domingo, 22 de marzo de 2015

Jeroglífico al centro




Guárdame junto a ti, cerca de tu ombligo en que principia el aire
César Moro

 Frota la puerta doce veces con el clavo que hay en mi ombligo, ella le dijo. El ombligo, quizá el mismo, quizá el único, el de todas y todos, en el que se puede vertir o sorber hasta una onza de almizcle. El perfume, se puede saber o no, pero sentir de cualquier forma, de fuerte aroma segregado por una glándula del ciervo.


Mientras, en el tiempo anterior posterior del mito se hace saber que, siendo por entonces la Tierra plana y circular, el dios de dioses, Zeus, quiso determinar el centro exacto de aquella extensión bajo su mando y cuidado.
Lanzó dos águilas, dos, y les ordenó que volaran a la misma velocidad desde cada uno de los extremos del díametro del círculo que ocupaba la Tierra. Las águilas, quizá por estar exhaustas, quizá porque en algún sitio hubo de ser, se encontraron en Delfos.
Razón suficiente para que ahí, exactamente ahí, se erigiera el imponente Tempo de Apolo, y para que en el centro justo de ese centro, en el interior del magnífico templo se colocara una piedra de mármol que nadie habría de mover jamás.
Piedra a la que de haber sido este nuestro tiempo se le hubiese llamado, ombligo; en aquella lejanía cercana nuestra, sin embargo se le nombró Ónfalo, quedando en ella fijado el centro del mundo.En celo el dios de saber, en celo mayor aun el ciervo aquel, puede suponerse con posabilidad de errar. Pues ya sea en el cuento de cuentos, Las Mil y una noches, de donde proceden las referencias iniciales, o el canto poético al cuerpo desde El Cantrar de los cantares, o el mito, el ombligo es centro de muchos centros, y hueco cuyo vacío derrama miel del ensueño y ecos de la adivinación del otro.

Púdicamente cubierta o a la vista de quien se quiera aventurar, sobre el vientre de ese territorio de lo real y lo simbólico que es el cuerpo humano, asoma una pequeña cavidad que nos recuerda que hemos nacido. 

Cicatriz, huella, llaga, evocación del origen, indicio en sueños de vigor o de calamidades, el ombligo es el sitio donde todo converge. Centro del cuerpo y, por extensión, centro del universo.

A su modo, cada cultura ancestral estableció el nexo metafórico entre el ombligo y sus preguntas acerca del sitio donde se halla la explicación primera y última de las cosas.Si para los griegos uno de los significados de la palabra omphalós fue “centro del timón”, los romanos llamaron umbilicus a una pequeña concha blanca y plana, como de la que debió haber nacido Venus, ilustra Gutierre Tibon, que usaban como remedio mágico contra el dolor de cabeza; al tiempo que en el mundo azteca, la propia palabra México, da cuenta de una ubicación excepcional: “el ombligo de la luna”.


Babilonia reclamó para sí el nombre de “puerta del cielo”, pues representaba el centro del mundo; al monte Meru, en la antigua Persia, se le reconoció como “el ombligo de los mares”; y en latín Jerusalén era llamada umbilicus mundi, siendo representada en los mapas medievales como punto central del universo.En Delfos, apunta Platón, Apolo se había establecido en “el ombligo de la tierra para guiar al género humano”. Desde entonces, quizá, como se hacía en el antiguo santuario de la adivinación, en Delfos, proseguimos intentando encontrar el centro desde el cual se construye el sentido de los designios divinos y los afanes humanos.Así, como si se tratara de un jeroglífico marcado en la piel, el ombligo ha sido cubierto o develado según la época. En los sesenta, bikinis y las blusas ombligueras, hoy de vuelta, se sumaron al caudal de colores chillantes y pantalones ceñidos en lo que fue una nueva manera de asumir el cuerpo y sus fronteras.


Vestidos con arracadas, piercings y tatuajes, es difícil determinar si los ombligos del presente mantienen vigentes las simbologías del pasado.Bastará, sin embargo, con recordar la primera vez que nuestra mirada se escabulló hasta el ombligo de la persona amada, para saber que por debajo de esa leve hendidura, cual si fuera la disimulada entrada al corazón de un volcán, habita una voz que no deja de pronunciar nuestro nombre, de llamarnos al encuentro.Al encuentro en esa cavidad del mundo, en ese hueco de la existencia en que habiendo sido uno, tornamos en dos, para en algún instante, ombligo con ombligo, retornar al estado primigenio de la unicidad, dos que son, vuelve a ser, uno solo.


 César Moro(Lima, Perú, 1903-1956)
Imágenes: AnaMaria Maolino (Italia, 1942)

  

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