Suplicio. Tregua. Antigua persecución. Nueva embestida. Conciencia. Orden.
Inútil lucha. Todo está en todo. Está afuera.
El infierno, dice Dante, es una borrasca que nunca
cesa. Bóreas. El viento del norte. Gélida marea incorpórea. De ahí proviene el
término borrasca. Cual tormenta interior, aprecia el caminante que sigue a
Virgilio. De ahí sus primeras impresiones del infierno, “el ciego mundo”, por
el que comienza su travesía.
Pétreo y furrigento,
llama al inferno el malogrado amante de la Beatriz tan inmortal como
inalcanzable. El poeta mayor, Virgilio, va adelante. Dante lo sigue. Sin dejar
de encontrar, a cada paso, entre la borrasca interna y la que lo circunda,
“nuevos pesares, nuevos castigos y verdugos nuevos”.
Antes que Sartre, que hizo encarnar el infierno en los
otros, antes incluso que T.S. Eliot, quien no dudó en asumirlo bajo la fórmula:
“el infierno es uno mismo, y es solitario”, antes que ambos, un sueco, August
Strindberg, escritor genial, alquimista desorbitado, misógino condenable,
decidió andar por él mismo la saga infernal que Dante alegoriza, y pagar con su
propia salud mental tal osadía.
Figura de talento incuestionable, Strindberg transita
el final del siglo XIX bajo el influjo de esa época, apenas menos rauda que la
nuestra. Todo está en todo, dicta en su Antibarbarus,
su declaratoria existencial. A su naturaleza habita, por igual, el espíritu de
la contradicción, el talante del visionario y la inacabable tormenta boreal de
su condición paranoica.
En 1896, al borde del nuevo siglo y cual testimonio de
su propio desmoronamiento emocional, el gran autor sueco vuelva a la ficción
con una novela excepcional, Inferno.
Espejo de sí y de los otros, Strindberg representará desde entonces, a cada ser
que pregona la vida como encadenamiento de conjuras.
Se dirá que quien como Strindberg vocifera la seguridad
de la conjura, ha de terminar siéndole insoportable semejante modo de vivir.
Mas no es tan simple. Si como se ve en Inferno,
tales figuraciones de conjura continua, son a la vez efectivas infusiones de
líquido vital.
Quien se vive perseguido, vive. La confabulación
imaginaria le ofrece por fin un orden. Sentido al mundo exterior. Alivia el verdadero recelo: su desorden interior.
Si borrasca es el infierno, vivencia permanente será en
aquel que, viendo en la conjura la razón de su cruzada, intenta sustentarla en
la promesa de limpiarlo todo de inmundicia. Deshacerse de impurezas, dice. Hasta
deshacerse, finalmente, de sí mismo.
Se verá.
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