La inquietante extrañeza que es siempre amar
Sólo está vivo el que ama
Robert Walser
En una hipotética República
del odio, un libro como Historias de amor
de Robert Walser estaría prohibido. O mejor aun, sería condenado a la hoguera
de algo que pudieran nombrar como ingenuidad latosa o lepra de la crítica
inútil. Su autor, con toda seguridad, sería señalado como un escritor burgués
perturbado que no comprende que es exacerbando la furia como la rueda de la
historia anda.
Robert Otto Walser, su
nombre completo, nació en Biel, Suiza, en 1878, y murió cerca del hospital
siquiátrico de Herisau, mientras daba un paseo por la nieve en la víspera de la
Navidad de 1956. Nacido en pleno frenesí de los avances tecnológicos y
científicos de la Europa de finales del siglo XIX, el trayecto vital de Walser
pareciera correr paralelo con el trágico devenir del espíritu europeo.
De los Curie a Auschiwitz,
del automóvil a los tanques, del telégrafo a la separación de Berlín. De alma
enfebrecida, Walser pasará los últimos 20 años de su vida recluido, se dice que
contra su voluntad, en aquel siquiátrico cerca del cual muere, en la desolación
de la última nieve, parafraseando a Paul Eluard.
Extensa es la bibliografía
sobre Robert Walser. El propio hecho del halo de genialidad y locura que se
tiene sobre su vida propicia desde el interés profundo y serio, hasta la llana
curiosidad por lo “excéntrico”. No se trata de un escritor desconocido, pero
tampoco ocupa los lugares centrales de una industria editorial sometida a los
rigores del mercado.
Historias
de amor, editado por la antigua y legendaria Siruela, es un libro
que recopila 80 relatos breves que Walser fue escribiendo a lo largo de este
periplo que es personal, pero como todo viaje de vida, nunca es del todo sólo
personal. No es, pues, un libro que a diferencia del resto de su bibliografía,
el autor haya pensado, haya concebido como tal. Se trata, más bien, del trabajo
de quien al editar, hilvana, conjunta trozos de una constancia, pedazos de
sueños, por decirlo así, que se repiten, iluminan una concepción del mundo y de
la vida.
La línea sobre la que se
traza esta posibilidad de ruta en el laberinto de la existencia es el amor. El
amor, sin embargo, no concebido como idilio de la evasión, sino como ese estado
de inquietante extrañeza (heimlich/unheinmlich), como lo llama Julia Kristeva
al hablar sobre los trabajos de Freud al respecto.
Walser pregona un
desmesurado Amor mundi, un amor que no tiene un objeto amoroso único y que en
todo caso se configura como un punto en donde habiendo salido a la luz el
sinsentido del mundo, queda en el amar el empuje para seguir adelante, aun así.
A lo largo de su vida,
Walser escribió más de mil relatos breves. Apenas bocetos, trazos rápidos,
evocaciones de lo inmediato.
De entre millar y más de piezas de orfebrería verbal, Volker Michels, el compilador de Historias de amor, extrae aquellas que dan cuenta con mayor nitidez sobresale una mirada que envuelve pájaros, ríos, los prados sobre los que se tienden los enamorados, las flores, las nubes, como sentido de unidad de vida y de rescate de la sospecha actuante de que alguna vez, en algún tiempo sin tiempo, todo fue una sola a cosa, y a esa cosa única y unida, también estuvimos unidos nosotros mismos.
De ahí que la escritura nerviosa e irrefrenable de Walser, a la vez, capaz de detenerse a admirar una calle vacía de una ciudad o de renunciar al trajín de los viajes interminables, proponga el amar como una crítica de época, como una impertinencia al andar a ciegas de la sociedad de su tiempo.
De entre millar y más de piezas de orfebrería verbal, Volker Michels, el compilador de Historias de amor, extrae aquellas que dan cuenta con mayor nitidez sobresale una mirada que envuelve pájaros, ríos, los prados sobre los que se tienden los enamorados, las flores, las nubes, como sentido de unidad de vida y de rescate de la sospecha actuante de que alguna vez, en algún tiempo sin tiempo, todo fue una sola a cosa, y a esa cosa única y unida, también estuvimos unidos nosotros mismos.
De ahí que la escritura nerviosa e irrefrenable de Walser, a la vez, capaz de detenerse a admirar una calle vacía de una ciudad o de renunciar al trajín de los viajes interminables, proponga el amar como una crítica de época, como una impertinencia al andar a ciegas de la sociedad de su tiempo.
Un tiempo, dice Walser a
través de alguno de sus personajes, desapasionado y soso. Porque el odio, el
odio no es una pasión, es el contrasentido de la pasión, y desde luego de la
compatio, la compasión, la pasión que camina con el otro, alternando su lugar
con el otro. El odio es la aniquilación de la pasión, ya no se diga de la
compasión, su aniquilamiento.
Con todo y lo trágico de su
existencia, o precisamente por ello, Walser tiene en la literatura una
compañera que en la compasión, la pasión compartida, le custodia y le brinda un
sendero sobre el cual poner a la luz eso que un personaje denomina: Su inmenso
capital de fuerza amorosa.
Esa fuerza, esa energía que,
en la noción de Walser, hace que exista todo cuando hay en el mundo. Pero
además, hace que nada de lo que existe nos pueda ser ajeno. A la vez que se
constituye en el motor que mueve la pujanza del azar. Es, especialmente, lo que
de modo azaroso da con nosotros, lo que determina la vida, cree firmemente
Walser.
Reconocido en su tiempo como
un escritor de honda influencia, Walser tuvo la admiración de grandes figuras de
la época como Kafka, Walter Benjamin, Robert Musil o Herman Hesse. Ello no le es
suficiente, empero, para que el “tren de lo real” pase sobre él y lo catalogue
como un “sin lugar”, un extraño que debe acabar sus días confinado, recluido. Tal
cual un desadaptado al que debe aplicarse esa operación de lo que Foucault bien
delineó como poder psiquiátrico, y que es separarlo del mundo.
A contracorriente de ese desgajamiento del
mundo, y en el mundo, que supone lo que Walser reclamaba de su tiempo como la
hipocresía, el individualismo exacerbado, la insensibilidad, “la dificultad
para enamorarse a cada rato”, Walser enfrenta a la constricción, a la escición
de las cosas entre sí y con el todo, con una idea letal por su vitalidad: el
derroche. Si el insensible se constriñe, si el que odia solo se consume en sí
mismo y sus ácidos letales, el que ama, según Walser, hace lo contrario:
derrocha la vida y es capaz para ver en lo natural y cotidiano un prodigio, un
acto extraordinario de la vida.
Tomo de Jaime Fernández la siguiente cita de su Blog En lengua propia, luego recogida en su
reciente libro El poeta que prefería ser
nadie: “Walser escribió esta reflexión muchos
años antes de que unos individuos pretenciosos fuesen aupados al poder por las
masas y, tal como había advertido el poeta, desencadenasen el mal que tanto
horror y destrucción habría de causar a millones de personas.
Sin embargo, en su actitud no hay nada de irresponsable. Por el contrario, los “héroes” de Walser son los individuos más despiertos y vivos que cabe imaginar. Las fuerzas que la mayoría de los hombres invierten en medrar y en conquistar, ellos las emplean para cumplir con sus modestas obligaciones, prestar oídos a la vida y dedicarse a la contemplación. No juzgan, observan”.
Sin embargo, en su actitud no hay nada de irresponsable. Por el contrario, los “héroes” de Walser son los individuos más despiertos y vivos que cabe imaginar. Las fuerzas que la mayoría de los hombres invierten en medrar y en conquistar, ellos las emplean para cumplir con sus modestas obligaciones, prestar oídos a la vida y dedicarse a la contemplación. No juzgan, observan”.
Si para el odio el/lo otro es el resorte que mueve la
pulsión del aniquilamiento, de la supresión de ese objeto odiado del mundo (más
odiado, aún), para el amor en la noción walseriana es el/lo otro como posibilidad
de él mismo. Lo que el oído, la vista, el tacto percibe del mundo y no es yo,
no es el yo de mi yo, no sólo no está escindido, como sucede con el que odia, sino
puede ser integrado a esa integralidad que es mi yo que soy yo en el mundo y
con el mundo.
En palabras de Kristeva, la inquietante extrañeza está
asociada a la angustia pero no se confunde con ella. Lo insólito, el asombro de
lo que es yo, se mantiene. Mas mientras en quien odia es despersonalización de
sí mismo y, desde luego, de ese otro amenazante al cual se culpa de todas las
angustia y males, en la idea de la que Walser impregna su escritura, el
conflicto de estar vivo y estarlo con otros, tiende un puente y camina sobre el
abismo. El puente se llama, creación.
Así, dirá Walser: “Quien tiene ganas de amar, se levanta de entre los muertos...” Afirma. “Sólo está vivo el que ama”.
Así, dirá Walser: “Quien tiene ganas de amar, se levanta de entre los muertos...” Afirma. “Sólo está vivo el que ama”.
No hay espíritu más arriesgado, se deduce, entonces, que
aquel que sin dejar de amar el sonido constante y apenas perceptible del bosque,
sale a caminar y desfallece sobre la nieve.
Detrás sus huellas, la forma que resiste un poco más; delante, su escritura como presencia y hallazgo. Solo está vivo el que ama; solo escucha caer la nieve, el que anda.
Detrás sus huellas, la forma que resiste un poco más; delante, su escritura como presencia y hallazgo. Solo está vivo el que ama; solo escucha caer la nieve, el que anda.
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