jueves, 14 de mayo de 2020

August Strindberg: impurezas




Suplicio. Tregua. Antigua persecución. Nueva embestida. Conciencia. Orden. Inútil lucha. Todo está en todo. Está afuera.  




El infierno, dice Dante, es una borrasca que nunca cesa. Bóreas. El viento del norte. Gélida marea incorpórea. De ahí proviene el término borrasca. Cual tormenta interior, aprecia el caminante que sigue a Virgilio. De ahí sus primeras impresiones del infierno, “el ciego mundo”, por el que comienza su travesía.
Pétreo y furrigento, llama al inferno el malogrado amante de la Beatriz tan inmortal como inalcanzable. El poeta mayor, Virgilio, va adelante. Dante lo sigue. Sin dejar de encontrar, a cada paso, entre la borrasca interna y la que lo circunda, “nuevos pesares, nuevos castigos y verdugos nuevos”.
Antes que Sartre, que hizo encarnar el infierno en los otros, antes incluso que T.S. Eliot, quien no dudó en asumirlo bajo la fórmula: “el infierno es uno mismo, y es solitario”, antes que ambos, un sueco, August Strindberg, escritor genial, alquimista desorbitado, misógino condenable, decidió andar por él mismo la saga infernal que Dante alegoriza, y pagar con su propia salud mental tal osadía.
Figura de talento incuestionable, Strindberg transita el final del siglo XIX bajo el influjo de esa época, apenas menos rauda que la nuestra. Todo está en todo, dicta en su Antibarbarus, su declaratoria existencial. A su naturaleza habita, por igual, el espíritu de la contradicción, el talante del visionario y la inacabable tormenta boreal de su condición paranoica.
En 1896, al borde del nuevo siglo y cual testimonio de su propio desmoronamiento emocional, el gran autor sueco vuelva a la ficción con una novela excepcional, Inferno. Espejo de sí y de los otros, Strindberg representará desde entonces, a cada ser que pregona la vida como encadenamiento de conjuras.  
Se dirá que quien como Strindberg vocifera la seguridad de la conjura, ha de terminar siéndole insoportable semejante modo de vivir. Mas no es tan simple. Si como se ve en Inferno, tales figuraciones de conjura continua, son a la vez efectivas infusiones de líquido vital.
Quien se vive perseguido, vive. La confabulación imaginaria le ofrece por fin un orden. Sentido al mundo exterior.  Alivia el verdadero recelo: su desorden interior.
Si borrasca es el infierno, vivencia permanente será en aquel que, viendo en la conjura la razón de su cruzada, intenta sustentarla en la promesa de limpiarlo todo de inmundicia. Deshacerse de impurezas, dice. Hasta deshacerse, finalmente, de sí mismo.
Se verá.




[1] Profesor, narrador y ensayista. Su libro más reciente es Bailar/Volar.

sábado, 25 de enero de 2020

Virginia Woolf, los dones




Dar. Recibir. Canje pudoroso. Genuino. Sin aspavientos. Voluntario. Aunque regido. Obligatoriedad de lo simbólico. Evasiva igualdad en el intercambio.


Excesivo, se dice, era el carácter de Marcel Mauss, iniciador de la moderna etnología francesa. Tan febril, acaso, como lo fuera el propio final de Siglo XIX, Mauss abre camino con su Ensayo sobre el don, para comprender que dar y recibir forman parte, desde las “sociedades arcaicas”, de un sentido de reciprocidad que atañe esencialmente al orden simbólico.
Mientras la mercancía en el capitalismo es el objeto dotado de valor de cambio, fuera de esta lógica, lo intercambiado cobra vida a través de un peso simbólico que refleja el reconocimiento mutuo entre los sujetos que interactúan, escribe Fernando Giobellina.
El anverso de esta idea deviene entonces de la supresión de su aspecto central: el reconocimiento mutuo. 
Ahí donde uno de los participantes se mira o coloca por encima del otro, el sistema de los dones, dar y recibir en el reconocimiento mutuo, queda anulado.
Amar al prójimo era lo que mejor sabía hacer Picket Ellis.
O al menos, eso gustaba decir de sí el altruista personaje que Virginia Woolf construye para uno de los relatos que escribirá en torno a las famosas recepciones que solían dar Richard y Clarissa Dalloway, en su casa de Westmister.
En una de éstas, Ellis, desprecia a los asistentes, mascullando cuánto quisiera decirles: “He hecho más por el prójimo en un día que todos ustedes en toda su vida”. 
Porque él, protagonista de El hombre que quería a su prójimo, es frente a sus propios ojos, “un sabio y paciente servidor de la humanidad”. Y él, que en la fiesta no (re)conoce a nadie, ni es (re)conocido por nadie, tiene el derecho a que toda esa gente sepa los elogios que las personas a quienes desinteresadamente ha ayudado, dicen de él.
Mauss funda el Instituto de Etnología, en París, el mismo año, 1925, que aparece La señora Dalloway, de Woolf. Intento común por aprehender los enigmas de lo humano. Qué rige la justeza del intercambio, una de ellas.
Para el etnólogo, el reconocimiento como iguales. Para la novelista, la pudorosa discreción en el acto del donante. En ambos, el desprecio a los muchos Ellis cuyo narcisismo pedestre puebla nuestra época. Por ese mundo interior al que le urge ser (re)conocido, justo por aquellos dones que no tiene.
Aquel cuya falta de pudor, expresa su vacuidad.