El mundo es un manjar sabroso
para los sentidos, bien ha sentenciado la ensayista norteamericana Diane
Ackerman. Nuestros sentidos definen la frontera entre nuestra conciencia del
mundo y nosotros.
Podemos expandir nuestros
sentidos, y con ello incrementar nuestras sensaciones y nuestras referencias de
lo que la vida nos ofrece.
O podemos contraerlos, parcialmente. Podemos dejar en suspenso nuestra capacidad
para oler, mirar, escuchar, palpar o
degustar. Pero la supresión de uno de ellos sólo logrará agudizar los demás.
Ahí están.
En nosotros y a la vez
en el mundo. En lo más íntimo, incluso. Más allá del tiempo, tienden puentes
entre un aroma en el aquí y el ahora, y un recuerdo de la infancia en el allá y
entonces.
Los sentidos se convierten en fuentes de información a través de las
cuales nuestro cerebro se sumerge tanto en nuestro interior como en la realidad
que lo circunda.
Del mismo modo, aquello que de los
sentidos extraemos, son huellas de nuestra pertenencia cultural.
Más allá de
eso, sin embargo, no es extraño que estas herramientas privilegiadas de la
existencia que son los sentidos queden relegados a un segundo plano, cual si
representaran la experiencia de una vida auténtica.
Nos hemos olvidado de los
sentidos, como de muchas maneras nos hemos olvidado que la vida reside en el
corazón de la vida.
No en su versión previsible, descafeinada y angustiada de
que el manjar que es el mundo pueda engordarle demasiado.
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