Mas somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad
de cargar con algo. El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris...
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad
de cargar con algo. El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris...
Derek Walcott
Cuenta la leyenda que Alejandro Magno se dirigía a la
conquista del imperio persa cuando llegó a Frigia (hoy, la ciudad de Anatolia,
en Turquía). Ahí enfrentó un reto antiguo. Tiempo ha de que llegara Alejandro,
los habitantes de Frigia vieron llegar a Gordias, a quien había anunciado el oráculo.
A Gordias lo eligieron rey, y éste, en agradecimiento
ofreció al templo de Zeus su carreta y su lanza, atados de tal forma que los
cabos de los nudos no se podía ver, por encontrarse en el interior. La leyenda
concluye relatando sobre la creencia de que el nudo aquel era de tal modo
imposible de zafar, que rápidamente se extendió la creencia de que quien lo
lograse, conquistaría toda Asia.
Cuando Alejandro llegó a Frigia y se enfrentó al nudo
(gordiano, en recuerdo de su creador), desenvainó su espada y lo cortó. Dicen
que esa noche llovió y hubo tantos truenos que nadie dudó del beneplácito de
Zeus, quien así expresaba que frente a la necesidad hay que actuar con iguales
dosis de creatividad y deseo.
El mundo de los modernos, aquel que se despliega sobre la
confianza ciega del pienso luego existo
tiene siempre, se sabe bien, una explicación para todo y gusta de marcar los
territorios de lo posible y mensurable, respecto de todo aquello que, se dice,
no se puede comprobar.
Mas lo que en la puntual enumeración moderna de lo
posible se nombra como imposible, la transmutación, universo a contracorriente
de lo visible, estos desdoblamientos, sobre posiciones y paralelismos, adquieren
carta de naturalización y se tornan en el punto de apoyo del que emergen
encuentros, desencuentros, desplazamientos, carnalidades, espiritualidades, amores y desamores que se configuran y
configuran toda vida vivida.
Ananké, la llamaban los griegos. Diosa de la necesidad,
madre de las Moiras, incorpórea y serpentina, cuyo abrazo, se transfigura en un
amarre que abarca el universo entero.
Sin rostro ni rastro en el tiempo primero, Ananké es lo
inevitable, lo necesario, la compulsión, lo ineludible.
Aquella a la que, a diferencia de los modernos que
suponen que todos los actos son resultado de la responsabilidad del sujeto, los
antiguos atribuyeron una red invisible y más poderosa aun que los dioses. “La
diferencia entre dioses y hombres, propone Roberto Calasso, se capta
fundamentalmente en la relación con Ananké. Los dioses la sufren y la utilizan.
Los hombres sólo la sufren”, dice el italiano.
Todo encuentro amoroso, o aun más, todo encuentro pasional,
es la puesta en el mundo, y la apuesta por un mundo en el que Eros seduzca a
Ananké, y con ello vuelva visible lo invisible.
Todo encuentro amoroso, o aun más, todo encuentro pasional
se torna en un alegato fervoroso y vívido, aliado y alentado por Eros, invitante al azoro y la ensoñación, que
apela en la propia metáfora de lo inasible de la pasión, en un desplazarse por
el mundo, a situarnos frente al acto escritural como el triunfo del deseo sobre
la necesidad. O aun más.
Desear es, al modo de los dioses, no de los mortales, usar
y no sólo padecer a Ananké.
Sólo así se puede ser, y ser en y para (lo) otro. Se es
en singular, y se es en el ser de la sigularidad humana de que es plural en el
que Anaké sucumbre al desatino y destino de Eros.
Amor, pasión, deseo, a final de cuentas, en la memoria metáfora
sobre las preguntas de la existencia humana, en la que el poder del arte para
hacer visible lo invisible pone al descubierto la sobre posición y el
desdoblamiento, la simultaneidad, antes que de Ananké y su fatal red invisible,
los portentos de Eros y sus astucias para liberar la nave de la vida, aun
dejando el nudo, a la manera en que lo hiciera, desafiante y astuto, Alejandro en
Gordio.
Qué hacer, podríamos repetir nosotros con ella envueltos
en nuestras propias encrucijadas cotidianas, en nuestro propio desamparo frente
al reino de la necesidad. Frente a la mayor cárcel que es no terminar de saber
quiénes somos.
Desear, pudiera responderse como quien desea encontrar en
un Eros que enarbola una antorcha, una luz para vislumbrar e intervenir sobre nuestra
propia existencia, así sea en la penumbra, así sea librando cada uno de los
nudos que la necesidad impone.
Sortear la vida entre nudos no significa la capitulación
del deseo ni la resignación fatal de estar sujetos, pasivos, inmóviles, paralizados frente al miedo, negados
a encontrar y encontrarnos en ese instante que extremo prodigioso asoma en la
penumbra y hace visible lo invisible. Que hace posible la música, el gozo, la
pintura, la pasión, la escultura, la entrega, la danza, la literatura.
Ese instante
prodigioso que hace posible la vida misma.
Imágenes: Anna Kagan
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