sábado, 27 de junio de 2015

Johanna Lozoya: Tras la bruma, los monstruos del silencio

Liberar la mirada, dar con los dioses de la espera



Ese océano oscuro y luminoso que es el silencio
Pablo d´Ors

Cuatro minutos con 33 segundos. ¿Cuánto y qué puede ocurrir en ese tiempo? ¿Cuántos amores pueden consumarse o consumirse en tal lapso? ¿Cuántas edificaciones, ciudades enteras derruirse? ¿Cuántas agonías relatarse, cuántos nacimientos? Como si hubiese sido una suerte de Aleph, el que Borges creyó entrever al golpearse con el filo de la escalera, la sincronicidad del mundo, todas sus posibilidades e imposibilidades por fin reunidas, cuatro minutos con 33 segundos, sobrecogidos todos, seguramente, por la eterna afonía de lo primigenio, bastaron a John Cage, el mítico compositor, para reinventar la historia del silencio.

A finales de agosto de 1952, con la complicidad del también compositor e intérprete David Tudor, John Cage estrenó la que tal vez sea su pieza más legendaria: 4’33. Era el 29 de agosto de aquel 1952, cuando Tudor cruzó con seriedad el escenario del Maverick Concert Hall, se sentó al piano y se preparó para tocar. Hasta ahí, todo de acuerdo a lo que la audiencia estaba acostumbrada a ver. Luego, Tudor abrió la tapa, irguió la espalda, acomodó las manos rozando el teclado y antes de la primera nota, o mejor dicho, como primera nota de la pieza, volvió a cerrar la tapa del piano. Así permaneció por 30 segundos. Luego repitió la operación. Abrió y volvió a cerrar. Esta vez 2 minutos con 33 segundos, que correspondían al segundo movimiento. Tudor esperó de acuerdo con el canon de la interpretación, respiró hondo y dejó transcurrir el minuto con 20 segundos del tercer y último movimiento.  El lugar, el pueblo de Woodstock, cerca de Nueva York, en el condado de Ulster; sí, el mismo del que tomaría su nombre, 17 años después, el legendario festival de rock. Entre la provocación estética silente de Cage y el estruendo cultural de la sicodelia de los sesenta, se escribe, así, una buena porción de la historia cultural del final del siglo XX occidental.



Nacida cuatro años antes del Festival de rock de Woodstock y 23 más tarde que el estreno de 4’33, Johanna Lozoya es una arquitecta mexicana (Moscú, 1965), que más que romper los cartabones, que ya no existen, se mueve con brillante inteligencia entre los intersticios de eso que ha dado en llamarse lo transdisciplinar. Acaso, porque su propia venida al mundo haya sido a la mitad de esa década de tornado que fueron los sesenta, acaso porque vio la luz mientras su padre estudiaba medicina en la Universidad Lumumba de la capital soviética, recinto donde en aquella época convergía todos los revolucionarios, asiáticos, latinoamericanos y africanos del orbe, acaso porque su pensar corresponde sentido de realidades sobrepuestas, hay en Lozoya una clara vocación indagatoria y del pensar como espacio confluencia y bifurcación concurrente.

Esa estructura de pensamiento, convertida en estrategia para aproximarse a los fenómenos culturales, sirve a Johanna Lozoya de mirador privilegiado para abordar la condición vociferante de la modernidad, en su libro Los monstruos del silencio. Apuntes sobre la angustia contemporáneo, publicado a finales de 2014 por Taurus. Volumen de ensayos, o apuntes como ella misma les llama, en el que bajo el amplio paraguas de la historia cultural, observa. Para decirlo exactamente con la misma primera palabra con la que abre el primero de sus ejercicios de exploración y discernimiento cultural.



Los monstruos del silencio. Apuntes sobre la angustia contemporánea, está compuesto por seis indagaciones sobre temas que sin repetirse exactamente, comparten el denominador común de una circunstancia vital similar. Forman entre sí puntos para dar con una cartografía de elementos, espacios, conductas, roles y creencias que están inscritas (aunque no necesariamente “escritas”), en el corpus de la condición contemporánea de un mundo en el que “lo que se calla no existe”.

“...amar cosas parecidas a esas ausencias que nos hacen actuar”, cita Lozoya a Rilke en el epígrafe con que abre el libro, no sólo por gran poeta, quizá el más grande en lengua alemana, sino además porque Rilke comparte la suerte de la errancia propia de los contemporáneo, en que nada permanece, en que nadie está en un mismo y solo lugar, al tiempo que devela hacia el interior de las estrategias escriturales de este libro-rompecabezas, al desplazamiento como la brújula que debe portar quien se interna en los planos por los que Los monstruos del silencio mismo transita, a la vez que recomienza. Como lo hiciera Rilke, como lo hace todo aquel que a diario se desplaza, se despedí, se (re)encuentra con ese franco regreso que, dice el gran poeta desde Duino, libera la mirada.




Siglos antes que Cage llevara a cabo lo que para muchos es una de las grandes obras de la música, en tanto la enfrenta y engarza a la vez a su contrario complementario, los griegos, que bien que miraban hacia atrás, tomaron del mito osírico la figura de Horus, dios niño, al que tornaron en Harpócrates, adoptándolo como dios del silencio.

Notable resulta que en la concepción clásica este dios lo sea también en su forma de sol del amanecer o del invierno, aquel que de algún modo aún no termina de ser cuanto puede ser. Horus, según los egipcios, espera el regreso de su madre, Isis, quien ha ido en busca del padre del menor, Osiris. Muerto, desmembrado y lanzado al cauce el Nilo. Horus aguarda, espera y se prepara sin decir nada hasta que, llegado el momento, fortalecido con la espera, vengará la muerte de su padre. El silencio es espera, se revela entonces, renovación, transformación, pero sobre todo, espera.



Observa, interpela Lozoya, en el ensayo que abre el libro y al que puesto por título “Primera nota”. Ya luego se preguntará el lector, a la luz, o para decirlo mejor, “al eco” de lo leído sobre silencio y sonoridades, si se trata de una nota en el sentido de lo escrito o hay deslizado ahí un guiño juguetón que refiere a la primera nota que, en el caso de la obra de Cage nunca llegó, pero en la que en el resto de la historia de la música rompe el silencio, para decirlo en términos coloquiales. Interpela, pues, la autora, usando la segunda persona del singular, tú, sí, tú que me lees, observa, ya, parece implícito, basta de distracciones, no mires, observa.

Sí, “observa la ruidosa práctica de la modernidad. Ese marisma de cambio, de exceso. de velocidad, de corrupta simplonería y de coolness que parece regular el ‘sé tú mismo’...(donde) lo que se calla no existe y que por ello en tu mundo, en nuestro mundo, no tiene forma, ni lugar ni sentido. Pero te diré lo que pienso: te equivocas”, escribe Lozoya rompiendo el arquetipo del ensayo, no tanto por el uso de la segunda persona del singular, sino en cuanto mezcla deliberadamente una estrategia de ficcionalización que suma al imperativo “observa” el descentramiento del lector convencional.



Como siempre ocurre con los mitos, si es que son verdaderos, hay más de una versión. Plutarco cuenta la propia en relación con Horus niño, el antecedente arqueomítico del dios del silencio griego Harpócrates. De acuerdo con Plutarco, en realidad Horus fue engendrado por su padres ya muertos éstos. Ello explicaría el nacimiento prematuro del infante y especialmente la debilidad de sus piernas.

Mas no hay que confundirse, advierte el autor de Vidas paralelas, no es un dios imperfecto, sino más bien una deidad, o la deidad, que corrige y rectifica las opiniones irreflexivas. De ahí, explica, que la fuerza de este dios en su representación gráfica recaiga sobre el dedo que mantiene entre los labios, cual símbolo de discreción, raciocinio, mesura, prudencia y, sumado todo ello, sabiduría.


Pero la sociedad del vértigo autoinducido, de la adrenalina a precio de boleto y salto en bungee, no quiere ser sabia sino saber que puede no serlo y, aun así, o justamente por eso, ser en el instante que se esfuma; o al menos, esa es la ilusión. Discurrir entre el ruido que ensordece, no a quien no puede oír a los demás, sino esencialmente, a quien no soporta escucharse a sí mismo, su angustiosa condición. Eso, al leer a Lozota, se concluye, es lo que hay detrás (de frente y adentro) de ese ruido continuo e inextinguible que acompaña al homo urbanus que no calla nunca.

El “vociferante y persistente laboratorio moderno” que es la vida urbana, escribe Lozoya retomando a Dickens, ha colocado al silencio como puerta de acceso al ruido, por paradójico que pueda sonar (el verbo es revelador, en este caso). “Acceder al ruido es acceder al silencio, ya que ambos parecen estar enhebrados por un mismo hilo y comprometidos en la misma historia...Detrás de la bruma del ruido contemporáneo existe el silencio”.


El cristianismo fue aún más lejos que Plutarco y la representación de Harpócrates dominado a dos cocodrilos y sus bocas gigantes e insaciables que quieren engullirlo. La palabra es. Todo es, después de la palabra. En el Génesis fue la palabra, y el Génesis es la palabra misma, la enunciación. Y sin embargo, ese mismo cristianismo, tal como hace reflexionar el bello libro sobre la historia cristiana del silencio, de Diarmaid MacCulloch, centra parte de su objeto de fe en el testimonio de Pablo a los Corintios, al mostrarse “impotente ante la agonía de Jesús en la cruz (pero reconociendo) que para Pablo y para quienes siguen el camino cristiano, la potestad del crucificado es más potente en su silencioso sufrimiento que en cualquier poder de la vida en este mundo, o incluso en el siguiente”.

Luego de su recorrido histórico desde la iglesia primitiva cristiana hasta nuestros días, y en una línea convergente con la concepción que Lozoya despliega de un silencio que contiene y revela a la voz, las voces, o incluso a la vociferación y el ruido, MacCulloch decide cerrar su libro tomando a préstamo un término del mundo mediático. Los wild-tracks, es decir, aquello que se graba por separado a la toma de la acción, en locación o no, y que se añade después y se sobrepone en la cinta. “El punto sobre los wild-tracks, dice MacCulloch, es entender que cada silencio es diferente y único. Cada uno está cargado de los murmullos del paisaje que lo circundan, contiene, asimismo, lo que ahí han dejado aquellos que han sido parte de ese paisaje, que han entrado en él y siguen presentes en él, conviviendo con el recuerdo de las conversaciones que en el ir y venir ahí han ocurrido. El silencio no tiene por tanto ningún opuesto, y es la tierra sobre la que se da tanto el sonido como la ausencia de éste”.



La primera nota, entonces, y lo digo en cuanto al primer ensayo de Lozoya, pero también en su relación musical, “no es el inicio del sonido, sino que éste proviene del silencio que le precede”. A la manera de Cage, la primera nota, que el compositor norteamericano prolonga y prolonga hasta los míticos cuatro minutos con 33 segundos, es lo que se calla, es el silencio. “El silencio, dice Lozoya, articula las fronteras sociales entre lo permisible y lo prohibido, expresa patologías de la Razón, alberga los terrores íntimos de una sensación contemporánea bautizada con muchos y extravagantes nombres...del silencio surge (irónica paradoja) el mundo encantado de la modernidad: esa irracionalidad vergonzosa y peligrosa que no logramos entender del todo y que, en gran medida, parece escapar a nuestro control”.

En un universo social, personal e íntimo plagado de ruidosa mundanidad, no resulta así extraña la fuerza (gravitacional, le llama Lozoya) que adquiere el silencio. Derivado, asegura, de la profunda angustia que esos mundos encantados de la modernidad, lo no dicho, el envés de la trama de buen comportamiento social, produce en los individuos contemporáneos. “El silencio palpita la omnipresente sensación de amenaza que no logra ser ubicada o marcada, pero que conforma un estado latente de inestabilidad y de alerta individual y colectiva que visibiliza un habitar colmado de (des)encantos”.




La pieza de Cage es, en este sentido, vaticinio, premonición de la sociedad del ruido inconmensurable y omnipresente, no como ausencia de silencio, sino como un silencio que entre la alharaca de altos decibles se ha quedado sin voz, privando a los sujetos de ella, de su propia voz. A 50 años de la primera edición de Silencio (1961), el libro imposible (así lo llamó él) que recoge entrevistas y conferencias de John Cage, y tras recordar momentos claves en la vida de Cage como la invención del piano preparado o su lectura en 1948 de la “Conferencia sobre nada” o tres años más tarde en que Cage comienza a consultar el I Ching para resolver todos los problemas de su vida, el también compositor Kyle Gann prologa la edición de aniversario diciendo: “nada fue tan radical, sin embargo, como la pieza que escribiría un año después usando el I Ching para determinar la duración de las partes, dejando fuera todo sonido”.

La controversia que desata 4’33 es enorme y vuelve a su compositor una celebridad, maldita o aclamada, según la adscripción. De señalar resulta, empero, que el mismo Cage apenas la mencione un par de veces en Silencio, llamándola de pasada como “mi pieza silente”, nada más. Al modo en que años más tarde, Deleuze y Guattari hablaría de una literatura menor y de Kafka como su propulsor, Gann propone que frente al estreno de 4´33, ningún aspecto de la música de Cage, sospecho, ofendió más a los asistentes que haber percibido una renuncia voluntaria, deliberada, a las ambiciones que se suponen deben nutrir a todo gran compositor. Esta desilusión, este alejarse de la seducción desenfrenada, esta voluntad de hacer música divertida, arriesgada y humilde, se vuelve sin embargo en la explicación principal de la gran popularidad que tendrá Silencio.


Ese océano oscuro y luminoso que es el silencio. dice Pablo d´Ors en su breve y resplandeciente Biografía del silencio. En donde mirar es reconocerse y reconocer al otro. Mas en el que observar, como interpela Lozoya, se torna en la comprensión del mundo y del otro. El silencio participa, en esa medida, del ejercicio de una eticidad, sigo a d´Ors, de la atención y el cuidado, en donde el propósito es (re)conocer ese territorio interior en el que vivir sea transformarse en lo que uno es.

Dentro de nosotros hay un testigo, se asegura en la Biografía del silencio, un acompañante que en el silencio atestigua, o debería, la experiencia que consiste en corroborar, cito a d´Ors que aquello de lo que se está apegado, es completamente distinto al apego. O, en otras palabras, que en el dilema permanente que es la vida, hay un devenir más sabio que cualquier discernimiento, y que en ese devenir el silencio delimita los territorios interiores.



No callar porque nadie escuche. Callar para que sea el testigo interior el que escuche, el que se (re)conozca. Ejercicio del apego y desapego, a la vez. El silencio no como la imposibilidad de nombrar, de reservarle ese no-lugar, esa no-existencia a lo que, en palabras de la archiconocida cita de Wittgenstein, no se puede hablar y por lo tanto es mejor callarse. Sino como presencia del ruido, desorbitado e incontrolable mismo, tal cual plantea en sentido inverso Lozoya, como forma primera de decir, con toda claridad, tal cual pretendía Wittgenstein.

Cuatro minutos con 33 segundos, en su gravedad, en su indulgencia, en su humor, en el silencio nos sabemos unos solos rodeados de otros, no es la negación de los otros, sino conciencia de su presencia, del mismo modo que, dicho por d´Ors, “la dicha no es ausencia de desdicha, sino conciencia de ésta. A lo lejos y muy cerca, en la sociedad de la repetición incesante, no deja de sonar la legendaria pieza de Cage.

La existencia entera en el eco perpetuo de cuanto sin decir y dicho hay en cuatro minutos con 33 segundos. La espera.

Los monstruos del silencio. Apuntes sobre la angustia contemporánea, Taurus

Comentario de Antonio Tenorio sobre Los Monstruos del Silencio




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