“El libertinaje colinda en uno de sus
extremos, con la crítica y se transforma en una filosofía; en el otro, con la
blasfemia, el sacrilegio y la profanación, formas inversas de la devoción
religiosa” (Paz, La llama... 24).
Sin
embargo, a pesar de este aparente callejón sin salida, es posible delimitar,
por el camino de la filosofía, la frontera entre el anacoreta y el libertino.
Es cierto que Sade mantiene a lo religioso como centro gravitacional de su
proceder, pero también lo es que detrás de su acción hay una reflexión
práctica sobre el mundo que le rodea.
Lo que Sade y el siglo XVIII no es ni la
blasfemia ni tampoco el libertinaje como tal, es decir, como simple expresión
del deseo estallado por la imaginación enfebrecida. Lo que hace a Sade moderno
es que vincula su experiencia erótica a una filosofía explícita. Una filosofía
que, además, tiene un componente histórico propio del siglo XVIII y sus
preocupaciones éticas y estéticas.
Esta concepción, bañada por las aguas de lo
religioso, contiene, adicionalmente, un elemento revelador, sobre todo para una
época fascinada por el embrujo de la revolución y su promesa, modernizadora, de
tornarse en un adelante-atrás de una Edad de oro perdida, de un ir hacia el
origen.
Sade, y es esa la conclusión a la que llega la biografía que Raymond
Jean ha escrito sobre este personaje, es un convencido de la inconveniencia de
la violencia como una forma de resolver el avance de la historia.
Si consideramos
que su vida corre a la par de la Revolución francesa, sus embrujos y sus
horrores, la afirmación de que “habiendo dedicado la mayor parte de su obra a
“pintar” “las delicias de la crueldad” y a hacer apología del crimen, se haya
mostrado en la realidad de su conducta enemigo resuelto de la violencia
histórica” (Jean 276) es sorprendente, y da cuenta de la complejidad de su
pensamiento. Lo que hace ofensivo para la inteligencia que se le rebaje al
nivel de un amoral.
El problema es más complejo y tiene que ver, como ya Paz
hacía notar, con un discurso de orden filosófico de los que, sobra decir, los
exabruptos pornográficos de nuestra época carecen por completo.
El paradigma de la expresión radical de la
filosofía libertina es, en muchos sentidos todavía hasta nuestros días, las
novelas de Sade. En su talante de denuncia sin cortapisas se forma una tríada:
es cierto que a la religión se le hace ver como un elemento execrable de la
condición humana, pero no lo es menos la forma como enfoca sus baterías para
denostar al alma y al amor.
Este defenestrar a la par de alma y amor deriva de
la presunción, llevada a certeza por parte del libertino, de que él, en tanto
único sujeto del encuentro erótico, goza de una libertad y un poder sin
límites. Dicho de otra forma, si bien a diferencia del anacoreta para quien la
relación erótica es una sublimación solitaria, el libertino requiere de la
cómplice o, para decirlo en términos más de lo que Sade implica, una víctima, no parece haber
duda respecto a la indiferencia que la suerte de esta pareja pueda correr. El
encuentro entre un libertino y su pareja(s) entraña la complacencia que ésta(s)
dispense(n) al sujeto, el único.
En esa medida, el otro sujeto se torna
rápidamente en un objeto erótico al servicio de la capacidad del sujeto único
para llegar hasta los límites, no del sujeto convertido en objeto, porque éste
ya no tiene, por ser objeto, límites que explorar, sino hacia los límites de
acción del sujeto que por único se ha condenado a ser solitario.
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