De la permanencia en los sueños, de la vida incontable
Bebe
de esta agua que es
El espíritu que sueña
Yves Bonnefoy
Caro
se paga mentir. Merece, nada menos, que la absoluta exclusión. A quien miente
se le debe extirpar. No tiene derecho a vivir con los demás. Es un elemento
nocivo y su práctica, mentir, una suerte de virus que puede resultar
contagioso. Por lo tanto, el escarmiento debe ser ejemplar. Y sin miramientos.
Separarlo de los demás. Excluirlo, separarlo. A de ser confinando, en la soledad,
a un universo en el que la bacteria maldita de su imaginación no pervierta, no
manche, no contamine el entendimiento claro y transparente de algo a lo que a
falta de mejor nombre se denominará: Verdad.
Más
o menos en estos términos, palabras más, palabras menos, plantea Platón la muy
conocida postura sobre la necesidad de expulsar a los poetas de la República. Los
poetas, en general, y los artistas, en particular, dice el filósofo en La
República X, son imitadores. Si la realidad, eso que llamamos y percibimos como
realidad, equivale y puede ser identificada como la verdad, sostiene, las
emociones, las pasiones, los sentimientos, herramienta de la que se valen los
poetas, corrompe el alma, supone una forma engañosa de comprender el mundo. Es
la salud pública, lo que está en juego. Hay que expulsar a los poetas, insiste
Platón.
Nacido
en 1923, en Tours, Francia, Yves Bonnefoy es uno de los poetas de lengua
francesa vivos más importantes de la época. Con casi cien años, ha cruzado el
siglo y con él su particular modo de comprender el mundo y nombrarlo como
ausencia, en no pocas veces, incluso como imposibilidad, pero no subsumido en
la desesperanza. Curioso ejercicio, éste, el de las dos presencias, el mundo y
la esperanza; o si se prefiere, el de las dos ausencias, la nominación exacta
de las cosas, y por lo tanto la ausencia de la cosa en sí, y la ausencia de
desesperanza, transmutada en el propio acto de escribir y poetizar
esperanzadamente.
Bonnefoy
es, a la par de poeta, gran poeta, académico, traductor, ensayista y crítico de
arte. Un importante crítico de arte. Ha enseñado e impartido conferencias en
universidades tan prestigiadas como Princenton, Yale, John Hopkins, además, por
supuesto, de la de París. En su trabajo como traductor, destaca su
entendimiento y capacidad para lleva de la lengua inglesa al francés a
Shakespeare. De su capacidad como alquimista de la lengua han derivado célebres
traducciones de textos como Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo. El Colegio de
Francia, la casa de los sabios franceses, le encomendó a la muerte de Barthes a
principios de los años ochenta, la titularidad de la Cátedra de Estudios
Comparados.
Traducir
al traductor que traduce. Tarea de todo lector. En tanto no es sino hasta que
el texto llega a él, y a su comprensión, es decir, su apropiación mediante una
traducción personal, que el ciclo del objeto comunicante y la experiencia
comunicable se cierra. Traducir a Bonnefoy que a su vez trae a su lengua, el
francés, el pensar en-del-mundo de un otro escritor que habita en otra lengua. Pero
traducir también a la sombra del propio Platón, para quien cada existente es
resultado de una idea perfecta y cierta que le antecede. Esta idea, origen de
las cosas en la materialidad en la que las conocemos, hecha mano del trabajo y
los materiales terrenales. Ahí, un primer traductor, un primer imitador. Traductor
de la idea, imitador, fallido, de su esencia. El poeta es, entonces, un
traductor imitador de segundo grado, doblemente fallido, doblemente punible.
Arturo
Carrera traduce al traductor. Y de entrada, antes incluso de que hayamos
traspasado el primer párrafo de su antología de Yves Bonnefoy a la que ha
titulado Tarea de esperanza, Carrera
advierte: “Traducción es devoción”. La tarea será fallida, al menos en su
sentido de perfección cerrada, en eso atinaba Platón. El traductor, como el
amante que juega con el amar a perpetuidad, sabe que lo ronda el “comprender
imperfectamente, y buscar el sosiego de esa incomprensión en nuestra propia
palabra, en nuestra propia experiencia con las palabras...De modo que es con
nuestra propia vida –lo que ella supone de riesgo en la inexactitud— como
traducimos y leemos la poesía. Y así nos deslizamos en la vida de otro mediante
sus palabras casi reconstruidas de la permanencia de los pliegues. De la
permanencia en los sueños. De la vida incontable”.
Se
sabe, gracias a que Diógenes Laercio da testimonio de ello, que antes de que
Platón condenara a la poesía por entregarse a esa doble falsedad de los real
que le era inmanente, pudiera el propio haber escrito una tragedia, sino es que
más de una. Diógenes dice haber tenido conocimiento de que Platón preparaba (y
hubieses terminado) una tragedia para inscribirla (inscribir es escribir) a uno de los certámenes
literarios más prestigiados en la Atenas de la época. Luego desistió. Se hizo
discípulo de Sócrates, se entregó a la búsqueda de la verdad, en su expresión
pura y dura, y lanzó a la pira esa legendaria tragedia de la que habla Diógenes
y todas las otras que, ya en el terreno de la ideación, pudo haber
escrito antes Platón. De entonces, viene la sentencia y la idea de que los
poetas deberían quedar excluidos del Estado idóneo, al no contribuir a la
formación óptima del ciudadano.
Tan
breve como iluminador es el ensayo en el que Claudio Magris convierte el
veredicto platónico en pregunta: ¿Deben ser los poetas expulsados de la
República”, se pregunta el triestino. Obvia es la respuesta: No. Desde luego
que no, abunda, ello conduciría a un Estado del absoluto, un Estado en el que
ninguna voz podría ser discordante. Magris se sumerge, adicionalmente, en la
paradoja del Platón que escribe una tragedia y luego la quema, y luego llamar a
expulsar a los poetas. Dice: “Es posible comprender esa contradicción platónica
en términos teóricos, pero para entenderla en toda su viva realidad, para
entender cómo nació y fue vivida por él, nos hace falta la literatura. La
filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos,
pero...sólo la literatura –y el arte en general– dice cómo y por qué viven esas
verdades y esos hechos”.
Fuego
del fuego, la tragedia escrita por Plató desparece y se pierde en la noche de
lo eterno. No existe más. No hay modo de recuperarla. Se ha esfumado. Como se
hubiesen extinguido los poetas de haber tenido éxito la sentencia platónica. ¿Y
entonces? Entonces, hay una poesía que viene de lejos, de esa sombra de lo
extinguible, de lo que es acechado, de lo que en cualquier momento puede
desaparecer. Una voz de la permanencia, del llamado a las cosas, no de las
cosas, sino a ellas a que se queden, se inscriban en algún sitio y de algún
modo, a que no se disgreguen y se pierdan cual montículo floreciente de ceniza
que se lleva el viento.
En
la tarea del poeta, intento seguir a Bonnefoy, hay un contrallamado frente a la
dispersión inminente, al desahucio de lo que ha de subsistir. Escribe el
francés su invocación/exigencia:
Que este mundo
permanezca
Que la ausencia, la
palabra
Sean uno, para
siempre
En la cosa más simple
Despliegue
de esa ala bajo cuyo manto protector, se avenga el decir, el nombrar
(im)posible de las cosas, donde se mantengan visibles, unidas, existentes.
Nostalgia
de una imposible totalidad de la vida, recordará Magris, es el afán que mueve
el impulso poético del Romanticismo. Buena parte de la literatura
contemporánea, advierte el italiano, es romántica en ese sentido. En el sentido
de que añora la utópica redención global de la sociedad y de la vida. Bonnefoy
escapa a esa tentación. Y se sitúa, en todo caso, más cerca del ideal
magrisiano que en el imperativo de lo que Magris describe como “transformar en
metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza
indeterminista es el arduo desafío que tiene ante sí hoy en día la literatura”.
La
traza poética de Bonnefoy, confirma Carrera, “solo la lucidez de la obra parece
constatar lo ilusorio en las ensoñaciones de antaño, el enfrentamiento y la
soledad en el seno de la poesía” (y de toda forma de arte, agrego yo). Y
Bonnefoy escribe: “La Belleza, un pesar, la obra tomar/ A manos llenas una agua
que se escapa”.
Y seamos uno para el
otro como la llama
Cuando se separa de
la antorcha,
La frase de humo por
un instante legible
Antes de borrarse en
el aire soberano.
Hace
tiempo que Michel Foucault dejó en claro el nacimiento paralelo, en el orden de
la ideas la modernidad, de la clínica y la prisión. Mecanismos de la exclusión,
de la segregación y el señalamiento, por aislamiento, de los portadores de los
virus antisociales. No pocos poetas han sido confinados en una o en otra.
Bonnefoy, no, es cierto. Pero ello no quita que adscriba su poética, a la
escritura del disenso y la ruptura del orden “natural” del discurso. Clínica y
prisión, vigilar y castigar, lo nombra Foucault en el deslumbrante y ya clásico
libro, señalan, trazan, marcan los límites de lo “exterior” y de lo “interior”.
El poeta y su voz, cuya amenaza bien intuyó el Platón arrepentido de su propia
osadía, disuelven estos límites, rompen la línea recta del límite, y se
adentran en el afuera que está dentro, tanto como en la interioridad que no es
sino mundo externo. Ni dóciles ni útiles, a los poetas no hay donde ponerlos,
no hay forma de saber qué hacer con ellos, son escurridizos, inmaleables, inaprehensiblemente
sensibles, impredecible es el destino de la línea sobre la cual escribe
palabras en el agua. Se mueven en terreno interior de sí mismos y de las cosas.
Y
así, justamente, El territorio interior, llama Bonnefoy a uno de sus ejercicios
de exploración prosística sobre el arte. Como poeta que es atraviesa con la
mirada el arte con el que en el viaje de la vida se cruza. Encuentra, delinea
con palabras la silueta de ese territorio, la obra y en torno de ella el mundo,
donde se halla la existencia verdadera. Ese sitio, uso su cita de memoria de
Plotino, donde caminará ahí como en Tierra extranjera”. La pertenencia a la
vida es la pertenencia al arte. Tanto como saber decir que “lo que veo me
colma, y en ocasiones llegó a creer que la línea pura de las cimas...solo
pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien. Esta armonía tiene un sentido,
estos paisajes y estas especies son, inmóviles, quizá encantados, una palabra,
y basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto se declare,
al término de nuestro errar. Aquí, en esta promesa, está el lugar.” Acaso, se
pregunta más adelante en el mismo texto, el poeta, sabiéndose parte de una
casta maldecida por Platón, ¿es el exiliado dando testimonio contra el lugar del
exilio?
Y que fluya para
siempre
Sobre el camino
El agua de una hora
de lluvia
En la luz
El
poeta es el vigía, pero no el vigilante. Su velo no es el del velador, ni su
insomnio el del verdugo. Es aquel que “Así el viento/ cambia de forma el
cielo”. Continum sin continuidad. Su pena, si la hay, no es correctiva.
Retrata, si lo hace, de lo que no se retracta. Restablece, sin aprisionar ni
castigar, el vínculo intocado entre el mundo y la vida. Vuelvo a El territorio interior, “Todo y nada.
Otra vez la dialéctica terrible de la creación estética que vacía de su
contenido todos los momentos de una vida, como una preciosa caracola donde
resuena (En un lapsus había escrito yo: resueña) un ignoto mar invisible”. Porque
probablemente, se pregunta encerrando la respuesta en la pregunta, son nuestras
lecturas las que nos sueñan.
Cual
pintor(a) que sueña que ha pintado un racimo de uvas tan perfecto, tan
verdadero y bello, tan vivo en su latido, así no lo sea en su forma pues solo
la naturaleza es en el absoluto de lo (im)perfecto, que mientras el/la
pintor(a) sueña, han venido unos pájaros a picotear la tela sobre la que las
uvas relucen (aún más) imperfectas. Relato legendario el de Zeuxis, el pintor
de las uvas perfectas, el de los pájaros picoteando. De tal historia parte
Bonnefoy para reflexionar, en prosa que es verso, sobre la invención, el sueño,
la realidad, el deseo, la creación.
También tu amas el
instante en que la luz de las lámparas
Pierde su color y
sueña en el día. Sabes que es lo oscuro de tu corazón que sana,
La barca que alcanza
la orilla y cae.
La
imagen de los pájaros rapaces que cuenta la leyenda del pintor Zeuxis y sus
uvas perfectas, pudiera ser, a los ojos de un contemporáneo, tan escalofriante
como la secuencia aquella de la película de Hitchcok, el grito espeluznante de
Tippi Hedren, fijo para siempre en la memoria de aquel cartel promocional. La
película, es de sobra conocido, se basó en una novela, que a su vez se basó en
la nota de un diario, que asimismo relataba cómo la madrugada del 28 de agosto
de 1951, cientos de gaviotas se precipitaron sobre las casas del pequeño
poblado costero de Santa Cruz Sentinel, mientras los aterrorizados habitantes
intentaban defenderse de las aves con improvisadas antorchas encendidas.
Los
pájaros de Zeuxis han traspasado la tela del tiempo y han ido a parar a una
Bahía en California, para luego extenderse por toda la tierra en forma de
ideación narrativa y fílmica. Antes, mucho antes, Bonnefoy ha completado la
edición en español de su pequeño libro Las uvas de Zeuxis (en extraordinaria traducción de la también poeta Elsa Cross), con un poema: “Más
sobre la invención del dibujo”. En él, yacen trenzados después del amor que
todo lo puede, una joven y su amante, ella quiere pintarlo, fijar el cuerpo
amado y perfecto de él. No quiere separarse de él, ni que la piel de ella se
desprenda de la de él, pero quiere, a la vez, dibujarle con la tiza sobre el
muro. El se mueve y para ella dibujarlo resulta por demás complicado. “Además
de esto, la lámpara que está colocada detrás del lecho los proyecta sobre la
bella superficie blanca en sombras que son completamente extravagantes y que
tampoco dejan de moverse.”A la muchacha la mueve el impulso de fijar el cuerpo
de él, la detiene el ponerse a soñar, a desear, a imaginar y a sentir. Y de
ahí, dice Bonnefoy, resultará toda la historia del dibujo, incluso, toda la de
la pintura”. Ella le suplica a él que no se mueva, lo quiere preservar en la
memoria, la suya y la del dibujo. “El toma entre sus manos esa mano de artista
en ciernes, le extiende los dedos, suavemente, pone el trozo de tiza sobre la
mesa cercana, allí donde reposa la lámpara que arde a través de los siglos”.
Lámpara y antorcha. Antorcha y lámpara.
La
tarea de la poesía y de los poetas, según Yves Bonnefoy es poner las palabras
al servicio de una tierra más humana, de un mundo, dice él, poéticamente
habitable. ¿Qué es un mundo poéticamente habitable? Uno donde la tecnología no
avasalle lo humano. Uno donde el espíritu humano, el yo de cada quien,
encuentre en las palabras su propia forma de ser y estar, de habitar el mundo y
ser habitado por él.
La
poesía no es una respuesta, ni un camino en línea recta, es una forma
particular de cuestionamiento del mundo y la forma más profunda de acercamiento
con la verdad de la vida. de aquello que será luz, aun siendo nada.
Miente,
con la verdad , miente; miente con la verdad. Cual miente el agua del día,
haciéndonos creer que es la herida incurable que fluye entre las piedras.
Sí, todas las cosas
simples
Restablecidas
Aquí y allá, sobre
Sus columnas de
fuego.
Vivir sin origen,
Sí, ahora, pasar
Con la mano
acribillada
De resplandores
vacíos.
Y cada afecto
Un humo,
Pero vibrante, claro,
como un
Bronce que suena.
Discurso de Yves Bonnefoy al recibir el Premio de la FIL-Guadalajara
Tres poemas de Yves Bonnefoy en Revista Letras Libres