¿Esperanza en ruinas?
Hay versiones distintas. Siempre. Lo cierto es que
fueron dos cuchilladas.
Pierna y pecho. Enero de 1938. A las puertas de un
cine. Dos meses de hospital. Cuando salió, fue a ver al atacante. Un
desconocido que no hiló más que: Je ne sais pas, monsieur. Je m’excuse.
Entre la bruma de las leyendas literarias, el
episodio marcó el trazo de una escritura que reveló al mundo la perenne
sombra del absurdo.
El herido sin más razón que la nada, se llamaba
Samuel Beckett.
La anécdota se transforma rápidamente en epifanía. Y
aparece un Beckett capaz de vislumbrar el (casi) inexistente sentido de los
actos.
No como equivalencia de locura, sino como
desmoronamiento del mundo de las explicaciones.
Actualiza y transfigura, para el atormentado siglo XX de la guerra y el genocidio, la sentencia que ya Dante había narrado a las puertas del Infierno: Dejen, los que aquí entren, toda esperanza. Tal cual si no hubiere infierno mayor, per se, que una vida a la espera de la nada.
Actualiza y transfigura, para el atormentado siglo XX de la guerra y el genocidio, la sentencia que ya Dante había narrado a las puertas del Infierno: Dejen, los que aquí entren, toda esperanza. Tal cual si no hubiere infierno mayor, per se, que una vida a la espera de la nada.
Lúcido a cual más, Terry Eagleton, a su vez, camina
desde los territorios de su impecable formación y sapiencia literaria, a los de
una crítica cultural aguda, colmada de amplias referencias.
Para internarse en el examen del lugar que en el
imaginario contemporáneo ocupa la noción de esperanza, a trasluz de un optimismo
chato y banal, y un calculado pesimismo de claro cariz moralista y conservador.
Encadenamiento sin fin de frases que expiran en sí
mismas, por una parte; profetas que detestan el tiempo histórico, de la otra.
La negación como signo de época.
Negar el dolor, la muerte; unos. Pero negar
también, lo que avanza y despunta, lo que germina y expande; los otros.
¿Cómo construir entonces un sentido de esperanza
que no se agote en el infantilismo voluntarista o se fermente a fuerza de una
geométrica amargura?
¿Cómo transmutar tales meteoros y nieblas en
sabiduría, virtud y nobleza, para “crear desde la ruina de la esperanza todo lo
que ésta propone”?, dijera Shelley.
Tal vez, dispara Eagleton, yendo al centro de lo
más irremediable. Ese mismo punto al que conduce Mann al final de su Doktor Faustus, sugiere.
Ahí donde la esperanza semeje una última nota sólo
perceptible para el espíritu.
Donde el silencio y la muerte, se tornen una luz en
la noche. Al servicio de los vivos. Radicalmente
vivos.
@atenoriom
www.antoniotenorio.com