lunes, 9 de julio de 2018

Ondaatje: El cuerpo y la geografía de la memoria




Identidad y alteridad en El paciente inglés de Michael Ondaatje: 
El cuerpo como una geografía de la escritura o el lector como detective en el desierto de la memoria



            “Caí en el desierto envuelto en llamas”. “¿Quién eres?”“No lo sé. No dejas de preguntármelo”, responde él. “Dijiste que eras inglés”, le dice ella  (Ondaatje 12-13).[1]
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            Michael Ondaatje, cuyo origen, en parte, es holandés, nació en Sri Lanka, luego estudió en Londres y desde hace más de 20 años radica en Toronto, Canadá, donde escribió en 1992 una novela a la que tituló The English Pacient. Recientemente, la homónima versión fílmica lo ha lanzado a la fama mundial. No deja de ser paradójico que uno de los autores que mayor atención reciben hoy como parte de la narrativa canadiense, sea, precisamente, un canadiense que no lo es del todo; aunque tampoco, está claro, se entederían cabalmente sus preocupaciones y ocupaciones narrativas, sino lo fuera del todo.
            La narrativa que Ondaatje propone en textos previos como Running in the Family o la novela que antecedió al Paciente inglés, In the Skin of a Lion, en la que presenta a personajes que luego reaparecerán,  habían ya, desde algún tiempo atrás, ocupado el interés de parte de la crítica. Esto se explica porque su literatura se sitúa en  el cruce de renovadas estrategias narrativas, originales ubicamientos del lector y un horizonte de codificaciones culturales en el que están presentes preocupaciones acerca de procesos como la disolución de las identidades nacionales, la relación entre el centro y la periferia, el yo y el Otro, la voz de los sin voz, el descentramiento, etcétera.
            En el marco de esta ponencia, me interesa resaltar esta relación tripóide entre lo qué se cuenta, cómo se cuenta y la refiguración de este proceso ficcional a partir de la problematización de la escritura, la lectura, la memoria y el cuerpo como una geografía en la que el yo y el Otro se entreveran, se constituyen y reconstituyen sobre un plano dinámico y multidireccional en el tiempo.
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            Icaro prometeíco, un hombre cae en el desierto envuelto en llamas. Desfigurado, o, para usar el término del que se vale Ondaatje: defacement, este hombre, piloto, explorador, cartógrafo, va a dar a las ruinas de un hospital en el norte de Italia, donde será atendido por una enfermera. Son los últimos meses de la Segunda guerra mundial.
            Entercados en no abandonar la vieja casona, excovento de San Girolamo, habilitada como refugio hospitalario, el paciente y la enfermera se quedan solos. Para entretenerse ella lee, él escucha. Poco a poco, él comenzará a intentar contar su historia, tratará de leer en el agua anegada del pozo de sus recuerdos. Llegarán, al pasar el tiempo y las hojas, otros dos personajes: Caravaggio, ladrón mutilado y conexión con In the Skin of a Lion, y Kim, un sij especialista en la desactivación de bombas. Los cuatro formarán un mosaico en el que el único que no tiene nombre es el inglés.
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            El, sin nombre, recuerda, reflexiona y dice:
Cuando somos jóvenes, no nos miramos en los espejos. Lo hacemos cuando somos viejos y nos preocupa nuestro nombre, nuestra leyenda, lo que nuestras vidas significarán en el futuro. Nos envanecemos con nuestro nombre, con nuestro derecho a afirmar que nuestros ojos fueron los primeros en ver determinado panorama... Al envejecer es cuando Narciso desea una imagen esculpida de sí mismo (Ondaatje 143).
Ella, es la enfermera, escucha y calla, pero tiene nombre; se llama Hana. “Hana se inclinó hacia adelante, al sentir su desvarío, y lo contempló sin decir palabra” (142).
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            Incógnito, sin darse a conocer, sin ser conocido, asumiendo en activo o pasivo el desciframiento negado de su procedencia, un texto sin firma, podemos convenir, se torna en un rostro sin nombre. Mas, y he aquí el mecanismo que aseguró a los textos míticos su eficacia en cuanto interlocutores entre los dioses y los hombres, ese rostro incógnito es todos los rostros. Al despojarse de sí, se apropia de un carácter universal que lo trasciende.
            De sobra se sabe que el vuelco que significa la aparación de la firma del autor, sobrevino en la historia cultural de occidente al arribo del Renacimiento. El autor, al darse nombre, firma, no sólo vinculó su propio nombre-rostro al texto de modo imperecedero, sino además se erigió como un refrente reconocido y ubicable para el lector. Este, el lector, sin abandonar su rol de escucha incógnito se incorpora a un proceso de reconocimiento en el que, a la luz del nombre que signa el texto, buscará las pistas de su propia existencia. Como afirma el historiador Ilán Semo al analizar este proceso: “El nombre del que habla y escribe se volvió la máscara de la razón” (141). A su vez, el nombre del que escucha y lee, al vincularse al rol de ser representado, se volvió la máscara del silencio.
            Ese nombre, el de aquel que habla y escribe, se mira a sí mismo bajo el arco de una responsabilidad y una certeza. La primera, consiste en asumir que se escribe para el Otro y frente al Otro. Lo que también se ha llamado el síndrome de los escritores de la Ilustración: “el que habla y escribe por el otro, en nombre del otro y que asume (y se aporpia de) su representación en el mundo de lo pensado” (144-145). En una dirección concurrente se piensa que no nada más se debe apropiarse, representar al Otro, sino que esto es posible. Esta es la certeza.
            En esta nueva organización del imaginario, el libro pasa de ser la puesta en signo y símbolo de la revelación, a constituir una suerte de espejo de agua, de reflejo del reflejo, en el que el lector acaricia un doble espejismo: el de él mismo y el que contiene lo que ha quedado, en forma de vapor suspendido, halo de autoridad, del autor. El lector repta, se escabulle entre los claroscuros de este limbo brumoso, y piensa, se piensa, elabora, observa y ordena el mundo a través de los objetos previamente pensados, observados y ordenados por otro: el autor(idad).
            Si el texto sin firma es el rostro sin nombre, que nos queda pensar: ¿Que, acaso, el rostro sin nombre sería, por equivalencia, el rostro que es todos los rostros, el texto que es todos los textos?
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            El paciente inglés está configurada de tal modo que los personajes continuamente se hallan frente al imperativo de reconstiuir su identidad a partir de ese momento en el que “la única forma de sobrevivir es excarvarlo todo” (Ondaatje 47) de “buscar entre las formas desaparecidas” (44) de un pasado casi imaginario contemplando su propia lejanía, al final de una guerra, cuando “apenas si quedaba un mundo a su alrededor y se veía obligados a ensimismarse” (44).
            Como si todo lo que quedase fuera una grieta en la arena por la cual se asoman a su pasado, los personajes trazan sus propios mapas sobre la piel de la memoria, del mismo modo que los caminantes beduinos del desierto marcaban sus rutas. Mas, en el desierto, se advierte, es fácil perder el sentido de la orientación.
            Ondaatje, él mismo trashumante, revela en el desierto la alegoría de lo distante y lo disperso. Por contraste, se alza la relación privilegiada que Occidente ha tenido y tiene con el bosque. Dice Deleuze al explicar su idea acerca de esa “otra manera de leer” (39) que es el rizoma:
Es curioso como el árbol ha dominado la realidad occidental y todo el pensamiento occidental, de la botánica a la anatomía, pero también la ontología... y toda la filosofía: el fundamento-raíz, Grund, roots, fundations.[2] Occidente tiene una relación privilegiada con el bosque y con la tala; los campos conquistados al bosque se pueblan de cereales, objeto de una cultura de razas de tipo arborescente... Oriente presenta otro rostro: la relación con la estepa y el jardín (en otros casos, el desierto y el oasis) más bien que con el bosque y el campo; una cultura de tubérculos que proceden por fragmentación de los propios individuos... (29-30).
Los personajes de Ondaatje, son egos imaginarios de caligrafías pequeñas y retorcidas, de rostro desfigurados (el paciente), de cuerpos mutilados, exiliados del mundo legal (Caravaggio) o exiliados del mundo de las órdenes (Hana), de piel carmelita, origen sij y profesión desactivador de bombas (Kim), de moretones como huellas de pasiones, infidelidades y culpas (Katherine), ingleses suicidas, lectores de Ana Karenina (Madox), maridos cornudos, espías de los británicos (Clifton), y un húngaro cartógrafo, erudito de la cultura del desierto, y cuya identificación se logra gracias al ladrón y espía Caravaggio y a las pláticas que sobre explosivos y armas tiene con Kim, el sij, el más diferente entre los diferentes. Su nombre, Almásy, da rostro al paciente.
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             La interacción entre el mundo escrito y el mundo no escrito, entre el mundo del que escribe y el que lee en El paciente inglés, queda subvertida por una desfiguración. Al descentrar el cuerpo, al privarlo del rostro-centro, Ondaatje pone el acento en el cuerpo humano como la significación de una condición cultural particular.
            El cuerpo quemado del piloto es la alegoría de un mapa, chamuscado e intrasitable, en el que lo único que queda es un archipiélago de pequeños trozos y trazos que deben ser conectados, reordenados mediante una operación memorística simultánea: la del paciente y la de Hana.
            Ambas memorias intentan reconstituir “el espacio entre” en este mundo lleno de islas en el que se ha convertido el cuerpo del inglés. Una errancia en la que uno y otra van reconstituyendo su propia identidad a través de la imaginación del Otro.
            Esta “continua de identificación”, para utilizar un término de Homi Bhabha (203), puede ser resumida en el poema de Adrienne Rich al que el mismo Bhabha ha dedicado un ensayo:
Sola, tú no puedes vivir en mí
tú no puedes vivir sin mí
yo no puedo ser restaurado ni armado
yo no puedo ser todavía    yo estoy aquí
 en tu espejo      apresado entre uno y otro costado tuyo
intrusivo, inapropiado resplandor amargo (202).[3]
Amargo sabor el del cuerpo renegrido del paciente, es la constatación de una memoria diaspórica que halla en el desierto una textura de móvil infinitud que nos sitúa en la alegoría de una hoja en blanco. Un territorio a la espera de ser “descubierto”. Un espacio entre, una hoja intermediaria, para articular la escritura y la lectura de la historia que siempre ocurre por vez primera.
            Porque nada, a final de cuentas, puede ser reparado, restaurado, rehecho del todo: I can´t be restored or framed. No puedo ser restaurado. Nada puede ser repegado y todo está condenado, de antemano, a ese destino. Son los pedazos de una taza que se ha roto. Al repararse, las líneas de pegamento, esas marcas que quedarán entre un trozo y otro surgirán como la frontera que une y separa a la taza del pasado y la taza reparada del presente, como la invocación del accidente.
            Homi Bhabha propone una segunda lectura en la que se incorpora parte de un verso anterior, para subrayar  el poema de Rich desde la voz de la memoria:
La memoria habla[4]:
Sola, no puedes vivir en mí
tú no puedes vivir sin mí...
yo no puedo ser restaurado ni armado
yo no puedo ser todavía     yo estoy aquí
en tu espejo      apresado entre uno y otro costado tuyo
intrusivo, inapropiado resplandor amargo.
Cuando la memoria habla aquí, dice Bhabha, lo importante de lo que hay no es la idea de un yo de diversidad ilimitada, sino un yo que ocupa un espacio de ambivalencia (205).
            Esa búsqueda se despliega sobre una intensidad en la que la identidad se va construyendo y corrigiendo. Dibujando un croquis en la memoria se busca al extraño, al Otro, para descubrir el reflejo de nuestra elección, de nuestra ambigua condición de existencia. Ese es el sitio donde ocurre lo que Laura di Michele llama la “conquista de la identidad de la diferencia.  Es el lugar donde la pugna entre el yo y el Otro se enciende” (158).[5] Se traza sobre una espejo oscuro sobre el cual se escribe y se lee, se lee y se escribe. Un espejo oscuro, una piel renegrida, que es una metáfora abierta: ligthness or ligthing, levedad, ligereza; relámpago, deslumbramiento.
            Un hombre que cae envuelto en llamas en medio de una hoja en blanco, la irrupción violenta sobre la tersura abandonada del desierto: cae, tan leve como una pluma que destella, un trozo de metal incandecente, como la cabina de un avión, como la punta de oro de una pluma fuente; el hombre cae del cielo y se torna un relámpago humano, un deslumbramiento.
***
Por la noche, nunca estaba lo bastante cansado para dormir. Ella le leía pasajes de cualquier libro que encontrara en la biblioteca del piso inferior. La vela parpadeaba en la página y en el rostro de la joven enfermera y apenas dejaba ver los árboles y el panorama que decoraba las paredes (13).
Ondaatje coloca su novela como una historia para ser escrita y contada en un libro que (también) trata sobre libros. La casona ha resguardado una biblioteca de la que Hana va sacando libros al azar. No hay un propósito de acumulación de conocimiento alguno, simplemente los toma y algunos los lee a solas, otros con el paciente, y otros más le siven para reponer peldaños que la escalera ha perdido.
            Así, se despliega una estrategia narrativa en la que, por supuesto, se marcan conexiones e intertextualidades, pero además, que es eso lo que interesa a las ideas que venimos siguiendo, el libro ocupa su sitio como imagen del orden de las cosas que pueblan el mundo. No sólo como receptáculo del proceso escritura-lectura, acercamiento-distanciamiento, no sólo como objeto cultural que se configura de acuerdo con un pre-texto, sino, fundamentalmente, como la postulación de una figura del mundo en el que la noción de discontinuidad y  fragmentación del orden ocupan un centro que no termina de serlo en el sentido convencional del término.
            Por medio de la intervención del componente azarístico, se redefine la idea del mundo que subyace en la novela a partir de subvertir tanto el proceso de escritura como el de lectura. Al llegar a San Girolamo, al paciente lo acompaña un libro. Es Herodoto. Durante sus trayectos en el desierto, entre las páginas del libro, el paciente fue intercalando pedazos de mapas, dibujos, pensamientos y anotaciones cada vez que comprobaba un hecho que el texto narra y que a él le había parecido una mentira.[6]
            Por otro lado, en algún momento de la historia, Katherine, quien luego será la amante del inglés, lee, al calor de una fogata, y para nada más que pasar el tiempo en una noche en el desierto, un pasaje, uno de los más conocidos, del libro de las Historias de Herodoto.  Ella, mucho antes del romance, elige leer el pasaje en el que se cuenta cómo Giges, instigado por Candaulo, el rey, primero posa sus ojos sobre la desnudez de la hermosa reina. Luego, descubierto por ella, ésta lo coloca en la disyuntiva de matar al monarca o morir. Giges mata a Candaulo y se queda con la reina y el reino por muchos años.
            La lectura como escritura imaginaria del futuro, como premonición del pasado. No es, como lo dicta la ordenación dicotómica del mundo la tensión entre el pasado y el presente o entre el presente y el futuro lo que determina la naturaleza de los hechos, sino una permanente imbricación en la que predomina una estructura de continuidad y ruptura, reconstitución y fragmentación, causalidad y casualidad, memoria y deseo, fundidos, confundidos.
             En la idea de Ondaatje, la relación que se establece entre el lector y el texto se instala sobre una línea en la que, paradójicamente, es la linealidad convencional del tiempo la que queda abolida, y emerge una imbricación temporal en la cual el pasado corrige al presente tanto como éste reemplaza a aquél. Es el presente el que modifica el pasado, el que lo sanciona. Hay una ficción de la anterioridad y una adivinación del presente en el futuro.
             Mas, cuando Katherine muere y él no puede salvar (la) (se), siguiendo la ruta que Derrida propone al relacionar la memoria y el duelo, el paciente pareciera reconocer (es un decir) que, como la propia novela postula: la muerte significa estar en tercera persona, y no tiene más que
esa otra alegoría, incluyendo todas las figuras de muerte con que poblamos el ‘presente’, las cuales inscribimos (entre nosotros, los supervivientes) en cada huella (también llamadas ‘supervivencias’): esas figuras tendientes hacia el futuro a través de un presente fabulado, figuras que inscribimos porque pueden sobrevivirnos, más allá del presente de su inscripción: signos, palabras, nombres, letras, todo este texto cuyo valor de herencia, tal como lo conocemos ‘en el presente’, prueba su suerte y avanza, de antemano ‘en memoria de...’(70)
Instalado en el punto de mira que significa esa tercera persona, al recontar desde la memoria, su memoria, su otro cuerpo, también necesitado de ser (re)constituido, al paciente se le revela una senda en la que el primer paso suele ser el azar. Herodoto, reza la cita, expone su historia para “que el tiempo no desdibuje las creaciones de los hombres...” (Ondaatje 230). La memoria del paciente, empero, trazadora de mapas, necesita desdibujar sobre la arena para volver a dibujar el dibujo desdibujado, sólo que ahora, en la sobrevivencia del pasado, sólo puede hacerlo desde el deseo.   
            Este deseo, promesa de la evocación de un nombre que sobrevivirá al “nosotros” disuelto por la muerte, alegoría de su no muerte al lado de Katherine, confirma su elección de nómada, de contador de historias apócrifas, de tripulante de un viaje en el que, se nos explica, “sólo al deseo se debía que la historia errara, vacilase como la aguja sin brújula...Una mente viajando por el Este y el Oeste disfrazada de tormenta de arena” (237).
            En medio de ese trayecto frenético sobre la pista de un tiempo desdibujado, el paciente, desesperado buscador de lo que del otro queda en sí, de lo que de sí queda en la muerte del otro, ofrece: “Dadme un mapa y te construiré una ciudad”, de la misma manera que alguna vez Fausto suplicara a Mefistófeles: “Dadme tan sólo un nombre y te contaré mil historias” (Semo 147).
***
            Cuerpos insomnes, trozos de piel llevados por el aire del desierto, las historias van entretejiéndose, pero no en un diagrama vertical del cual es posible desprender la rama superior y la raíz. La comprensión del pasado re(con)figurado a través de la escritura-lectura, tanto del lector empírico como de los mismos personajes, se perfila como esos garabatos que siempre aparecían en las bombas que Kim debía desactivar.
            Kim, el lector-decifrador-adivinador, especialista en desactivar explosivos, el sij que se enrollaba el turbante “afuera, en su jardín,[7] al tiempo que contemplaba el musgo sobre los árboles” (211), el que no tenía espejo, es también el que puede leer entre el laberinto de cables que corren y se conectan bajo la tierra.
            Como esta multiplicidad de cables de colores camuflados, trastocado su código de reconocimiento, irreconocibles, los personajes de El paciente inglés pueblan un mapa en el que se conectan las historias de lo propio con la del Otro en un punto cualquiera en trazos que no remiten, necesariamente, a un crecimiento arboreo del relato.
            Sus voces se expanden, conquistan y (re)constituyen su pasado y el del Otro sobre un plano siempre modificable de temporalidad. De allí que la novela se interrumpa en el imaginario abrazo de Hana y Kim, muchos años después de su encuentro en San Girolamo. El es médico y vive en la India, ella ha regresado a Canadá. Una tarde, retornan “por el aire” (288) hasta la colina italiana: la simultaneidad del recuerdo mutuo, al evocar al Otro reconstituye al yo.
            Las historias que cuenta Ondaatje se desmontan sobre sí mismas, se modifican, se corrigen continuamente en un juego de entradas y salidas múltiples. Como la morfina que solía correr por el cuerpo del paciente y que implosionaba “el tiempo y la geografía del mismo modo que un mapa comprime el mundo en una hoja de papal de dos dimensiones” (159).
            El mundo desplegado por el texto se torna la escritura de lo que del Otro ha quedado en el yo que se reconoce en el nosotros. Una escritura que, sin embargo, apenas sucede en su paso raudo, se marcha como hace un soldado extranjero, luego de colocar una bomba: barriendo tras de sí sus huellas con ayuda de una rama. ¿Qué nos queda de la huella sin forma que el pie del hombre marca en la arena del desierto?
            Aun más, qué queda cuando el presente irrumpe con estruendo en forma de amor y todo lo anterior queda destruido, desmembrado porque ahora se ve desde una nueva perspectiva. Porque la novela de Ondaatje, a final de cuentas, lo que narra es una y todas las historias de amor.
            Escribe el paciente en su diario: “Una historia de amor no versa sobre aquellos cuyos corazones se extravían, sino sobre quienes tropiezan con ese hosco personaje interior y comprenden que el cuerpo no puede engañar a nadie ni nada: ni la sabiduría del sueño ni el hábito de la cortesía. Es un consumirse de uno mismo y del pasado”. Escribe Almásy, el paciente, el nómada. Escribe sobre la arena del desierto, entre divagaciones y navegaciones, como un deseo en un sueño, el pliegue en la esquina de papel de un libro; escribe sobre la arena y, juntando las piezas de un espejismo, traza un mapa-placenta; mas pronto se cerciora de que “el desierto no (puede) reclamarse ni poseerse: (es) un trozo de tela arrastrado por los vientos” (Ondaatje 140).
            Quedarán entonces, sólo las palabras, “porque así son las palabras...tienen poder”(224), se erigen  como una grieta cicatriz por la que asoma un mundo, como la marca de una segunda piel que sobrevive a la primera. Dentro de ellas, un nombre inscrito en la sobrevivencia de una piedra blanca que, como una novela,  “es un espejo que se pasea por un camino” (93).

Tlacopac, San Angel, octubre mil novecientos noventa y siete

Bibliografía citada
Bhabha, Homi. “unpacking my library...again”. The Postcolonial Question, Iani Chambers & Lidia             Curti (Eds.), New York: Routlegde, 1996. 199-211.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. Rizoma: Introducción. México: Premiá, 1978.
Derrida, Jaques. Memorias para Paul de man. Barcelona: Gedisa, 1989.
Ondaatje, Michael. El paciente inglés. Carlos Manzano (Trad.). Barcelona: Plaza y Janés, 1995.
Michele, Laura Di. “Identity and alterity in J.M. Coetzee´s Foe. The Postcolinial Question...157-68.
Semo, Ilán. “Historia y alteridad”. Fractal. México. Octubre-Diciembre 1997:139-54.








[1]  Todas las citas de El paciente inglés están tomadas de la traducción que propone Carlos Manzano.
[2]  Subrayado en el original.
[3] You cannot live on me alone/you cannot live without me.../I can´t be restored or framed/I can´t be still      I´m here/in your mirror     pressed leg to leg beside you/intrusive inapropiate bitter flashing.
Traducción AT
[4] Memory speaks...
[5] “...the conquest of the identity of difference. It is a place where the struggle between the I and the Other is ignited”. El artículo de Di Michele propone una lectura desde la perspectiva de la identidad y la alteridad a una de las novelas meas significativas para el estudio de lo poscolonial: Foe, del escritor sudafricano J.M. Coetzee.
[6]  El subrayado es mío.
[7] El subrayado es mío.

sábado, 17 de marzo de 2018

Terry Eagleton: niebla

¿Esperanza en ruinas?





Hay versiones distintas. Siempre. Lo cierto es que fueron dos cuchilladas.


Pierna y pecho. Enero de 1938. A las puertas de un cine. Dos meses de hospital. Cuando salió, fue a ver al atacante. Un desconocido que no hiló más que: Je ne sais pas, monsieur. Je m’excuse. 

Entre la bruma de las leyendas literarias, el episodio marcó el trazo de una escritura que reveló al mundo la perenne sombra del absurdo.

El herido sin más razón que la nada, se llamaba Samuel Beckett.

La anécdota se transforma rápidamente en epifanía. Y aparece un Beckett capaz de vislumbrar el (casi) inexistente sentido de los actos.

No como equivalencia de locura, sino como desmoronamiento del mundo de las explicaciones. 

Actualiza y transfigura, para el atormentado siglo XX de la guerra y el genocidio, la sentencia que ya Dante había narrado a las puertas del Infierno: Dejen, los que aquí entren, toda esperanza. Tal cual si no hubiere infierno mayor, per se, que una vida a la espera de la nada.

Lúcido a cual más, Terry Eagleton, a su vez, camina desde los territorios de su impecable formación y sapiencia literaria, a los de una crítica cultural aguda, colmada de amplias referencias.

Para internarse en el examen del lugar que en el imaginario contemporáneo ocupa la noción de esperanza, a trasluz de un optimismo chato y banal, y un calculado pesimismo de claro cariz moralista y conservador.

Encadenamiento sin fin de frases que expiran en sí mismas, por una parte; profetas que detestan el tiempo histórico, de la otra.

La negación como signo de época.

Negar el dolor, la muerte; unos. Pero negar también, lo que avanza y despunta, lo que germina y expande; los otros.

¿Cómo construir entonces un sentido de esperanza que no se agote en el infantilismo voluntarista o se fermente a fuerza de una geométrica amargura?

¿Cómo transmutar tales meteoros y nieblas en sabiduría, virtud y nobleza, para “crear desde la ruina de la esperanza todo lo que ésta propone”?, dijera Shelley.

Tal vez, dispara Eagleton, yendo al centro de lo más irremediable. Ese mismo punto al que conduce Mann al final de su Doktor Faustus, sugiere.

Ahí donde la esperanza semeje una última nota sólo perceptible para el espíritu.

Donde el silencio y la muerte, se tornen una luz en la noche.  Al servicio de los vivos. Radicalmente vivos.

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sábado, 3 de marzo de 2018

Lucien Jerphagnon: calamitatum

El Pesimismo, una breve historia





De antes del amor. 

No existía Eloísa aún en su vida, y con ella una de las historias de amor más legendarias de occidente. 

Es el año 1132, corren vientos milenaristas aún y se escucha también todavía el eco autobiográfico de San Agustín. 

Una década antes de morir, Abelardo publica ese gran documento de diálogo con la conciencia que sigue siendo su Historia calamitatum.

Sombría ha de ser toda lucidez, dicta todo pesimismo. Una colección de infortunios es toda vida. 

Todo tiempo pasado mejor y solo la muerte del presente, y al final, la muerte en sí, traerá el descanso, el alivio. 

Desconfiar; siempre. Buscar la trama oculta, el ardid no revelado. 

El pesimismo es, quedará asentado, por antonomasia, la prueba irrefutable de una sofisticada inteligencia. Se cree. Se asume. 

Paradójica ingenuidad.

“Me vacunaron pronto contra el optimismo crónico y los accesos agudos que a veces pueden aquejarle a uno sin preaviso”, narra el filósofo e historiador del pensamiento Lucien Jerphagnon, en el pequeño y fulgurante volumen que dedica a esta tradición. 

Una mínima historia calamitatum, dice él mismo, aludiendo a Abelardo.

Qué une a Sófocles con Malraux o Luis XVIII, se concluye, si no ese sentimiento de desamparo colectivo que el pesimista intenta cifrar en palabras. 

Que el irrebatible conflicto con el presente, con el tiempo, su devenir, sus insuficiencias y excesos.  

Y sin embargo, tal cual alumbra Jerphagnon, es la escritura en sí ya un acto en sentido contrario de la desesperanza como absoluto.

La sabiduría nunca es alegre, advierte a su vez Szymboska, mas hace ver de modo simultáneo, que no hay nunca desesperación que no contenga una leve esperanza. 

Así, es cierto que el pesimista busca en lo leído hallar el retrato del mal que le aqueja o compañía para lamentarse. 

Pero lo es también que al leer(se) o ser leído, así sea en el flagelo, o porque es en él, le alumbra la certeza de saberse acompañado. 

De sentirse un poco menos solo.

No resulta extraño, sin embargo, que frente al pesimismo de hondo calado al que Jerphagnon dedica su elogio, se haya instalado en una época dominada por la vorágine y la soledad, la nuestra, un ingenuo asumir que toda sospecha es una fuente de lucidez casi incuestionable. 

De creer que se ha hallado en la desconfianza un modo casi motivacional de la existencia.

Casi. 

Por fortuna, sólo casi.

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sábado, 24 de febrero de 2018

Yourcenar: Ceguera

Colores del cielo





Ovoide. Ácido. Corteza. Cáscara. Aroma. Leñoso vegetal. Sembrar. Reproducir lo que quedará. 

Persistencia del aroma, la memoria entera.

Mucho más antigua de lo que suponemos es la idea de que es en las cosas, y no en quien las mira, donde residen los valores de éstas. 

Forma de la existencia convencida que todo deviene de afuera.

Para los platónicos, como se sabe, de los objetos emanaban “partículas” a las que nombraban llamas. 

Éstas, a su vez, encendían las llamas propias de nuestro ojo, generando el flujo visual del que era posible reconocer los colores.

Los nombres de Newton y Young, siglos más tarde, darán un vuelco a este planteamiento y pondrá el acento en la luz. 

Es en ella, y no en la cosa misma, donde el color existe y se reconoce.

Para quienes aún empeñan sus esfuerzos en construir castillos sobre la arena de las dicotomías, blanco y negro, irreductibles, es una en la que más cómodos se sienten. 

El pensamiento complejo, en cambio, ama, siembra, ara y cosecha sobre el surco de los matices.

La policromía del arte, bajo ese tenor, no es cosa de los colores que le componen, sino de los sutiles pliegues de la existencia que es capaz de dejarnos avizorar. 

Diestro homenaje a esa capacidad para comprender el color como sino de un vivir hondo, es la pequeña obra maestra de Marguerite Yourcenar titulada, justamente, al amparo de un color: Cuento azul.

 Yourcenar tiene el privilegio de reconocer muy joven cuál es su vocación. No es un quehacer; es una postura. 

No es un hacer, sino un mirar, una toma de postura. La renuncia a lo monocromático de la tozudez que insiste en que sólo hay dos caminos.

Al artista verdadero, en cambio, le acompaña la fascinación por las certezas parciales, múltiples, fragmentarias. 

Diseminadas por aquí y por allá como polvo de color.

Escrito durante los años treinta, Cuento azul, trenza el destino de un grupo de comerciantes europeos en su ir y venir a Oriente, con un mundo de olorosos humos coloridos.

Mezquitas deslumbrantes; cuerpos tan blancos que sirven de fanales a un barco.

Relato envuelto en lo que Keats llamara “la belleza matinal”, Cuento azul es a su modo, muchos años antes, también, narración de un mundo en común entre Oriente y Occidente. 

Se mueven mercancías a la par que personas, lenguas, verdades y sueños.

No es quien no tiene nada, el que perece, traza Yourcenar. 

Lo pierde todo, aquel que entre la ceguera del negro que lo habita, extravía el recuerdo del color del cielo. 

Los colores del cielo. 

En plural.


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