Dar. Recibir. Canje pudoroso. Genuino. Sin aspavientos.
Voluntario. Aunque regido. Obligatoriedad de lo simbólico. Evasiva igualdad en
el intercambio.
Excesivo, se dice, era el carácter de Marcel Mauss,
iniciador de la moderna etnología francesa. Tan febril, acaso, como lo fuera el
propio final de Siglo XIX, Mauss abre camino con su Ensayo sobre el don, para comprender que dar y recibir forman parte,
desde las “sociedades arcaicas”, de un sentido de reciprocidad que atañe
esencialmente al orden simbólico.
Mientras la mercancía en el capitalismo es el objeto
dotado de valor de cambio, fuera de esta lógica, lo intercambiado cobra vida a
través de un peso simbólico que refleja el reconocimiento mutuo entre los
sujetos que interactúan, escribe Fernando Giobellina.
El anverso de esta idea deviene entonces de la
supresión de su aspecto central: el reconocimiento mutuo.
Ahí donde uno de los
participantes se mira o coloca por encima del otro, el sistema de los dones,
dar y recibir en el reconocimiento mutuo, queda anulado.
Amar al prójimo era lo que mejor sabía hacer Picket
Ellis.
O al menos, eso gustaba decir de sí el altruista personaje que Virginia Woolf
construye para uno de los relatos que escribirá en torno a las famosas
recepciones que solían dar Richard y Clarissa Dalloway, en su casa de
Westmister.
En una de éstas, Ellis, desprecia a los asistentes,
mascullando cuánto quisiera decirles: “He hecho más por el prójimo en un día
que todos ustedes en toda su vida”.
Porque él, protagonista de El hombre que quería a su prójimo, es
frente a sus propios ojos, “un sabio y paciente servidor de la humanidad”. Y él,
que en la fiesta no (re)conoce a nadie, ni es (re)conocido por nadie, tiene el derecho
a que toda esa gente sepa los elogios que las personas a quienes desinteresadamente ha ayudado, dicen de
él.
Mauss funda el Instituto de Etnología, en París, el
mismo año, 1925, que aparece La señora
Dalloway, de Woolf. Intento común por aprehender los enigmas de lo humano.
Qué rige la justeza del intercambio, una de ellas.
Para el etnólogo, el reconocimiento como iguales. Para
la novelista, la pudorosa discreción en el acto del donante. En ambos, el
desprecio a los muchos Ellis cuyo narcisismo pedestre puebla nuestra época. Por
ese mundo interior al que le urge ser (re)conocido, justo por aquellos dones
que no tiene.
Aquel cuya falta de pudor, expresa su vacuidad.