Dirigir en la bruma
Pregunta que bien puede valer en su sentido
literal como en el de considerar qué tan fundamental es para la música, la que
genéricamente llamamos de concierto, al menos, quién dirige y qué dirige ese director.
Considerado una de las figuras más prominentes
en la dirección orquestal del siglo XX, el alemán Wilhelm Furtwängler (Berlín,
1886-Baden Baden 1954) encarna él mismo una historia en la que se mezcla el reconocimiento unánime en relación con su capacidad para interpretar a los
grandes compositores germanos, particularmente a Beethoven, con una vida
trágica partida en dos por el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
Aunque hoy la figura del director de orquesta
ha sido enaltecida incluso bajo dudosas estrategias de mercadotecnia o de propaganda
política, resulta paradójico constatar que es él, el director de orquesta, prácticamente la última pieza del largo camino histórico que devino en la
formación de las grandes orquestas sinfónicas.
Hasta el siglo XIX la tarea de coordinación
que ejerce el director en nuestro tiempo fue una labor realizada por el primer
violín (concertino).
Como si esa entrada que el director hace luego de que con
la ayuda del concertino la orquesta ha afinado, representara de algún modo,
diríase, el propio proceso histórico de esta figura hoy insustituible.
Lo cierto es que la incorporación de la
figura del director puso sobre el tapete un elemento que se volverá cada vez
más crucial: la personal manera de interpretar una obra, la no menos personal manera
de hacérselo saber y convencer a la orquesta, y la aun más personal manera de
transmitírselo al público.
Tres movimientos centrados en las cualidades,
alcances y limitaciones de quien marca, acelera, detiene, amarra y suelta esa
nave del sonido armonioso que es la orquesta.
Convertido entonces en un artista por sí
mismo, el director de orquesta que existe en el imaginario colectivo encuentra
en la vida intensa y la personalidad tan alemana del alemán Wilhelm Furtwängler
parece casi un arquetipo marcado por la disciplina y claridad de pensamiento,
el tránsito entre dos siglos, dos concepciones de la música, y la acusación de
colaboracionismo con el régimen nazi que distintos artistas vertieron sobre él
al reprocharle no haber abandonado Alemania durante la guerra.
Conversaciones
sobre música, editado en español por
Acantilado, recoge seis charlas más o menos informales que Furtwängler sostuvo
con el crítico Walter Abendroth en el lejano 1937.
Justo el año en que Hitler,
ya Canciller decide retirar la firma de Alemania de los Tratados de Versalles
por considerarlos humillantes.
Así, en pleno ascenso autoritario, lejos de
pensar en loq ue se vendría dos años después, Furtwängler y Abendroth se
adentran en la influencia de la obra musical en el público, en las dificultades
de la interpretación, en el sentido dramático de Beethoven, en la relación
entre creatividad e interpretación, así como en la que sostienen el compositor
y la sociedad.
Hijo de un profesor universitario de
arqueología, amigo de Brahms, por cierto, y de una pintora, Furtwängler va
desarrollando sus ideas con orden y rigor metodológico, dirige su pensamiento
como si fuese la orquesta, elabora encadenamientos para ir fundamentando esa
idea que vendrá y ser capaz de transmitirla con transparencia.
Una inteligencia
sensible, capaz de reconocer que los “poderes realmente creativos solo lo son
en estado de inocencia”, y que más allá de ser comprendido o no, “el
sentimiento íntimo que tiene el artista de la vida... sigue siendo el mismo
tenga éste éxito o no”.
Debemos ser capaces, por ello, de escuchar la
obra, revela Furtwängler, como lo que es, como el todo musical que es. Al modo
del arte, al modo de la vida misma, pareciera poder entonces desprenderse.
“(Pues)
Todo arte que renuncia a esta concepción humana de la totalidad y la sustituye
con detalles, la limita...a efectos especializados, es fácil (se torna un arte
que) ya no necesita la fuerza espiritual del hombre entero como medio de
transmisión, ya no necesita ser representado e interpretado con el corazón, sino solo con la inteligencia y
los nervios”, afirma categórico el gran director.
Ha ocurrido que sin proponérselo desde luego,
dos fechas confluyan y hagan recordar particularmente a Furtwängler.
Por un
lado, México celebró hace unos días el homenaje nacional a uno de sus grandes
directores de orquesta: Luis Herrera de la Fuente, fallecido recientemente. Y
por el otro, el mundo no deja de recordar, en circunstancias aciagas para la
tolerancia, el 70 aniversario de la liberación del campo de concentración de
Auschiwitz, el 27 de enero de 1945.
“Las partes, rememora Furtwängler al hablar
de los grandes maestros clásicos, se creaban con el todo y a partir del todo, y
el todo se creaba con las partes”.
Diríase en la obra, en una orquesta, en una
sociedad. La guerra, el genocidio, representa justamente, el quiebre del
sentido de unidad de las partes, el desgajamiento interior de sus componentes
hasta llegar al precipicio de la negación de la condición humana del otro.
Esa
misma condición que lo hace parte y todo, todo y parte; cada vida, cada
expresión, cada cultura.
Cada batuta pesa tanto como cada abedul del
que pudieran estar hecha; y es, a la vez, tan ligera como la imagen del bosque
entero de esos mismos abedules entre la bruma de la mañana del 1º de septiembre
en Polonia.
Entre el árbol y el bosque, entre la luz y la
niebla, esa indefinible rareza propia de lo humano llamada arte, llamada
música.
@atenorio
antoniotenorio.com