y por más empeño que ponga en
concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando
Oliverio Girondo
Aunque Aristóteles, en su De anima, define a la
imaginación como una facultad del alma, no será sino hasta el siglo XVI, cuando
Thomas Hobbes se aparta de esta línea y traslada el término de una postura
pasiva a una interpretación constructiva.
Hobbes, el mismo que imaginara al Estado moderno como
la bíblica figura del Leviatán, considera a la imaginación como una capacidad,
la de engendrar deseos, apetitos o emociones. Además,
señala el poder de la imaginación para direccionar eventos futuros mediante la
extrapolación de información desde la memoria, con lo que, que nos es poca
cosa, vincula la imaginación con la dimensión ética.
Estas
ideas son fundamentales para que a mitades de los 1700, apenas unos cuantos
años después de Perrault y su Mamá Oca, la imaginación se haya sido
reconocida, por fin, como parte del proceso general de lo humano.
Hoy nadie dudaría de
definir la imaginación, además de cómo la consabida capacidad para crear
imágenes, como la proveedora de un componente de creatividad crítico esencial.
El optimismo es claro. Se asume que la imaginación en sí misma, asegura The
Enciclopedia of creative, aun y para personas no interesadas en el arte o
la literatura, podrá ser disfrutada en sí misma “como una vía de enriquecimiento de nuestra experiencia en el mundo”.
Pero tanta
indulgencia para con la imaginación, no ha sido siempre la tónica. En su Historia
de la imaginación viciosa, libro deslumbrante de Elemire Zolla, éste hace
ver que la condena inicial a la imaginación
viene ya marcada en el origen mismo de la palabra: en latín el hombre
fantaseoso se denominaba: morosus, que también significa: extravagante,
morboso.
El uomo fantastico,
dice Zolla que está pensando en italiano, era nada menos que el “intratable por tener siempre la fantasía
ocupada*.
El animal con el que
se asociaba al hombre imaginativo era el grillo que, como los topos, hace
galerías subterráneas y destruye a las plantas: lo opuesto a la abeja
laboriosa, tenaz y sabia. Las cosas, para la idea de la infancia, como para la
del juego, han sido sufriendo un cambio radical. Y sin embargo, Zolla,
lúcidamente advierte que los
“sueños diurnos, como él llama a la
capacidad para imaginar son hoy una mercancía. La civilización moderna concede
a todos, con pareja generosidad, la posibilidad de ser viciosos. A condición de
que los vicios sea prefabricados. La generosidad con los vicios se paga con la
degradación de los vicios mismos, desde los privados hasta los colectivos”.
Otra vez, la
paradoja. Nunca la imaginación había gozado de tanto prestigio. Nunca antes,
tampoco, al parecer, habíamos estado tan expuestos a extraviar, en nombre de la
multiplicación de las imágenes, la capacidad simbólica que, en palabras de
Giovanni Sartori, “distancia al homo sapiens del animal”.
¿Qué ha venido
sucediendo entonces con las energías utópicas de la imaginación? ¿Cómo
recuperar la infancia sin que otra vez ésta vuelva a representar la utilidad de
ser niño para poder llegar a ser adulto, la posposición infinita del ahora?
En la capacidad para
subvertir este orden descansa, me parece, buena parte de la estrategia de
trascendencia de la literatura, y buena parte de su éxito para librar y
librarse de las trampas de la fe en la moralización a toda costa.
Pues como dice Girondo, si se trata de imaginar no ha
de haber otra forma de imaginar el amor, o la misma vida, que no sea volando;
sí, imbuidos hasta la médula del virtuoso vicio de volar.
OliverioGirondo (17 de agosto de 1891, Buenos Aires, Argentina-24 de enero de 1967)
Imágenes:
Paula Swinburn (Santiago de Chile, 1964)
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