sábado, 24 de febrero de 2018

Yourcenar: Ceguera

Colores del cielo





Ovoide. Ácido. Corteza. Cáscara. Aroma. Leñoso vegetal. Sembrar. Reproducir lo que quedará. 

Persistencia del aroma, la memoria entera.

Mucho más antigua de lo que suponemos es la idea de que es en las cosas, y no en quien las mira, donde residen los valores de éstas. 

Forma de la existencia convencida que todo deviene de afuera.

Para los platónicos, como se sabe, de los objetos emanaban “partículas” a las que nombraban llamas. 

Éstas, a su vez, encendían las llamas propias de nuestro ojo, generando el flujo visual del que era posible reconocer los colores.

Los nombres de Newton y Young, siglos más tarde, darán un vuelco a este planteamiento y pondrá el acento en la luz. 

Es en ella, y no en la cosa misma, donde el color existe y se reconoce.

Para quienes aún empeñan sus esfuerzos en construir castillos sobre la arena de las dicotomías, blanco y negro, irreductibles, es una en la que más cómodos se sienten. 

El pensamiento complejo, en cambio, ama, siembra, ara y cosecha sobre el surco de los matices.

La policromía del arte, bajo ese tenor, no es cosa de los colores que le componen, sino de los sutiles pliegues de la existencia que es capaz de dejarnos avizorar. 

Diestro homenaje a esa capacidad para comprender el color como sino de un vivir hondo, es la pequeña obra maestra de Marguerite Yourcenar titulada, justamente, al amparo de un color: Cuento azul.

 Yourcenar tiene el privilegio de reconocer muy joven cuál es su vocación. No es un quehacer; es una postura. 

No es un hacer, sino un mirar, una toma de postura. La renuncia a lo monocromático de la tozudez que insiste en que sólo hay dos caminos.

Al artista verdadero, en cambio, le acompaña la fascinación por las certezas parciales, múltiples, fragmentarias. 

Diseminadas por aquí y por allá como polvo de color.

Escrito durante los años treinta, Cuento azul, trenza el destino de un grupo de comerciantes europeos en su ir y venir a Oriente, con un mundo de olorosos humos coloridos.

Mezquitas deslumbrantes; cuerpos tan blancos que sirven de fanales a un barco.

Relato envuelto en lo que Keats llamara “la belleza matinal”, Cuento azul es a su modo, muchos años antes, también, narración de un mundo en común entre Oriente y Occidente. 

Se mueven mercancías a la par que personas, lenguas, verdades y sueños.

No es quien no tiene nada, el que perece, traza Yourcenar. 

Lo pierde todo, aquel que entre la ceguera del negro que lo habita, extravía el recuerdo del color del cielo. 

Los colores del cielo. 

En plural.


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lunes, 5 de febrero de 2018

Michel Serres: lo escaso

Relámpago que gobierna




Buda. No era ese el título previsto. Pero al final, Kazantzakis decidió llamar así a su tragedia en tres actos. 

De todas sus obras, afirmará poco antes de morir, es la que lo dice todo. 

En buena medida porque expresa la idea de que el creador no puede desprenderse de la tensión entre obra y realidad, cuerpo y espíritu, imaginación y circunstancia.

“¡Infortunio para quien sólo ve la máscara! ¡Infortunio para quien ve solamente lo que está oculto detrás de la máscara! ", es la célebre toma de postura que en 1935 lanza Kazantzakis, aun antes de concluir Buda

A “bailar derecho en la alta cuerda de la libertad, sobre el caos", convocará, pues, a quien se lance a cultivar el incisivo arte del pensamiento creativo.

A sus 84 años, Michel Serres baila, imagina, piensa, crea y publica Autobiografía de un zurdo cojo

Convencido como Heráclito, como Rojas, el gran poeta chileno, de que “el relámpago gobierna el Universo”.

Serres resume en cuatro palabras una existencia dedicada al pensamiento, a la creación, por vía de la inteligencia reflexiva: pensar quiere decir inventar. 

Ser escaso es de suyo la naturaleza del pensamiento. Serres así lo reconoce. 

“Descubrir no sucede a menudo”. Mas en una época en que la celebración de la estulticia reina, el llamado de Serres estremece. 

Atreverse a pensar, es el llamado. 

Asumir con lúcida vitalidad que, como escribe en Pulgarcita, “está todo por volver a hacerse, queda todo por inventar”. 

En un mundo en el que, entre la utopía y la tragedia, la pregunta: ¿Dónde estamos?.

Recuerda Serres en su fantástica indagación titulada Atlas, ha sustituido a la vieja cuestión de: ¿hacia dónde vamos?, toca al pensador reaprender los puntos de referencia.

Travesías, Velos, Planisferios, Asimetrías. Son parte de los conceptos que Serres reinventa al encontrar(se) con y en el mundo. 

Zurdo, como dice él hubiera merecido ser Homero, Serres entrecruza ciencia, poesía y filosofía en una poética del saber, que se torna en la vida misma.


“Pienso, luego bifurco”, asevera Serres. 

Como el rayo. 

Todo esfuerzo humano por sentir que se existe se sintetiza en la aceptación de que cuanto nos rodea es real. 

Y quizá lo sea. 

Mas lo genuinamente humano no es posible sino en la luminosidad de la imaginación poética. 

Ahí, en el pensamiento como creación, será donde halle reposo y rumbo. 

Cuerpo y espíritu. 

Aun relámpago siendo.

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jueves, 5 de octubre de 2017

Kazuo Ishiguro: peligros

Nuevos dragones; nuevos guardianes





Guardianes. Divinidades. Antiguo culto. Vuelven. Acaso no se fueron. Aquí siguen. Mundo pagano. Urgido de creer.  
Imposible olvidarnos, sentencia Rilke, de aquellos viejos mitos que están en el origen de todos los pueblos. 

Imposible no pensar, dice él, “en aquellos dragones que en el momento supremo se convierten en princesas. 

Todos los dragones de nuestra vida son quizá princesas que esperan vernos bellos y valerosos”, dice el poeta.

De los dragones, cuya existencia estaba fuera de toda duda ya desde el mundo Antiguo, Plinio el Viejo testifica su existencia. 

Como testimonio hay de ellos en la primera guerra púnica. En la que el general romano Regulus ve morir a cientos de sus hombres aplastados por un dragón de río.
La mordedura de un dragón macho sobre un caballero, se sabía bien en tiempos del reino de Lancelot, lograba atraer un dragón hembra para ser cazado. 

Tal es la tarea del maltrecho Sir Gawain, antiguo servidor de Arturo, quien debe acabar con la temible dragón Querig.

Una pareja, Beatrice y Axl, a su avanzada edad, ha dejado su pequeña aldea para en busca de un hijo que no recuerdan exactamente si tuvieron o no.

Un joven soldado, cuya herida tiene todos los rastros de ser de un dragón, se une a los viejos para librarse de ser capturado por los Britanos.

Juntos, emprenden una travesía que es a la vez de ida y vuelta. Van hacia algún lugar, desde luego. 

Pero conforme avanza, un otro trayecto va tomando forma: la memoria.

Despejar y despejarse de esa extraña niebla presente en el mundo interior que los habita.

Son las tierras de lo que hoy reconoceremos como Inglaterra. Es la Edad Media. 

Se cree en dragones, como nuestro mundo cree en tantas cosas. 

Es la fábula con la que el escritor inglés Kazuo Ishiguro, se pregunta por la nebulosa realidad de nuestro tiempo.

El gigante enterrado, la novela más reciente de Ishiguro, vuelve sobre los pasos de la vieja Inglaterra, de sus animales y mitos, de ese tiempo tan lejano y cercano a la vez. 

¿En qué cree una época que presume no creer en nada? 

En todo, tal vez. Todo que es nada. Nada que es todo.  

Más aún, probablemente, todo lo terrible, estaríamos llamados a pensar al lado de Rilke, “no sea en realidad nada, sino algo indefenso y desvalido, que nos pide auxilio y amparo”.


Quién pudiera saberlo. Quién.

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martes, 12 de septiembre de 2017

Clara Janés: desorden

La distancia que no es






Al predominio de la geometría euclidiana en tanto principio básico, Occidente debe, sostiene Robert Wald, todos los siglos en los que el problema del tiempo y el espacio se afincaron en los dominios de matemáticos y filósofos.

No es un asunto de campos, claro, sino de preconcepciones. 

El pensar en serio exige el entrecruzamiento de ámbitos supuestamente distantes, tal como lo consignara un colega de Wald en la misma Universidad de Chicago, el Nobel de Química Ilya Prigogine.  

Hay un orden que no deviene de un orden anterior. Un orden generado por un estado de no equilibrio, sostendrá Prigogine. 

En tal circunstancia, prometer el retorno, es alimentar lo ilusorio. Tanto como creer que el apego al reduccionismo, y no en la capacidad de las nuevas preguntas, podrá conducir la comprensión de lo complejo.

Prigogine decidió nombrar Estructuras disipativas a los estados que van del no equilibrio a un nuevo estado de orden. 

Categoría de la que echa mano Clara Janés, poeta de vasta indagación, para uno de sus poemarios más estimulantes.

Física y poesía convergen sobre el punto de encuentro en dos inteligencias reverberantes. 

Incómodas e inconformistas. 

Descreídas de redenciones instantáneas y vueltas a un “estado de orden y equilibrio”, revelado como construcción artificial.

Al otro costado, un presente ensombrecido. Vacío y ligereza, desafían al horizonte como límite. 

No hay, para la sandez, dimensión tangible; ni delimitación posible, parece.

La razón, ensalzada en otro tiempo, torna en “alta fantasía”. O algo aun peor,
perenne viaje la vida “desde la nada a la nada”, como escribiera Janés.

Decir y decir y decir, desde la nada a la nada. El que enuncia es pura resonancia
de sí mismo.

El punto sobre sí mismo. No la quietud, al modo de Janés, quien la descifra “como el punto microscópico del movimiento”.

No, lo de esta época es la auto fascinación de la condición no cambiante de la “fuente seca, recuerdo del agua”. 

Aquella a la que la poeta avisa, “hay manantiales ocultos, incluso en campo baldío”.

Mas ir de otra manera tras lo que no se ve, sería tanto como dejar de lado la ingeniosidad que sueña con librarse de la inteligencia, la impúdica intrascendencia; cuya fantasía es que, de lo dicho, nadie recordará nada mañana.

Universo y mar, son inmensos y cambiantes, disipativos, recuerdan poetas y físicos. Falsa libertad la del agua, que estancada, ingenua, se sueña serena. 

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martes, 5 de septiembre de 2017

Emmanuel Carrére: mostaza

La cizaña no tiene biografía




Imposible. Lo que acontece. Agitación. De lo sereno. 

Ironías del maldiciente. Testimonio. Registro. Camino. Registro.    

Bach llegó a Leipzig en 1724. El Viernes Santo de ese mismo año se interpretó por primera vez su Pasión según San Juan. 

Cinco años más tarde, se estrenaría la cantata dedicada a San Mateo, también un Viernes Santo.

Durante años, se atribuyó a Bach una tercera obra consagrada a Lucas.

Siglos más tarde, en 1966, el polaco Penderecki, se encargó de componer un aclamado oratorio dedicado a Lucas. 

Si alguna deuda había, estaba saldada.

 De Lucas se ha ocupado también brillantemente el francés Emmanuel Carrére, al hacerlo el personaje sobre el que se teje su libro El Reino

Como en obras previas, Carrére encuentra en la mixtura investigación, autobiografía y no ficción ficcionalizada, un espejo de nuestro tiempo.

A quien cree, su fe le inviste de una certeza. “Un ateo cree que Dios no existe. 

Un creyente sabe que Dios existe”, escribe un Carrére que da cuenta de sus años de conversión.

Lucas, el único de los evangelistas.

El que no conoció a Jesús, deslumbra al francés, llevándolo a escribir un libro que, animado por el enigma de la fe, se torna en un proceso de indagación personal sobre la cuestión del otro y la escritura como reconocimiento.

Mi vocación, expresa en El Reino, era “escribir a mi vez un testimonio verídico”. 

La verdad y lo verídico, su compleja e indisoluble imbricación, es el asunto central. 

Su vehículo, la escritura; en su sentido más amplio. Bach incluido.

Más allá de toda fe, discurre Carrére, “la apuesta de la vida en común consiste en descubrirse a uno mismo, descubriendo al otro”. 

Su envenenada contracara, esa “cólera sorda dirigida contra el mundo entero”.

Lejos del panfleto, Carrére es capaz de insinuar a la escritura como un “combate del alma”. 
Un proceso de transformación.  
“Escuchar mis palabras y ponerlas en práctica es construir sobre piedra: si sopla el viento y cae la lluvia, la casa resistirá”.

Hay quien encuentra su ideal, se lee en El Reino, en “observar la absurda agitación del mundo, sin participar en ella, con la sonrisa superior”. 

Más lesivos, acaso, aquellos que, en exacerbar la convulsión, suponen hallar bálsamo a la insoportable punción que les corroe.

Ejercicio continuo de atención, paciencia y humildad. Alerta Carrére, sobre todo de humildad.


 La de un acorde. 

Una voz. 

Un grano de mostaza.


El autor es narrador, ensayista y profesor. Su libro más reciente es De la memoria, el deseo. Doce ensayos sobre la escritura como disolvencia (2017)
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miércoles, 30 de agosto de 2017

Jacques Monod: contingencia

Saber. Sin saber


O mejor, saber sabiendo que no se sabe. Claudicación casi imposible. Así, sin más, aceptarlo. 

Porque a excepción hecha de Dios, se dice que profetizó Sócrates al momento de tomar la cicuta, a nadie le es dado conocer si quién queda en mejor rumbo, si el que muere o el que se mantiene vivo. 

Dijera así el filósofo a modo adiós y sentencia irrevocable: “Ahora es tiempo de irnos. Yo a morir, y ustedes a vivir. Pero cuál de nosotros tenga la mejor perspectiva, es algo que nadie puede saber, a excepción hecha de Dios”.

No hay accidente vital mayor, paradojas de paradojas, que la muerte. Pero no es el único. 

El nacimiento mismo, se cuenta entre ellos, qué duda cabe. Despertar, volver del sueño, una más de las contingencias que pueblan toda existencia. 

Dar con el otro, reconocerse en él. De lo imperioso y sus leyes; de lo fortuito y sus devaneos, está hecha nuestra condición. 

Seres de lo imprevisible y lo mesurable; por igual.

Reconocido en 1965 con el Premio Nobel de Medicina y Fisiología, no es exagerado atribuir a Jacques Monod reinventa la biología molecular.

Lo hace a partir de que descubre una molécula específica que hace las veces de mensajera.

A partir de ese punto, propone que ésta tiene como misión “desatar” la información codificada en el ADN y las proteínas. 

Es decir, una molécula a la que debemos en buena medida aquello que se transmite de generación y generación, y que da forma a lo viviente.   

Explicables, sí; previsibles, no, lanza Monod, cual dardo al centro de lo que él mismo llama la ilusión antropocéntrica. 

“Nos queremos necesarios, inevitables, ordenados desde siempre. Todas las religiones, casi todas las filosofías, incluso una parte de la ciencia, atestiguan el incansable, heroico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente su propia contingencia”, asevera Monod.

La vida y lo viviente, se esparce entonces, en su explicación extrema, entre el juego y rejuego de las posibilidades infinitas, entre el azar y la necesidad, Demócrito tenía razón. 

Ciencia y verdad, corresponde al campo de las grandes preguntas humanas, postulaba convencido Monod.


Nuestras sociedades, alertaba ya en 1970 Monod, intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores arruinados. 

Aceptar no saber, no significa desentendernos de la necesidad de reconciliar eticidad y verdad. 

A más de 40 años de su muerte, su llamado ético sigue vigente. 

Puede que la vida sea contingente; los valores, no.

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martes, 22 de agosto de 2017

Arthur Koestler: espejos

El cielo y la roca



Un aguacero. Una tormenta. Un imparable vendaval en el que cada gota de lluvia mantiene en su interior el destello del conjunto. 

Tal es la imagen que usa Butterfield para describir aquello que produce el pensamiento de Arthur Koestler. Un disidente nato, como él se llama a sí mismo.

Mente luminosa, subyugada a su vez por desentrañar de qué manera procede el intelecto.

 Koestler se mantiene firme en la idea de indagar sobre el misterio que reside en las intimidades de ciertas mentes y el método que les llevó a recomponer los vínculos entre las piezas del rompecabezas de la existencia.

Cómo “cada nuevo punto de partida, cada recomposición de lo que se había separado, comporta la destrucción de los rígidos y osificados modelos de comportamiento y pensamiento anteriores”. 

De ahí que la vida no pueda ser comprendida, pensaba Koestler, sino como una suerte de libro escrito en tinta invisible. 

Un testimonio del cual, asegura en Euforia y utopía, “sólo en raros momentos de gracia, conseguimos descifrar algún pequeño fragmento”.

La obsesión del científico y el artista está ahí: descifrar. 

De las “almas inflexibles”, como las nombra Vargas Llosa en su Prólogo a El cero y el finito, la novela que Koestler escribió para tratar de explicarse de qué manera operó la mente de los héroes soviéticos para aceptar absurdas acusaciones de Stalin y resignarse a la muerte.

Hasta Newton, quien “con el auténtico paso firme de los sonámbulos”, describe, consiguió percibir que los fragmentos dispersos, que las ideas contradictorias de Galileo y Kepler, eran piezas de un mismo cuerpo.

Si aceptamos que los cambios en la manera de pensar, funcionan para un colectivo o para una persona, a manera de mutaciones, asevera Koestler.

No puede dejar de sorprender, así, que mientras los cambios físicos entre el hombre primitivo y el actual no son demasiados, la evolución de la mente es incalculable.  

No suficiente, eso sí, para haber previsto el saldo social que las cuentas del siglo XX y década y media del XXI arrojan.

 O para eludir, dice Koestler, la manera en que la esclavitud hipnótica ante los aspectos numéricos de la realidad ha embotado nuestra percepción de los valores no cuantificables.


Desnudo, pues, frente al espejo de un “cielo abstracto sobre una roca desnuda”, el espíritu no tiene hoy más camino que buscar nuevas cosmologías de su destino y sentido.

@atenoriom
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