domingo, 15 de marzo de 2015

Imaginar, ese vicio


y por más empeño que ponga en concebirlo, 
no me es posible ni tan siquiera imaginar 
que pueda hacerse el amor más que volando
Oliverio Girondo

Aunque Aristóteles, en su De anima, define a la imaginación como una facultad del alma, no será sino hasta el siglo XVI, cuando Thomas Hobbes se aparta de esta línea y traslada el término de una postura pasiva a una interpretación constructiva.
Hobbes, el mismo que imaginara al Estado moderno como la bíblica figura del Leviatán, considera a la imaginación como una capacidad, la de engendrar deseos, apetitos o emociones. Además, señala el poder de la imaginación para direccionar eventos futuros mediante la extrapolación de información desde la memoria, con lo que, que nos es poca cosa, vincula la imaginación con la dimensión ética.

Estas ideas son fundamentales para que a mitades de los 1700, apenas unos cuantos años después de Perrault y su Mamá Oca, la imaginación se haya sido reconocida, por fin, como parte del proceso general de lo humano.   
Hoy nadie dudaría de definir la imaginación, además de cómo la consabida capacidad para crear imágenes, como la proveedora de un componente de creatividad crítico esencial. El optimismo es claro. Se asume que la imaginación en sí misma, asegura The Enciclopedia of creative, aun y para personas no interesadas en el arte o la literatura, podrá ser disfrutada en sí misma “como una vía de enriquecimiento de nuestra experiencia en el mundo”.
Pero tanta indulgencia para con la imaginación, no ha sido siempre la tónica. En su Historia de la imaginación viciosa, libro deslumbrante de Elemire Zolla, éste hace ver que la condena inicial a la imaginación  viene ya marcada en el origen mismo de la palabra: en latín el hombre fantaseoso se denominaba: morosus, que también significa: extravagante, morboso.

El uomo fantastico, dice Zolla que está pensando en italiano, era nada menos que el “intratable por tener siempre la fantasía ocupada*.
El animal con el que se asociaba al hombre imaginativo era el grillo que, como los topos, hace galerías subterráneas y destruye a las plantas: lo opuesto a la abeja laboriosa, tenaz y sabia. Las cosas, para la idea de la infancia, como para la del juego, han sido sufriendo un cambio radical. Y sin embargo, Zolla, lúcidamente advierte que los
“sueños diurnos, como él llama a la capacidad para imaginar son hoy una mercancía. La civilización moderna concede a todos, con pareja generosidad, la posibilidad de ser viciosos. A condición de que los vicios sea prefabricados. La generosidad con los vicios se paga con la degradación de los vicios mismos, desde los privados hasta los colectivos”.

Otra vez, la paradoja. Nunca la imaginación había gozado de tanto prestigio. Nunca antes, tampoco, al parecer, habíamos estado tan expuestos a extraviar, en nombre de la multiplicación de las imágenes, la capacidad simbólica que, en palabras de Giovanni Sartori, “distancia al homo sapiens del animal”.
¿Qué ha venido sucediendo entonces con las energías utópicas de la imaginación? ¿Cómo recuperar la infancia sin que otra vez ésta vuelva a representar la utilidad de ser niño para poder llegar a ser adulto, la posposición infinita del ahora?

En la capacidad para subvertir este orden descansa, me parece, buena parte de la estrategia de trascendencia de la literatura, y buena parte de su éxito para librar y librarse de las trampas de la fe en la moralización a toda costa. 
Pues como dice Girondo, si se trata de imaginar no ha de haber otra forma de imaginar el amor, o la misma vida, que no sea volando; sí, imbuidos hasta la médula del virtuoso vicio de volar.



OliverioGirondo (17 de agosto de 1891, Buenos Aires, Argentina-24 de enero de 1967)


Imágenes: Paula Swinburn (Santiago de Chile, 1964)

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