sábado, 28 de enero de 2017

Chigozie Obioma: Tanna

Ensueño del vengador 




Espíritus.  Benignos. Veleidosos. Arrogantes. Llenos de misericordia. El reino en el que reinan. Escondidos. 

Visibles. Para quien quiera verlos. Confiar en su justicia. Sin dudar. En medio de la incertidumbre, más. 

Cuando se ha perdido todo. O casi.

Isangel. Así se llama la capital la isla de Tanna. 40 kilómetros de largo. 19 de ancho. Pacífico sur. 

Isla cuyo devenir sangriento corre de la mano de la convicción de una parte de su población, que hay un poder de lo maligno que todo determina. 

Nombrada “nahak”, se torna en una ideación que aseguraba que toda enfermedad devenía del contacto con el “extranjero”, y que rápido se extendió al asesinato de viudas y prácticas de canibalismo.

A su modo, Chigozie Obioma, el nigeriano que de manera más reciente ha alimentado la admiración mundial por el gran caudal literario de esa nación africana.

Obioma ha construido una alegoría trágica sobre el destino de una familia que, a modo de ejemplo, representa la degradación social imperante en la Nigeria de los años noventa.

Desdicha, pobreza, muerte se conjuntan en “Los pescadores”, la historia de cuatro hermanos que, bajo el “poder de lo maligno”, miran sus destinos teñirse de sangre y espanto. 

Tres de los niños creen en la profecía de un personaje singular, quien predice la muerte de uno de ellos. 

Esto basta para que, en medio de un mundo que se siente a la deriva, uno de los infantes, a la manera del nahak, se entregue sin reservas a la sugestión.

Lo que sigue es la precipitación de hechos tan crueles como al parecer inevitables. Un mundo donde reina la sensación de que nada ni nadie ha de ser salvado. Un hecho trágico sigue a otro. Como si fueran simplemente oraciones que se encadenan.
 El “poder hipnótico de Obioma”, dice su traductora al español, aunque quizá sería más certero decir: el poder hipnótico del profeta que sostiene que detrás de todo está el “nahak”.

 El alivio, así sea doloroso, de quien lo acepta, porque encuentra en ello, por descabellada que parezca, una explicación, un orden.   

Enemigo infatigable, tal cual escribe Obioma, el nahak verdadero no reside en el exterior sino dentro de cada cual. 

El que aguarda la voz del hechicero, para asignarle un nombre en el afuera. 

Aquel que, desde la aflicción y el desconcierto, incita a creer en el poder de lo maligno. 

Ensueño del vengador.  
@atenoriom
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sábado, 14 de enero de 2017

Edward Said: sordera

La tragedia de la necedad



Una. Otra vez. Cientos. Todas. Y otra más. Así. Otra. Y otra. Más. No hay retorno. Pero todo lo es. Al mismo punto. Inicio. Sin final, no lo es. No puede. 

La repetición es el final. El principio. Sin final. La repetición, forma encarnada del absurdo.

Como lo disonante, la disonancia, nombraba Cicerón en su “De Oratoria”, aquello que consideraba absurdo. 

Nada extraño, si se toma en consideración que el origen etimológico de absurdo es, justamente, “surdus”, sordera. 

Mas el peligro vital no es la sordera; habituarse al mudo ensordecimiento cotidiano, es el riesgo verdadero.

Con la lucidez típica de su pensamiento, lanza Edward Said en “Elaboraciones musicales”, la idea que el arte, al ir más allá del suceso, pueda devenir en una experiencia que no trate “de forma principal sobre el poder del autor y la autoridad social, sino de un modo para meditar sobre y con la variedad integral de las prácticas culturales humanas, de forma generosa, no coercitiva”

Perspectiva de las bifurcaciones inacabables, Said atiende de este modo lo que él llama la “experiencia pública musical” que el siglo XX trajo consigo. 

El concierto como ocasión por excelencia de uno de los fetiches preferidos del Occidente “culto”: el virtuosismo del intérprete.

Para llegar así a la figura legendaria de Glenn Gould. Entre la genialidad y la extravagancia, dice, hemos de lamentar se siga pasando por alto el intento vital de Gould de convertir la interpretación en algo más. 

Celebérrimo por sus variaciones de Bach, Gould tenía el talento para hacer una cosa con brillantez y dejar entrever que estaba haciendo otra. “De ahí su predilección por las formas variacionales, por el contrapunto”, afirma Said.

Gould debería representar, pues, lo que es capaz de volver a ser, pero ya no serlo. La repetición que es, salvándose de sí, trascendiéndose a sí misma. 

La capacidad del artista, del hombre de y con la cultura, para hacer del acontecimiento algo más que eso. Una ocasión, dice convencido, convincente, Said, “más extrema, más extraña, más distinta que la realidad vivida por el ser humano”.

He ahí, del arte y la cultura, la casta de utopía, si, como asevera Said, “por utópico entendemos mundano, posible, alcanzable, conocible”. Arte y cultura no como suceso, sino como (la) experiencia de ser en otro.  

Réplica, repetición y respuesta, que es el otro. Forma de la variación.


Acorde, libre de sordera.
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lunes, 2 de enero de 2017

John Berger: proeza

El alma de los ciudadanos





Unos. Otros. Sin cabida. Los primeros. En el lugar central, los segundos. Platón, se ha contado, pugnó por la expulsión de los poetas.

Mas ideó el retrato de reyes-filósofos. No desguarecidos, entonces.    

Quedaban éstos, pues, en la República ideal, obligados a “defender el alma de los ciudadanos”, enuncia el moralismo socrático en el muy trabajado “Diálogo de Gorgias”.

Tiempo más tarde, en la Roma que se enfila a la decadencia, Tito Livio subraya que “era dar muy mal ejemplo abusar de las propias prerrogativas para satisfacer odios personales”.

Memoria, capacidad, perspicacia, habilidad. Y en el centro, gravitando todo en su derredor: la virtud. Épica de la emulación positiva.

Fuente única del reconocimiento auténtico. Reconocimiento que se torna, como acción pública, en las posibilidades amplias y múltiples de una sociedad para re-conocerse.

Es decir, en ese volver a conocerse como un conjunto, y como sujetos, que se enteran, ahora de quiénes son y lo que son capaces de ser y hacer.

Dibuja así John Berger a Garibaldi, el gran héroe de la unificación italiana. Convencer a una nación de ser ella misma, fue la proeza, dice.

“Cuando los hombres veían por fin a Garibaldi, se quedaban asombrados de ellos mismos: hasta ese momento no habían sabido quiénes eran. Era como si lo encontraran dentro de sí mismos”, cuenta Berger en G., la novela que le dio el Premio Booker, en 1972.

Y a la vera de esa descripción imaginaria, una noción del “Arte como una mentira que nos permite acercarnos a la verdad, o por lo menos a la verdad que nos es dado alcanzar a nosotros”. Hay una verdad que debe hacerse visible.

Y ha de corresponderle a alguien está tarea. Si Garibaldi consiguió derrotar al enemigo de su país, fue porque “alentó a la nación para que fuera ella misma, para que anticipara su propia identidad”.

La virtud que el líder, el héroe, encarna, no es sólo entonces, como creían los clásicos, de índole personal, sino deviene de un hecho reservado para pocos.

El conductor de pueblos está ahí para volver visibles a los sujetos frente a sí mismos, y frente al tiempo que les ha tocado vivir. El tiempo y lo visible, convergen y se entrelazan.

Virtud entre virtudes, personificar lo que es digno de reproducir. Hacer visible el tiempo, y en la anticipación de éste, tornar la fatalidad, en construcción posible; común.
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sábado, 17 de diciembre de 2016

Giorgio Agamben: penuria

Entre lo sagrado y lo profano




Igual. Disímbola forma de lo propio. Indivisible tarea individual. Mas no menos colectiva.  Poetizar. Decir lo mismo. Sobre lo mismo. El “mismo objeto”. Indagación común, entonces. Troncos vecinos, llamó Heidegger a cantar y pensar, formas convergentes del acto poético. El pensar auténtico crea. La creación no puede serlo si no es pensamiento.

La experiencia de pensar-actuar-crear, establece Xirau en el ensayo que dedica al alemán y su relación con lo sagrado, no puede entonces sino entenderse como un acto en el que la condición múltiple y dispersa del mundo, vuelve a estar ligada, unida. Como un acto de religación, dice textualmente.

Aquello que identifica como “el pensamiento religioso” en el siglo XX, conducirá a Xirau a indagar sobre la sombra de lo sagrado en cuatro pensadores fundamentales de aquella centuria. En Heidegger, en particular, a su lectura de Hölderlin. Y de allí a hablar de pensamiento y creación como posibilidad de “religar” la unidad de la vida.

En tiempos recientes, religare participa de una renovada disputa vinculada al origen y sentido de la palabra religio, es decir: religión. Ligar, unir lo humano con lo celestial, sería la misión de lo religioso como experiencia.
Mas, todo apunta que una buena parte de quienes se miran como resguardas de lo “verdaderamente religioso”, seguirán afanándose en dar la razón a quienes como Giorgio Agamben advierten la manera en que relegare, separar al hombre de lo divino, se ha asentado y ganado la disputa por el alma de nuestra época.

De la mano de la acción de relegar al sujeto, de separarlo de lo divino, asoman los guardianes del “orden religioso original”, aquellos para quienes religio tiene lugar si y sólo si se mantienen intactas lo que Agamben llama “las formas que es preciso observar para respetar la separación entre lo sagrado y lo profano”.

Religar, vincular, unir. Relegar, dividir, segregar. Antes que un entresijo semántico, se trata de una divergencia radical.
Vacuidad de las formas y ritos. Puerilidad de la norma. La policía de la sacralidad dispuesta a evitar que el sujeto “común” traspase el valladar de lo que “debe de ser”.  

Tiempos de penuria, prefiguró el verso de Hölderlin. No la hay, como falta tampoco, sin embargo, en quien al profanar, religa, vincula, une. Sí, en cambio, en los que al perseguir, o relegar, encarnan “falta” de todo.

Penuria irremisible la de quien divide; la de quien segrega.
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sábado, 19 de noviembre de 2016

Simone Weil: epopeya

La capacidad de no ser indiferente





Destello.  Tangible. Certero. Ese momento. Doble dimensión. Convergencia única. Se sabe. Se es. Se comprende lo que en ese instante está siendo ser. De lo que está siendo. Parte y todo. Existir. Vida de los vivos.

Si Ovidio elige para sus Metamorfosis el género de la épica, lo hace, sin duda, convencido que ha de legarnos el principio de que toda transformación auténtica supone eso: una batalla, acaso una hazaña, sintetizada en una mezcla inefable entre el combatir imaginario y el real.

Épica es pues toda conversión. Al igual que elegía no tiene más remedio en ser toda escritura que compela al amor, en su sentido más amplio.

Entre una y otra, entre la épica, y la elegía, combate y exaltación, se asienta una idea luminosa: El tema, el protagonista genuino de la Ilíada, es la fuerza. La misma que, “cuando se ejerce hasta el extremo, —dice Simone Weil en su conocido ensayo sobre el poema homérico— hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver”.

Por su parte, de la desdicha de quien aguarda se sirve Ovidio en sus Cartas de las heroínas, para idear una Penélope confundida entre el reclamo y la desazón interminable. “Ven tú en persona, no me escribas ninguna carta”, le escribe a Ulises, para luego confiarle: “No sé qué temer; aun así, lo temo todo, —sufre Penélope— loca de mí, y un amplio campo se abre ante mis angustias”.

Épica y elegía. Ovidio y Weil convergen. Ésta vive sin saberlo sus últimos años. Estudia con pasión a los griegos. De Homero, saca una conclusión que aún cimbra: “no es posible amar y ser justo más que si conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo”.

Por eso, donde la Penélope de Ovidio describe el lento correr de los días, la fatiga de sus manos sobre el lienzo colgante, “mientras intento engañar con él horas las largas de la noche”, Weil alumbra: “Todo lo que en el interior del alma y en las relaciones humanas escapa al imperio de la fuerza es amado, pero amado dolorosamente, a causa del peligro de destrucción continuamente suspendido.  Ése es el espíritu de la única epopeya verdadera que posee Occidente”.

Conversión, épica que comprende la justeza frente a la desdicha; elegía, fortaleza del alma que advierte sobre el odio. Capaz de no serle indiferente.
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sábado, 5 de noviembre de 2016

António Lobo Antunes: entonces

Transformar todo en lenguaje






Un tarareo. Una melodía constante. Al centro del barullo. Del alboroto y el ruido insensato. Una fisura entre la que emergen, como volutas de humo, formas musicales. Unos cuantos acordes. Básicos, o no, eso no importa. Interesa que puedan repetirse. Que se fijen en el recuerdo. Tiempo que persista frente al tiempo.  Memoria. Aun siendo ésta, cual lo advirtiera Borges, aquel “quimérico museo de formas inconstantes, un montón de espejos rotos”.

Hay una forma del pensamiento que es eminentemente musical, sostenía Carlos Chávez en 1961, al acudir a Harvard a la Cátedra de Poética Charles Eliot Norton. “El creador artístico es un transformador. Transforma todo en un leguaje, traduce todo a su propio lenguaje artístico. Un compositor vuelve música todo aquello que absorbe del exterior, y todo lo que él es congénitamente; describe musicalmente su momento presente, de manera que, en realidad, toda la música es autobiográfica”.

Autobiográfica es toda música, dice Chávez. Quien la hace suya, sabe que sí. Pues si como Borges figuraba, somos memoria, hemos de ser, entonces también, la memoria de la música que perdura en cada cual. El rastro viviente de su significado. La posibilidad de volver a uno mismo, volviendo a ella.

Ha querido, así, António Lobo Antunes, ese otro Nobel que merece la lengua portuguesa, figurar en un personaje la negación de la muerte de aquel que da a cualquiera, en su música, una forma de decir(se) el mundo. “La muerte de Carlos Gardel”, se llama la novela.

En ella, Lobo Antunes fabula una buhardilla: “y en medio de violonchelos y pianos, Carlos Gardel cantando…con una voz que hería como un cuchillo cavando un surco entre tendones y músculos y cartílagos que chasqueaban, el limonero y las pilas antiguas brillaban en la noche, el gallinero hervía de alas…”

Y un día lo encuentra. O eso cree él. Lo confunde, claro. Pero su reconocimiento es sincero. Se está reconociendo a sí. Lobo Antunes lo sabe y le hace decir: “Porque cuando usted canta Melodía de arrabal”, le dice el personaje al Gardel que él cree vivo, “…comprendo finalmente el sentido de las cosas, que uno entrevé con absoluta nitidez, preciso, perfecto, luminoso, un segundo antes de despertar…”

Instante que toda vida es. Despertar. Para hallar, entre formas inconstantes y fugacidades atroces, una melodía. Un tarareo que permanece. La música que pervive. Un recuerdo que navega. Nosotros mismos. Ahí; entonces.
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sábado, 22 de octubre de 2016

Clarice Lispector: nada

La voluntad de lo invisible






Aturdimiento. Habitual. Útil, incluso. Necesario, tal vez. Una condición en la que se puede creer que no se está solo. Llegar a sentirse acompañado. Mirarse en la imagen de aquel que no deja de confeccionar cosas, ideas, visiones. Soñarse, despierto, dormido, planeando, elaborando. Sin parar; nunca.

Qué difícil es en cambio no hacer nada, escribe sensible e inteligente, Clarice Lispector. Negación explícita y voluntaria del homo faber. Silueta humana idealizada con la que el mundo moderno se instaló en el imaginario occidental.

Adentrarse en la voluntad de lo invisible. Tolerar desaparecer. Diluir lo que está a la vista. Despejar el camino hacia uno mismo. No solo. Únicamente a solas.  “Lo más difícil es no hacer nada: quedarse a solas frente al cosmos. Trabajar es aturdimiento. Quedarse sin hacer nada es la desnudez final”, en palabras de Lispector.

Unir puntos. Luminoso trabajo de editores. Al consistente proyecto editorial que camina bajo la tutela de Adriana Hidalga y Fabián Lebenglik, le debemos tanto la publicación de las peculiares crónicas que Lispector publicó en el Journal do Brasil, como un libro singular cuyo tema es una pasión humana desde tiempo inmemorial: Historia de la nada, del filósofo Sergio Givone.

Ni Lispector ni Givone, habrá que advertirlo, se asoman al nihilismo. No radica ahí su interés. Es una fuerza de atracción mayor la que los mueve. No indagan sobre una escuela de pensamiento, pues al fin y al cabo, el pensar mismo puede acabar siendo una forma del aturdimiento, dijera la incomparable escritora brasileña.

Juzgar más allá de lo que se nos presenta. Ese límite que es su propia existencia. Y la nuestra. Esa imposibilidad, ya cita Givone, de comprender las cosas frente a las cosas mismas. Con nosotros ahí. Sin alcanzar ni remotamente a imaginar el alcance absoluto del sistema que acoge a todas las cosas, y las hace ser lo que son.

Ha escrito Leonardo, a quien costaba mucho ya dejar de trabajar, ya dar por terminado un trabajo. Foso de doble abertura. Incontable. Y en medio de aquello, el genio enunciaba: “De las cosas grandes que entre nosotros se encuentran, el ser de la nada es grandísimo”.

Grandísimo, sí. Tal que, en nuestra pequeñez humana, nos quede, únicamente, no más que a solas, tener una tarde la fortuna de alcanzar a sentir bajo el tibio halo de su sombra, un hallazgo de libertad. Acaso (casi) nada.