A Oliver Sacks, con la gratitud de todos y todas los que hemos sido
o seremos pacientes algún día
Circuló hace unos meses profusamente en redes el vínculo, o link como solemos llamarle, de un
texto, ya en su versión original en inglés, ya en la traducción en español, en
el que el muy reconocido neurólogo y escritor inglés Oliver Sacks, anunciaba que se hallaba en la etapa terminal de un cáncer y, en los hechos, se despide
públicamente del mundo que se conmovió y maravilló de su práctica médica en
torno al cerebro y sus enfermedades, pero sobre todo, que aprendió, a través de
los relatos de sus casos más célebres, a mirar de un modo distinto la profesión
médica, la relación con la enfermedad, la vida misma en
tanto proceso permanente de acompañamiento de otros y de nosotros mismos en el
común afán de luchar contra la muerte, de sobrevivir a la enfermedad.
Nacido
en 1933, el nombre de Sacks, cuya reputación ya era sólida entre sus colegas
neurólogos, comenzó a ser reconocido ampliamente a partir de la adaptación de
uno de sus libros más conocidos, en la película Despertares, que protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro.
Cinta en la que se narra la historia del entonces joven médico enfretando un
transtorno que dejaba en una suerte de estado de catatonia profunda a sus pacientes.
A los cuales, logra hacer despertar, de ahí el título, aunque finalmente
retornan a ese estado de honda ausencia y muerte en vida.
Sacks
encontró en el antiguo género de las historias clínicas, fundado según el
propio Sacks por el mismísimo Hipócrates, una forma no solo de propagar el
sentido de compasión, en su ascepción más amplia y profundamente humana, sobre
lo que representan las enfermedades del cerebro, sino una manera dice él de
entender la neurología como una ciencia “personalista” e incluso, por qué no,
reclama Sacks, hasta romática que se acerque al paciente desde el yo, que lo
aleja de ser qué, y lo constituye como un quién.
Tarea
nada menor en un mundo donde el abultado número de pacientes que se deben
atender, en particular en la práctica pública, suele ahondar el abismo entre lo
físico y psíquico, entre los procesos fisiológicos y la biografía, eso que hace
a cada sujeto un sujeto irrepetible, una forma única de estar en el mundo, para
decirlo con palabras tomadas a préstamo de la filosofía.
Por encima de todo, he sido un ser sintiente, un animal
pensante en este bello planeta, afirma Sacks en la carta de despedida publicada
ayer.
Ese animal pensante, sobre el que ya en 1958, cuando escribió su famoso libro
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, reflexionaba diciendo que a
diferencia de los demás animales, que también contraen enfermedades, el hombre
es el único que cae radicalmente enfermo. Nuestra enfermedad radical e
incurable es la conciencia de que moriremos, y los demás también. El dolor
vuelto conciencia es lo que llamamos sufrimiento.
Cierto que la gran mayoría de
los pacientes que Sacks vio se hallaban ya en un estado donde la expansión de
la enfermedad sobre las zonas del cerebro no les permitía darse cuenta de su
propio padecimiento, pero quedaban las familias, los amigos, los seres amados
que de pronto miran al otro deteriorarse, irse desmoronando y diluyendo como si
fuese no más que una acuarela en medio de un río furioso e inclemente.
A
acompañar ese sufrimiento producido por la conciencia de la enfermedad dedicó
su escritura Oliver Sacks.
Y lo hizo con la apasionada convicción de que
transmitir la experiencia de una persona mientras afronta la enfermedad y lucha
por sobrevivir a ella, que el relatar, que el narrar como quien cuenta vidas
enteras, el padecer del paciente, contribuiría, lo cito: “a que otros puedan
aprender y comprender y ser capaces, quizás un día, de curar”.
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