiva. Retrata, si lo hace, de lo que no se retracta. Restablece, sin aprisionar ni castigar, el vínculo intocado entre el mundo y la vida. Vuelvo a El territorio interior, “Todo y nada. Otra vez la dialéctica terrible de la creación estética que vacía de su contenido todos los momentos de una vida, como una preciosa caracola donde resuena (En un lapsus había escrito yo: resueña) un ignoto mar invisible”. Porque probablemente, se pregunta encerrando la respuesta en la pregunta, son nuestras lecturas las que nos sueñan.

Cual pintor(a) que sueña que ha pintado un racimo de uvas tan perfecto, tan verdadero y bello, tan vivo en su latido, así no lo sea en su forma pues solo la naturaleza es en el absoluto de lo (im)perfecto, que mientras el/la pintor(a) sueña, han venido unos pájaros a picotear la tela sobre la que las uvas relucen (aún más) imperfectas. Relato legendario el de Zeuxis, el pintor de las uvas perfectas, el de los pájaros picoteando. De tal historia parte Bonnefoy para reflexionar, en prosa que es verso, sobre la invención, el sueño, la realidad, el deseo, la creación.


También tu amas el instante en que la luz de las lámparas
Pierde su color y sueña en el día. Sabes que es lo oscuro de tu corazón que sana,
La barca que alcanza la orilla y cae.





La imagen de los pájaros rapaces que cuenta la leyenda del pintor Zeuxis y sus uvas perfectas, pudiera ser, a los ojos de un contemporáneo, tan escalofriante como la secuencia aquella de la película de Hitchcok, el grito espeluznante de Tippi Hedren, fijo para siempre en la memoria de aquel cartel promocional. La película, es de sobra conocido, se basó en una novela, que a su vez se basó en la nota de un diario, que asimismo relataba cómo la madrugada del 28 de agosto de 1951, cientos de gaviotas se precipitaron sobre las casas del pequeño poblado costero de Santa Cruz Sentinel, mientras los aterrorizados habitantes intentaban defenderse de las aves con improvisadas antorchas encendidas.

Los pájaros de Zeuxis han traspasado la tela del tiempo y han ido a parar a una Bahía en California, para luego extenderse por toda la tierra en forma de ideación narrativa y fílmica. Antes, mucho antes, Bonnefoy ha completado la edición en español de su pequeño libro Las uvas de Zeuxis (en extraordinaria traducción de la también poeta Elsa Cross), con un poema: “Más sobre la invención del dibujo”. En él, yacen trenzados después del amor que todo lo puede, una joven y su amante, ella quiere pintarlo, fijar el cuerpo amado y perfecto de él. No quiere separarse de él, ni que la piel de ella se desprenda de la de él, pero quiere, a la vez, dibujarle con la tiza sobre el muro. El se mueve y para ella dibujarlo resulta por demás complicado. “Además de esto, la lámpara que está colocada detrás del lecho los proyecta sobre la bella superficie blanca en sombras que son completamente extravagantes y que tampoco dejan de moverse.”A la muchacha la mueve el impulso de fijar el cuerpo de él, la detiene el ponerse a soñar, a desear, a imaginar y a sentir. Y de ahí, dice Bonnefoy, resultará toda la historia del dibujo, incluso, toda la de la pintura”. Ella le suplica a él que no se mueva, lo quiere preservar en la memoria, la suya y la del dibujo. “El toma entre sus manos esa mano de artista en ciernes, le extiende los dedos, suavemente, pone el trozo de tiza sobre la mesa cercana, allí donde reposa la lámpara que arde a través de los siglos”. Lámpara y antorcha. Antorcha y lámpara.





La tarea de la poesía y de los poetas, según Yves Bonnefoy es poner las palabras al servicio de una tierra más humana, de un mundo, dice él, poéticamente habitable. ¿Qué es un mundo poéticamente habitable? Uno donde la tecnología no avasalle lo humano. Uno donde el espíritu humano, el yo de cada quien, encuentre en las palabras su propia forma de ser y estar, de habitar el mundo y ser habitado por él.




La poesía no es una respuesta, ni un camino en línea recta, es una forma particular de cuestionamiento del mundo y la forma más profunda de acercamiento con la verdad de la vida. de aquello que será luz, aun siendo nada.

Miente, con la verdad , miente; miente con la verdad. Cual miente el agua del día, haciéndonos creer que es la herida incurable que fluye entre las piedras.

Sí, todas las cosas simples
Restablecidas
Aquí y allá, sobre
Sus columnas de fuego.

Vivir sin origen,
Sí, ahora, pasar
Con la mano acribillada
De resplandores vacíos.

Y cada afecto
Un humo,
Pero vibrante, claro, como un
Bronce que suena.



YvesBonnefoy (Biografía)
Discurso de Yves Bonnefoy al recibir el Premio de la FIL-Guadalajara
Tres poemas de Yves Bonnefoy en Revista Letras Libres

@atenoriomantoniotenorio.com







sábado, 27 de junio de 2015

Johanna Lozoya: Tras la bruma, los monstruos del silencio

Liberar la mirada, dar con los dioses de la espera



Ese océano oscuro y luminoso que es el silencio
Pablo d´Ors

Cuatro minutos con 33 segundos. ¿Cuánto y qué puede ocurrir en ese tiempo? ¿Cuántos amores pueden consumarse o consumirse en tal lapso? ¿Cuántas edificaciones, ciudades enteras derruirse? ¿Cuántas agonías relatarse, cuántos nacimientos? Como si hubiese sido una suerte de Aleph, el que Borges creyó entrever al golpearse con el filo de la escalera, la sincronicidad del mundo, todas sus posibilidades e imposibilidades por fin reunidas, cuatro minutos con 33 segundos, sobrecogidos todos, seguramente, por la eterna afonía de lo primigenio, bastaron a John Cage, el mítico compositor, para reinventar la historia del silencio.

A finales de agosto de 1952, con la complicidad del también compositor e intérprete David Tudor, John Cage estrenó la que tal vez sea su pieza más legendaria: 4’33. Era el 29 de agosto de aquel 1952, cuando Tudor cruzó con seriedad el escenario del Maverick Concert Hall, se sentó al piano y se preparó para tocar. Hasta ahí, todo de acuerdo a lo que la audiencia estaba acostumbrada a ver. Luego, Tudor abrió la tapa, irguió la espalda, acomodó las manos rozando el teclado y antes de la primera nota, o mejor dicho, como primera nota de la pieza, volvió a cerrar la tapa del piano. Así permaneció por 30 segundos. Luego repitió la operación. Abrió y volvió a cerrar. Esta vez 2 minutos con 33 segundos, que correspondían al segundo movimiento. Tudor esperó de acuerdo con el canon de la interpretación, respiró hondo y dejó transcurrir el minuto con 20 segundos del tercer y último movimiento.  El lugar, el pueblo de Woodstock, cerca de Nueva York, en el condado de Ulster; sí, el mismo del que tomaría su nombre, 17 años después, el legendario festival de rock. Entre la provocación estética silente de Cage y el estruendo cultural de la sicodelia de los sesenta, se escribe, así, una buena porción de la historia cultural del final del siglo XX occidental.



Nacida cuatro años antes del Festival de rock de Woodstock y 23 más tarde que el estreno de 4’33, Johanna Lozoya es una arquitecta mexicana (Moscú, 1965), que más que romper los cartabones, que ya no existen, se mueve con brillante inteligencia entre los intersticios de eso que ha dado en llamarse lo transdisciplinar. Acaso, porque su propia venida al mundo haya sido a la mitad de esa década de tornado que fueron los sesenta, acaso porque vio la luz mientras su padre estudiaba medicina en la Universidad Lumumba de la capital soviética, recinto donde en aquella época convergía todos los revolucionarios, asiáticos, latinoamericanos y africanos del orbe, acaso porque su pensar corresponde sentido de realidades sobrepuestas, hay en Lozoya una clara vocación indagatoria y del pensar como espacio confluencia y bifurcación concurrente.

Esa estructura de pensamiento, convertida en estrategia para aproximarse a los fenómenos culturales, sirve a Johanna Lozoya de mirador privilegiado para abordar la condición vociferante de la modernidad, en su libro Los monstruos del silencio. Apuntes sobre la angustia contemporáneo, publicado a finales de 2014 por Taurus. Volumen de ensayos, o apuntes como ella misma les llama, en el que bajo el amplio paraguas de la historia cultural, observa. Para decirlo exactamente con la misma primera palabra con la que abre el primero de sus ejercicios de exploración y discernimiento cultural.



Los monstruos del silencio. Apuntes sobre la angustia contemporánea, está compuesto por seis indagaciones sobre temas que sin repetirse exactamente, comparten el denominador común de una circunstancia vital similar. Forman entre sí puntos para dar con una cartografía de elementos, espacios, conductas, roles y creencias que están inscritas (aunque no necesariamente “escritas”), en el corpus de la condición contemporánea de un mundo en el que “lo que se calla no existe”.

“...amar cosas parecidas a esas ausencias que nos hacen actuar”, cita Lozoya a Rilke en el epígrafe con que abre el libro, no sólo por gran poeta, quizá el más grande en lengua alemana, sino además porque Rilke comparte la suerte de la errancia propia de los contemporáneo, en que nada permanece, en que nadie está en un mismo y solo lugar, al tiempo que devela hacia el interior de las estrategias escriturales de este libro-rompecabezas, al desplazamiento como la brújula que debe portar quien se interna en los planos por los que Los monstruos del silencio mismo transita, a la vez que recomienza. Como lo hiciera Rilke, como lo hace todo aquel que a diario se desplaza, se despedí, se (re)encuentra con ese franco regreso que, dice el gran poeta desde Duino, libera la mirada.




Siglos antes que Cage llevara a cabo lo que para muchos es una de las grandes obras de la música, en tanto la enfrenta y engarza a la vez a su contrario complementario, los griegos, que bien que miraban hacia atrás, tomaron del mito osírico la figura de Horus, dios niño, al que tornaron en Harpócrates, adoptándolo como dios del silencio.

Notable resulta que en la concepción clásica este dios lo sea también en su forma de sol del amanecer o del invierno, aquel que de algún modo aún no termina de ser cuanto puede ser. Horus, según los egipcios, espera el regreso de su madre, Isis, quien ha ido en busca del padre del menor, Osiris. Muerto, desmembrado y lanzado al cauce el Nilo. Horus aguarda, espera y se prepara sin decir nada hasta que, llegado el momento, fortalecido con la espera, vengará la muerte de su padre. El silencio es espera, se revela entonces, renovación, transformación, pero sobre todo, espera.



Observa, interpela Lozoya, en el ensayo que abre el libro y al que puesto por título “Primera nota”. Ya luego se preguntará el lector, a la luz, o para decirlo mejor, “al eco” de lo leído sobre silencio y sonoridades, si se trata de una nota en el sentido de lo escrito o hay deslizado ahí un guiño juguetón que refiere a la primera nota que, en el caso de la obra de Cage nunca llegó, pero en la que en el resto de la historia de la música rompe el silencio, para decirlo en términos coloquiales. Interpela, pues, la autora, usando la segunda persona del singular, tú, sí, tú que me lees, observa, ya, parece implícito, basta de distracciones, no mires, observa.

Sí, “observa la ruidosa práctica de la modernidad. Ese marisma de cambio, de exceso. de velocidad, de corrupta simplonería y de coolness que parece regular el ‘sé tú mismo’...(donde) lo que se calla no existe y que por ello en tu mundo, en nuestro mundo, no tiene forma, ni lugar ni sentido. Pero te diré lo que pienso: te equivocas”, escribe Lozoya rompiendo el arquetipo del ensayo, no tanto por el uso de la segunda persona del singular, sino en cuanto mezcla deliberadamente una estrategia de ficcionalización que suma al imperativo “observa” el descentramiento del lector convencional.



Como siempre ocurre con los mitos, si es que son verdaderos, hay más de una versión. Plutarco cuenta la propia en relación con Horus niño, el antecedente arqueomítico del dios del silencio griego Harpócrates. De acuerdo con Plutarco, en realidad Horus fue engendrado por su padres ya muertos éstos. Ello explicaría el nacimiento prematuro del infante y especialmente la debilidad de sus piernas.

Mas no hay que confundirse, advierte el autor de Vidas paralelas, no es un dios imperfecto, sino más bien una deidad, o la deidad, que corrige y rectifica las opiniones irreflexivas. De ahí, explica, que la fuerza de este dios en su representación gráfica recaiga sobre el dedo que mantiene entre los labios, cual símbolo de discreción, raciocinio, mesura, prudencia y, sumado todo ello, sabiduría.


Pero la sociedad del vértigo autoinducido, de la adrenalina a precio de boleto y salto en bungee, no quiere ser sabia sino saber que puede no serlo y, aun así, o justamente por eso, ser en el instante que se esfuma; o al menos, esa es la ilusión. Discurrir entre el ruido que ensordece, no a quien no puede oír a los demás, sino esencialmente, a quien no soporta escucharse a sí mismo, su angustiosa condición. Eso, al leer a Lozota, se concluye, es lo que hay detrás (de frente y adentro) de ese ruido continuo e inextinguible que acompaña al homo urbanus que no calla nunca.

El “vociferante y persistente laboratorio moderno” que es la vida urbana, escribe Lozoya retomando a Dickens, ha colocado al silencio como puerta de acceso al ruido, por paradójico que pueda sonar (el verbo es revelador, en este caso). “Acceder al ruido es acceder al silencio, ya que ambos parecen estar enhebrados por un mismo hilo y comprometidos en la misma historia...Detrás de la bruma del ruido contemporáneo existe el silencio”.


El cristianismo fue aún más lejos que Plutarco y la representación de Harpócrates dominado a dos cocodrilos y sus bocas gigantes e insaciables que quieren engullirlo. La palabra es. Todo es, después de la palabra. En el Génesis fue la palabra, y el Génesis es la palabra misma, la enunciación. Y sin embargo, ese mismo cristianismo, tal como hace reflexionar el bello libro sobre la historia cristiana del silencio, de Diarmaid MacCulloch, centra parte de su objeto de fe en el testimonio de Pablo a los Corintios, al mostrarse “impotente ante la agonía de Jesús en la cruz (pero reconociendo) que para Pablo y para quienes siguen el camino cristiano, la potestad del crucificado es más potente en su silencioso sufrimiento que en cualquier poder de la vida en este mundo, o incluso en el siguiente”.

Luego de su recorrido histórico desde la iglesia primitiva cristiana hasta nuestros días, y en una línea convergente con la concepción que Lozoya despliega de un silencio que contiene y revela a la voz, las voces, o incluso a la vociferación y el ruido, MacCulloch decide cerrar su libro tomando a préstamo un término del mundo mediático. Los wild-tracks, es decir, aquello que se graba por separado a la toma de la acción, en locación o no, y que se añade después y se sobrepone en la cinta. “El punto sobre los wild-tracks, dice MacCulloch, es entender que cada silencio es diferente y único. Cada uno está cargado de los murmullos del paisaje que lo circundan, contiene, asimismo, lo que ahí han dejado aquellos que han sido parte de ese paisaje, que han entrado en él y siguen presentes en él, conviviendo con el recuerdo de las conversaciones que en el ir y venir ahí han ocurrido. El silencio no tiene por tanto ningún opuesto, y es la tierra sobre la que se da tanto el sonido como la ausencia de éste”.



La primera nota, entonces, y lo digo en cuanto al primer ensayo de Lozoya, pero también en su relación musical, “no es el inicio del sonido, sino que éste proviene del silencio que le precede”. A la manera de Cage, la primera nota, que el compositor norteamericano prolonga y prolonga hasta los míticos cuatro minutos con 33 segundos, es lo que se calla, es el silencio. “El silencio, dice Lozoya, articula las fronteras sociales entre lo permisible y lo prohibido, expresa patologías de la Razón, alberga los terrores íntimos de una sensación contemporánea bautizada con muchos y extravagantes nombres...del silencio surge (irónica paradoja) el mundo encantado de la modernidad: esa irracionalidad vergonzosa y peligrosa que no logramos entender del todo y que, en gran medida, parece escapar a nuestro control”.

En un universo social, personal e íntimo plagado de ruidosa mundanidad, no resulta así extraña la fuerza (gravitacional, le llama Lozoya) que adquiere el silencio. Derivado, asegura, de la profunda angustia que esos mundos encantados de la modernidad, lo no dicho, el envés de la trama de buen comportamiento social, produce en los individuos contemporáneos. “El silencio palpita la omnipresente sensación de amenaza que no logra ser ubicada o marcada, pero que conforma un estado latente de inestabilidad y de alerta individual y colectiva que visibiliza un habitar colmado de (des)encantos”.




La pieza de Cage es, en este sentido, vaticinio, premonición de la sociedad del ruido inconmensurable y omnipresente, no como ausencia de silencio, sino como un silencio que entre la alharaca de altos decibles se ha quedado sin voz, privando a los sujetos de ella, de su propia voz. A 50 años de la primera edición de Silencio (1961), el libro imposible (así lo llamó él) que recoge entrevistas y conferencias de John Cage, y tras recordar momentos claves en la vida de Cage como la invención del piano preparado o su lectura en 1948 de la “Conferencia sobre nada” o tres años más tarde en que Cage comienza a consultar el I Ching para resolver todos los problemas de su vida, el también compositor Kyle Gann prologa la edición de aniversario diciendo: “nada fue tan radical, sin embargo, como la pieza que escribiría un año después usando el I Ching para determinar la duración de las partes, dejando fuera todo sonido”.

La controversia que desata 4’33 es enorme y vuelve a su compositor una celebridad, maldita o aclamada, según la adscripción. De señalar resulta, empero, que el mismo Cage apenas la mencione un par de veces en Silencio, llamándola de pasada como “mi pieza silente”, nada más. Al modo en que años más tarde, Deleuze y Guattari hablaría de una literatura menor y de Kafka como su propulsor, Gann propone que frente al estreno de 4´33, ningún aspecto de la música de Cage, sospecho, ofendió más a los asistentes que haber percibido una renuncia voluntaria, deliberada, a las ambiciones que se suponen deben nutrir a todo gran compositor. Esta desilusión, este alejarse de la seducción desenfrenada, esta voluntad de hacer música divertida, arriesgada y humilde, se vuelve sin embargo en la explicación principal de la gran popularidad que tendrá Silencio.


Ese océano oscuro y luminoso que es el silencio. dice Pablo d´Ors en su breve y resplandeciente Biografía del silencio. En donde mirar es reconocerse y reconocer al otro. Mas en el que observar, como interpela Lozoya, se torna en la comprensión del mundo y del otro. El silencio participa, en esa medida, del ejercicio de una eticidad, sigo a d´Ors, de la atención y el cuidado, en donde el propósito es (re)conocer ese territorio interior en el que vivir sea transformarse en lo que uno es.

Dentro de nosotros hay un testigo, se asegura en la Biografía del silencio, un acompañante que en el silencio atestigua, o debería, la experiencia que consiste en corroborar, cito a d´Ors que aquello de lo que se está apegado, es completamente distinto al apego. O, en otras palabras, que en el dilema permanente que es la vida, hay un devenir más sabio que cualquier discernimiento, y que en ese devenir el silencio delimita los territorios interiores.



No callar porque nadie escuche. Callar para que sea el testigo interior el que escuche, el que se (re)conozca. Ejercicio del apego y desapego, a la vez. El silencio no como la imposibilidad de nombrar, de reservarle ese no-lugar, esa no-existencia a lo que, en palabras de la archiconocida cita de Wittgenstein, no se puede hablar y por lo tanto es mejor callarse. Sino como presencia del ruido, desorbitado e incontrolable mismo, tal cual plantea en sentido inverso Lozoya, como forma primera de decir, con toda claridad, tal cual pretendía Wittgenstein.

Cuatro minutos con 33 segundos, en su gravedad, en su indulgencia, en su humor, en el silencio nos sabemos unos solos rodeados de otros, no es la negación de los otros, sino conciencia de su presencia, del mismo modo que, dicho por d´Ors, “la dicha no es ausencia de desdicha, sino conciencia de ésta. A lo lejos y muy cerca, en la sociedad de la repetición incesante, no deja de sonar la legendaria pieza de Cage.

La existencia entera en el eco perpetuo de cuanto sin decir y dicho hay en cuatro minutos con 33 segundos. La espera.

Los monstruos del silencio. Apuntes sobre la angustia contemporánea, Taurus

Comentario de Antonio Tenorio sobre Los Monstruos del Silencio




sábado, 20 de junio de 2015

Milorad Pavic: Lo que debe perdurar

Una pequeña piedra bajo la lengua



También hay que traducir sonrisas,
señora mía.
Milorad Pavic

Hay ciudades así. Crucigrama. Jeroglífico. Ciudades que hay que traducir, como si esto fuera posible. Ciudades en femenino y masculino. Ciudades ramificación de lo enramado, de lo entramado, de lo entre amado. Ciudades que son nodos de cruce infinito. Mapas para los cuales no importa por que doblez o línea se entre, se estará siempre en el centro. Ciudades, personas, personajes, historias que como el propio centro van desplazándose, cual nubes, cual ríos, cual tiempo dentro del tiempo: sueños de ciudades que son sueños.

Y serán presagio, éstas, se pregunta uno como si fuera posible responderse semejantes cuestiones, ¿consumación o recuerdo? Incitación o fatalidad. Y serán ellas mismas las ramificaciones, todas, del tiempo y sus vericuetos. ¿En cuál de ellas, si acaso se pasa por ahí, quedará cifrado el último amor? ¿En qué rincón pluvial, en que entrecalle, sobre cuál de sus baldosas se inscribirán las marcas de aquella vez que, sin saberlo nosotros, estamos amando por última vez?


Nacido en 1929 en Belgrado, el extraordinario novelista, traductor, académico, cuentista, historiador literario, Milorad Pavic decide situar El último amor en Constantinopla, evocando una ciudad que es real y onírica, simultáneamente, verdadera en su trazo, infinita en el devenir de esta ciudad, hoy llamada Estambul. La ciudad del entrecruce perpetuo, del coincidir amoroso lumínico, del destiempo fatal de lo que siendo eterno es fatalmente finito.

Por eso no extraña que dentro de la amplia bibliografía de Pavic, quien saltó a la palestra mundial con el fenómeno que entre muchos jóvenes lectores significó la originalidad, audacia y belleza en el discurrir del lenguaje de El diccionario Jázaro, Constantinopla, la ciudad de Constantino, la que debió unir a latinos y cristianos, y vio abrirse el mundo, dos mundos, uno por cada orilla de su río majestuoso, sea el centro de un espiral que recoge y mezcla, caudalosa, personajes, lugares, hechos históricos de distintos periodos.


El último amor en Costantinopla, cuenta la historia de dos familias militares enemigas durante las guerras napoleónicas (1792-1815).  Los Opujic y los Tenecki. Al igual que los grandes indagadores del alma humana, Pavic sabe y reconoce que la relación entre historia y literatura está signada por el modo en que una circunstancia histórica, que por definición se asemeja a otras pero es esencialmente única e irrepetible, acaso como el amor mismo, tiende su sombra iluminadora como condición existencial, y no texto paralelo o didáctica de los hechos, sobre personajes cuyo actuar está condicionado tanto por cómo son arrastrados por ese devenir inevitable, como en tanto, esos mismos personajes resisten, se rebelan, luchan por imponer sus decisiones, sus pulsiones e intuiciones sobre el mar de la historia humana que a todos terminará por olvidarnos tarde o temprano.

Como toda novela de amor, la de Pavic es una historia de encuentros y desencuentros. El accidentado trayecto de vidas que, en este caso, desemboca en Constantinopla. La ciudad madre de los secretos que partieron al mundo en Oriente y Occidente, el río que une y divide, el fluir permanente reflejo de la ciudad que permanece y la que transita. Así, Jerisena Tenecki y Sofronije Opujic, enamorados, vencen obstáculos y van construyendo su destino como si una mano guiara sus encuentros y desencuentros, sin más guía que el deseo, esa hambre pequeña que habita bajo el corazón, dice poéticamente Milorad Pavic.


Parafraseo el legendario principio de Ana Karenina, todas las ciudades, todos los amores, terminan pareciéndose entre sí, así sea un poco. Es en sus secretos, en lo que guardan, en lo que callan con su decir, donde cada una es transtemporal a su modo, eterno a su manera.  Hay ciudades, como Constantinopla en la que hay que saber que debe llevarse una pequeña piedra bajo la lengua, para que se abra ante nosotros, cuenta Pavic. Hay amores que solo pueden serlo a fuerza de su imposibilidad, esa es su condición profunda y secreta.

Bizancio-Constantinopla-Estambul. Tres ciudades y una sola. Ciudad de arribo y ella misma viajera en el tiempo. Como si lo que es el poder y la guerra a los frágiles destinos humanos, fuera la fuerza de la narración y de la palabra sobre el cuerpo y las pasiones de sus personajes, Pavic torna a la urbe como el punto de llegada y revelación de lo secreto. Es decir, de acuerdo con esto último, el conocimiento que se tiene del secreto que ha sido resguardado, el comienzo. La historia de amor de estos dos personajes no comienza, para el lector, no es historia como tal, sino hasta que se termina de leer, entonces, puede, como en la vida, doblarse el envés y mirar la figura en el tapete completa.  


En tanto, mientras los personajes van viviendo y no son historia aún, porque el amor como la escritura solo es mientras es, tres imperios se suceden entre a la Mezquita azul y la Basílica de Santa Sofía. El Imperio Romano de Oriente, el Imperio Latino y el Imperio otomano. El poder político cambia de manos, las fronteras se abren o se cierran, los credos se sustituyen o intentan aniquilarse uno a otro. Impasible, construida o no, anunciada en el futuro de lo que sucede en la historia de los hombres, la ciudad transcurre como se sucede el amor entre dos seres, bajo el tenue fragor de lo imposible.

Mutar y permanecer, el dilema eterno. El fluir imperecedero, inevitable. Escribe bellamente Ahmet Hamdi Tanpinar, el más importante narrador turco del siglo XX en su obra maestra Paz, dedicada justamente a su amada Bizancio-Constantinopla-Estambul, al hablar de su personaje Nuran: “Todas las niñas estaban sanas y eran bonitas. Pero tenían la ropa hecha un desastre. En un barrio en el que se había alzado el Palacio de Hekimoglu Ali Baja, aquellas casas de la ruina de la vida, aquellas ropas pobres, aquella canción le provocaba extraños pensamientos. Seguro que Nuran había jugado de niña a aquello. Y antes que ella, su madre y la madre de su madre habrían cantado la misma canción y jugado el mismo juego.



“Es esta canción lo que debe perdurar. Que nuestros hijos crezcan cantándola, jugando a este juego; ni Hekimoglu Ali Baja, ni su palacio, ni siquiera el barrio. Todo puede cambiar, incluso podemos cambiarlo a voluntad. Lo que no cambiará es lo que da forma a la vida, lo que la marca con nuestro sello”.

Como Nuran e Ihsan, para Tanpinar en Paz, Jerisena y Sofronije, para Pavic, la vida es el viaje, el transcurrir, la ilusión de la voluntad, la esperanza de lo que debe perdurar.  Lo que buscamos, lo que nos espera, aquello que el azar determina como destino de cada uno. La vida es este río, el amor es el cruce de caminos y la desembocadura de ríos donde somos lo que somos y somos también el otro, en el otro. El pasadizo que nos lleva de un río a otro, de la noche al día, del día a la noche.




Adicionalmente, la novela de Pavic tiene un valor relacionado con la propia historia de Serbia, en particular, y lo que fue Yugoslavia, en general. Imposible pasar por alto que serbios y bosnios fueron alguna vez esa frontera extendida de Occidente que luego sería Estambul, al formar parte ambos territorios del Imperio Otomano. Fue en Kosovo, nada menos, donde de haber ganado la batalla los bosnios la historia de Europa, y con ella la de la hoy capital turca, hubiera sido muy distinta.

Acaso por ello, Pavic no arrastra las viejas prácticas exotistas que a tantos y tantos escritores viajeros hicieron sucumbir al encontrarse en una Bizancio-Constantinopla-Estambul, que de tan lejana, dice el nobel Orhan Pamuk, debía, a fuerza de desquitar el trajín resultarles exótica y fascinante. Los hay de dos tipos. Los que Brodsky y Gide, se refieren con desdén a lo excéntrico de la cultura que encuentran, o, en palabras de Pamuk: “no paran de repetir lo bonita, extraña, lo maravillosa y lo especial que es Estambul”.





Sobre esta misma vía, y en tanto es ésta a la ciudad frontera, inicio y fin de Oriente (y por tanto, del “orientalismo” de Occidente), bien apunta el pensamiento siempre esclarecedor de Edward Said: “Oriente es menos un lugar que un topos, un conjunto de referencias, un cúmulo de características que parecen tener su origen en una cita, en el fragmento de un texto, en un párrafo de la obra de otro autor que ha escrito sobre el tema, en algún aspecto de una imagen previa o en una amalgama de todo eso”.

Dicho de otra manera, como los escritores se leían, y se leen, entre sí, acota Pamuk, el asunto pasaba de la belleza o no de los lugares y los paisajes, o el contacto genuino con la gente de la ciudad, a sobreponer la ciudad imaginada sobre la ciudad real, o a decidir no defraudar al lector acercándolo a ese mundo tantas veces refigurado como extrambótico.





Pavic y su novela, El último amor en Constantinopla, rehuye concientemente esta tradición literaria, esta ciudad hecha de palabras que maravillan o defenestran, para internarse en el laberinto de los misterios del sueño, el tiempo, el amor y el azar. Deja a un lado, los monasterios derviches en los que los monjes se clavaban agujas por todo el cuerpo, los palacios y su harén, las mujeres recluidas, las manadas de perros, o la caligrafía árabe que tanto impresionó a Flaubert en el Bazar.

A diferencia de los viajeros occidentales, aquellos que, en palabras de Pamuk, adaptan a Estambul sus propias quimeras o sueños de Oriente”, Pavic hace de la ciudad el sueño mismo. La convierte en un territorio poblado de niebla, sumergido en los vapores de lo que no estamos seguros nunca de saber si está a punto de repetirse o de suceder por primera y única vez. A esa mezcla indescifrable, a ese amasijo de lenguas simultáneas y sobrepuestas, cuales cuerpos en la entrega, con la que se encuentra Gautier en 1852, y muchos más antes que él. Una Babel cruzada por un río gutural que mezcla turco, griego, armenio, italiano, francés, inglés y ladino, la vieja y resistente lengua de los judíos sefarditas expulsados de España en 1492.





Cuenta el Nobel y se lamenta: "Cuando el Imperio Otomano se hundió y desapareció y la República de Turquía, indecisa sobre lo que era su esencia, no supo ver sino su carácter turco y se apartó del resto del mundo, Estambul perdió sus viejos días de victoria, ostentación y diversidad de lenguas y todo comenzó a envejecer lentamente allí donde estaba y a despoblarse, y Estambul se transformó en un lugar vacío, en blanco y negro, con una sola voz y una única lengua”.

La ciudad y su secreto espera a los amantes. Ellos a su vez, cuenta Pavic, se pierden y reencuentran en todas las vidas iguales y distintas sobre las que se van desdoblando. Ciudad de los viajes en el tiempo y sobre el tiempo, Pavic propone una preposición más: dentro. Novela, historia de amor dentro del tiempo en el que cambia y permanece esa ciudad triple y única: Bizancio-Constantinopla-Estambul.



Viaje que avanza, retrocede, resiste, cede, se detiene y continua como toda lectura. Viaje de los amantes que son leídos sin saberlo. Ninguna ciudad es lineal, ni siquiera el tiempo lo es, traza sin decirlo Pavic; el amor, como el río de todos los ríos de los dos mundos que es el Bósforo, mucho menos. Azar y necesidad se entreveran. Historia e historias. Sueño y sueños. Mundo y mundos. Camino y caminos. Universo de posibilidades, de voluntades, pero no menos de imprevistas combinaciones, de impulsos súbitos e irremediables destinos.

Y cual puentes colgantes, como si fuera el de Gálata que une al viejo Estambul con la zona más moderna y por lo tanto occidental, Pavic propone un juego. El juego de las cartas que son a la vez, el juego de los destinos de sus personajes y del orden de la novela. cada capítulo está regido por una carta, por un naipe. Cada capítulo es una carta: La Fuerza, El Diablo, La Estrella, La Luna, El Sol, son algunas de las cartas que aparecen. El lector podrá seguir el orden en que la novela ha sido impresa, como irrebatible narración de los hechos. Podrá, sin embargo, si así lo desea, echar tiradas y dejar que lo fortuito determine la disposición de esas vidas imaginarias.



Y por qué no, por qué no puede una novela así termina regida por el azar, si el amor, el amor antes que suerte, es pura adivinación, cual ciudad que solo existe en los sueños y que al llegar despierto a ella habrá que adivinarla, encontrar su forma cambiante, su trazo perenne, su secreto guardado, el último amor que ahí nos guarda y aguarda.

Destino. Adivinación. Uno en otro. Uno. Primero. Último. Uno. Río. Ciudad. Nodos. No dos.  Entrecruzamiento. Ramificación infinita. Luminosa.

El último amor en Constantinopla, Milorad Pavic, Akal Literaria


Biografía de Milorad Pavic



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