Una pequeña piedra bajo la lengua
También hay que traducir sonrisas,
señora mía.
Milorad Pavic
Hay
ciudades así. Crucigrama. Jeroglífico. Ciudades que hay que traducir, como si
esto fuera posible. Ciudades en femenino y masculino. Ciudades ramificación de
lo enramado, de lo entramado, de lo entre amado. Ciudades que son nodos de cruce
infinito. Mapas para los cuales no importa por que doblez o línea se entre, se
estará siempre en el centro. Ciudades, personas, personajes, historias que como
el propio centro van desplazándose, cual nubes, cual ríos, cual tiempo dentro
del tiempo: sueños de ciudades que son sueños.
Y
serán presagio, éstas, se pregunta uno como si fuera posible responderse
semejantes cuestiones, ¿consumación o recuerdo? Incitación o fatalidad. Y serán
ellas mismas las ramificaciones, todas, del tiempo y sus vericuetos. ¿En cuál
de ellas, si acaso se pasa por ahí, quedará cifrado el último amor? ¿En qué
rincón pluvial, en que entrecalle, sobre cuál de sus baldosas se inscribirán
las marcas de aquella vez que, sin saberlo nosotros, estamos amando por última
vez?
Nacido
en 1929 en Belgrado, el extraordinario novelista, traductor, académico,
cuentista, historiador literario, Milorad Pavic decide situar El último amor en Constantinopla,
evocando una ciudad que es real y onírica, simultáneamente, verdadera en su trazo,
infinita en el devenir de esta ciudad, hoy llamada Estambul. La ciudad del
entrecruce perpetuo, del coincidir amoroso lumínico, del destiempo fatal de lo
que siendo eterno es fatalmente finito.
Por
eso no extraña que dentro de la amplia bibliografía de Pavic, quien saltó a la
palestra mundial con el fenómeno que entre muchos jóvenes lectores significó la
originalidad, audacia y belleza en el discurrir del lenguaje de El diccionario Jázaro, Constantinopla,
la ciudad de Constantino, la que debió unir a latinos y cristianos, y vio abrirse el mundo, dos mundos, uno por cada
orilla de su río majestuoso, sea el centro de un espiral que recoge y mezcla,
caudalosa, personajes, lugares, hechos históricos de distintos periodos.
El
último amor en Costantinopla, cuenta la historia de dos familias militares
enemigas durante las guerras napoleónicas (1792-1815). Los Opujic y los Tenecki. Al igual que los
grandes indagadores del alma humana, Pavic sabe y reconoce que la relación
entre historia y literatura está signada por el modo en que una circunstancia
histórica, que por definición se asemeja a otras pero es esencialmente única e
irrepetible, acaso como el amor mismo, tiende su sombra iluminadora como
condición existencial, y no texto paralelo o didáctica de los hechos, sobre
personajes cuyo actuar está condicionado tanto por cómo son arrastrados por ese
devenir inevitable, como en tanto, esos mismos personajes resisten, se rebelan,
luchan por imponer sus decisiones, sus pulsiones e intuiciones sobre el mar de
la historia humana que a todos terminará por olvidarnos tarde o temprano.
Como toda novela de amor, la de Pavic es una
historia de encuentros y desencuentros. El accidentado trayecto de vidas que, en este caso, desemboca en Constantinopla. La
ciudad madre de los secretos que partieron al mundo en Oriente y Occidente, el
río que une y divide, el fluir permanente reflejo de la ciudad que permanece y
la que transita. Así, Jerisena Tenecki y Sofronije Opujic, enamorados, vencen
obstáculos y van construyendo su destino como si una mano guiara sus encuentros
y desencuentros, sin más guía que el deseo, esa hambre pequeña que habita bajo
el corazón, dice poéticamente Milorad Pavic.
Parafraseo
el legendario principio de Ana Karenina,
todas las ciudades, todos los amores, terminan pareciéndose entre sí, así sea
un poco. Es en sus secretos, en lo que guardan, en lo que callan con su decir,
donde cada una es transtemporal a su modo, eterno a su manera. Hay ciudades, como Constantinopla en la que
hay que saber que debe llevarse una pequeña piedra bajo la lengua, para que se
abra ante nosotros, cuenta Pavic. Hay amores que solo pueden serlo a fuerza de
su imposibilidad, esa es su condición profunda y secreta.
Bizancio-Constantinopla-Estambul. Tres ciudades y una sola. Ciudad de arribo y ella
misma viajera en el tiempo. Como si lo que es el poder y la guerra a los
frágiles destinos humanos, fuera la fuerza de la narración y de la palabra
sobre el cuerpo y las pasiones de sus personajes, Pavic torna a la urbe como el
punto de llegada y revelación de lo secreto. Es decir, de acuerdo con esto
último, el conocimiento que se tiene del secreto que ha sido resguardado, el
comienzo. La historia de amor de estos dos personajes no comienza, para el
lector, no es historia como tal, sino hasta que se termina de leer, entonces,
puede, como en la vida, doblarse el envés y mirar la figura en el tapete
completa.
En
tanto, mientras los personajes van viviendo y no son historia aún, porque el
amor como la escritura solo es mientras es, tres imperios se suceden entre a la
Mezquita azul y la Basílica de Santa Sofía. El Imperio Romano de Oriente, el
Imperio Latino y el Imperio otomano. El poder político cambia de manos, las
fronteras se abren o se cierran, los credos se sustituyen o intentan
aniquilarse uno a otro. Impasible, construida o no, anunciada en el futuro de
lo que sucede en la historia de los hombres, la ciudad transcurre como se
sucede el amor entre dos seres, bajo el tenue fragor de lo imposible.
Mutar
y permanecer, el dilema eterno. El fluir imperecedero, inevitable. Escribe
bellamente Ahmet Hamdi Tanpinar, el más importante narrador turco del siglo XX
en su obra maestra Paz, dedicada
justamente a su amada Bizancio-Constantinopla-Estambul, al hablar de su
personaje Nuran: “Todas las niñas estaban sanas y eran bonitas. Pero tenían la
ropa hecha un desastre. En un barrio en el que se había alzado el Palacio de
Hekimoglu Ali Baja, aquellas casas de la ruina de la vida, aquellas ropas
pobres, aquella canción le provocaba extraños pensamientos. Seguro que Nuran
había jugado de niña a aquello. Y antes que ella, su madre y la madre de su
madre habrían cantado la misma canción y jugado el mismo juego.
“Es
esta canción lo que debe perdurar. Que nuestros hijos crezcan cantándola,
jugando a este juego; ni Hekimoglu Ali Baja, ni su palacio, ni siquiera el
barrio. Todo puede cambiar, incluso podemos cambiarlo a voluntad. Lo que no
cambiará es lo que da forma a la vida, lo que la marca con nuestro sello”.
Como
Nuran e Ihsan, para Tanpinar en Paz,
Jerisena y Sofronije, para Pavic, la vida es el viaje, el transcurrir, la
ilusión de la voluntad, la esperanza de lo que debe perdurar. Lo que buscamos, lo que nos espera, aquello
que el azar determina como destino de cada uno. La vida es este río, el amor es el cruce de caminos
y la desembocadura de ríos donde somos lo que somos y somos también el otro, en
el otro. El pasadizo que nos lleva de un río a otro, de la noche al día, del
día a la noche.
Adicionalmente,
la novela de Pavic tiene un valor relacionado con la propia historia de Serbia,
en particular, y lo que fue Yugoslavia, en general. Imposible pasar por alto
que serbios y bosnios fueron alguna vez esa frontera extendida de Occidente que
luego sería Estambul, al formar parte ambos territorios del Imperio Otomano. Fue
en Kosovo, nada menos, donde de haber ganado la batalla los bosnios la historia
de Europa, y con ella la de la hoy capital turca, hubiera sido muy distinta.
Acaso
por ello, Pavic no arrastra las viejas prácticas exotistas que a tantos y
tantos escritores viajeros hicieron sucumbir al encontrarse en una
Bizancio-Constantinopla-Estambul, que de tan lejana, dice el nobel Orhan Pamuk,
debía, a fuerza de desquitar el trajín resultarles exótica y fascinante. Los
hay de dos tipos. Los que Brodsky y Gide, se refieren con desdén a lo
excéntrico de la cultura que encuentran, o, en palabras de Pamuk: “no paran de
repetir lo bonita, extraña, lo maravillosa y lo especial que es Estambul”.
Sobre
esta misma vía, y en tanto es ésta a la ciudad frontera, inicio y fin de
Oriente (y por tanto, del “orientalismo” de Occidente), bien apunta el pensamiento
siempre esclarecedor de Edward Said: “Oriente es menos un lugar que un topos,
un conjunto de referencias, un cúmulo de características que parecen tener su
origen en una cita, en el fragmento de un texto, en un párrafo de la obra de
otro autor que ha escrito sobre el tema, en algún aspecto de una imagen previa
o en una amalgama de todo eso”.
Dicho
de otra manera, como los escritores se leían, y se leen, entre sí, acota Pamuk,
el asunto pasaba de la belleza o no de los lugares y los paisajes, o el contacto
genuino con la gente de la ciudad, a sobreponer la ciudad imaginada sobre la
ciudad real, o a decidir no defraudar al lector acercándolo a ese mundo tantas
veces refigurado como extrambótico.
Pavic
y su novela, El último amor en
Constantinopla, rehuye concientemente esta tradición literaria, esta
ciudad hecha de palabras que maravillan o defenestran, para internarse en el
laberinto de los misterios del sueño, el tiempo, el amor y el azar. Deja a un
lado, los monasterios derviches en los que los monjes se clavaban agujas por
todo el cuerpo, los palacios y su harén, las mujeres recluidas, las manadas de
perros, o la caligrafía árabe que tanto impresionó a Flaubert en el Bazar.
A
diferencia de los viajeros occidentales, aquellos que, en palabras de Pamuk,
adaptan a Estambul sus propias quimeras o sueños de Oriente”, Pavic hace de la
ciudad el sueño mismo. La convierte en un territorio poblado de niebla,
sumergido en los vapores de lo que no estamos seguros nunca de saber si está a
punto de repetirse o de suceder por primera y única vez. A esa mezcla
indescifrable, a ese amasijo de lenguas simultáneas y sobrepuestas, cuales
cuerpos en la entrega, con la que se encuentra Gautier en 1852, y muchos más
antes que él. Una Babel cruzada por un río gutural que mezcla turco, griego,
armenio, italiano, francés, inglés y ladino, la vieja y resistente lengua de
los judíos sefarditas expulsados de España en 1492.
Cuenta el Nobel y se lamenta: "Cuando el Imperio Otomano se hundió y desapareció y la
República de Turquía, indecisa sobre lo que era su esencia, no supo ver sino su
carácter turco y se apartó del resto del mundo, Estambul perdió sus viejos días
de victoria, ostentación y diversidad de lenguas y todo comenzó a envejecer
lentamente allí donde estaba y a despoblarse, y Estambul se transformó en un
lugar vacío, en blanco y negro, con una sola voz y una única lengua”.
La
ciudad y su secreto espera a los amantes. Ellos a su vez, cuenta Pavic, se
pierden y reencuentran en todas las vidas iguales y distintas sobre las que se
van desdoblando. Ciudad de los viajes en el tiempo y sobre el tiempo, Pavic
propone una preposición más: dentro. Novela, historia de amor dentro del tiempo
en el que cambia y permanece esa ciudad triple y única:
Bizancio-Constantinopla-Estambul.
Viaje
que avanza, retrocede, resiste, cede, se detiene y continua como toda lectura.
Viaje de los amantes que son leídos sin saberlo. Ninguna ciudad es lineal, ni
siquiera el tiempo lo es, traza sin decirlo Pavic; el amor, como el río de todos
los ríos de los dos mundos que es el Bósforo, mucho menos. Azar y necesidad se
entreveran. Historia e historias. Sueño y sueños. Mundo y mundos. Camino y
caminos. Universo de posibilidades, de voluntades, pero no menos de imprevistas
combinaciones, de impulsos súbitos e irremediables destinos.
Y
cual puentes colgantes, como si fuera el de Gálata que une al viejo Estambul
con la zona más moderna y por lo tanto occidental, Pavic propone un juego. El
juego de las cartas que son a la vez, el juego de los destinos de sus
personajes y del orden de la novela. cada capítulo está regido por una carta,
por un naipe. Cada capítulo es una carta: La
Fuerza, El Diablo, La Estrella, La Luna, El Sol, son algunas de las cartas que
aparecen. El lector podrá seguir el orden en que la novela ha sido impresa,
como irrebatible narración de los hechos. Podrá, sin embargo, si así lo desea,
echar tiradas y dejar que lo fortuito determine la disposición de esas vidas
imaginarias.
Y por qué no, por qué no puede una novela así
termina regida por el azar, si el amor, el amor antes que suerte, es pura
adivinación, cual ciudad que solo existe en los sueños y que al llegar
despierto a ella habrá que adivinarla, encontrar su forma cambiante, su trazo
perenne, su secreto guardado, el último amor que ahí nos guarda y aguarda.
Destino.
Adivinación. Uno en otro. Uno. Primero. Último. Uno. Río. Ciudad. Nodos. No dos. Entrecruzamiento. Ramificación infinita. Luminosa.
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