El Pesimismo, una breve historia
De antes del amor.
No existía Eloísa aún en su
vida, y con ella una de las historias de amor más legendarias de occidente.
Es
el año 1132, corren vientos milenaristas aún y se escucha también todavía el
eco autobiográfico de San Agustín.
Una década antes de morir, Abelardo publica
ese gran documento de diálogo con la conciencia que sigue siendo su Historia
calamitatum.
Sombría ha de ser toda lucidez, dicta todo
pesimismo. Una colección de infortunios es toda vida.
Todo tiempo pasado mejor
y solo la muerte del presente, y al final, la muerte en sí, traerá el descanso,
el alivio.
Desconfiar; siempre. Buscar la trama oculta, el ardid no revelado.
El
pesimismo es, quedará asentado, por antonomasia, la prueba irrefutable de una
sofisticada inteligencia. Se cree. Se asume.
Paradójica ingenuidad.
“Me vacunaron pronto contra el optimismo crónico y
los accesos agudos que a veces pueden aquejarle a uno sin preaviso”, narra el
filósofo e historiador del pensamiento Lucien Jerphagnon, en el pequeño y
fulgurante volumen que dedica a esta tradición.
Una mínima historia calamitatum,
dice él mismo, aludiendo a Abelardo.
Qué une a Sófocles con Malraux o Luis XVIII, se
concluye, si no ese sentimiento de desamparo colectivo que el pesimista intenta
cifrar en palabras.
Que el irrebatible conflicto con el presente, con el
tiempo, su devenir, sus insuficiencias y excesos.
Y sin embargo, tal cual alumbra Jerphagnon, es
la escritura en sí ya un acto en sentido contrario de la desesperanza como
absoluto.
La sabiduría nunca es alegre, advierte a su vez Szymboska,
mas hace ver de modo simultáneo, que no hay nunca desesperación que no contenga
una leve esperanza.
Así, es cierto que el pesimista busca en lo leído hallar el
retrato del mal que le aqueja o compañía para lamentarse.
Pero lo es también
que al leer(se) o ser leído, así sea en el flagelo, o porque es en él, le
alumbra la certeza de saberse acompañado.
De sentirse un poco menos solo.
No
resulta extraño, sin embargo, que frente al pesimismo de hondo calado al que Jerphagnon
dedica su elogio, se haya instalado en una época dominada por la vorágine y la
soledad, la nuestra, un ingenuo
asumir que toda sospecha es una fuente de lucidez casi incuestionable.
De creer
que se ha hallado en la desconfianza un modo casi motivacional de la
existencia.
Casi.
Por fortuna, sólo casi.
@atenoriom
antoniotenorio.com
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