sábado, 17 de diciembre de 2016

Giorgio Agamben: penuria

Entre lo sagrado y lo profano




Igual. Disímbola forma de lo propio. Indivisible tarea individual. Mas no menos colectiva.  Poetizar. Decir lo mismo. Sobre lo mismo. El “mismo objeto”. Indagación común, entonces. Troncos vecinos, llamó Heidegger a cantar y pensar, formas convergentes del acto poético. El pensar auténtico crea. La creación no puede serlo si no es pensamiento.

La experiencia de pensar-actuar-crear, establece Xirau en el ensayo que dedica al alemán y su relación con lo sagrado, no puede entonces sino entenderse como un acto en el que la condición múltiple y dispersa del mundo, vuelve a estar ligada, unida. Como un acto de religación, dice textualmente.

Aquello que identifica como “el pensamiento religioso” en el siglo XX, conducirá a Xirau a indagar sobre la sombra de lo sagrado en cuatro pensadores fundamentales de aquella centuria. En Heidegger, en particular, a su lectura de Hölderlin. Y de allí a hablar de pensamiento y creación como posibilidad de “religar” la unidad de la vida.

En tiempos recientes, religare participa de una renovada disputa vinculada al origen y sentido de la palabra religio, es decir: religión. Ligar, unir lo humano con lo celestial, sería la misión de lo religioso como experiencia.
Mas, todo apunta que una buena parte de quienes se miran como resguardas de lo “verdaderamente religioso”, seguirán afanándose en dar la razón a quienes como Giorgio Agamben advierten la manera en que relegare, separar al hombre de lo divino, se ha asentado y ganado la disputa por el alma de nuestra época.

De la mano de la acción de relegar al sujeto, de separarlo de lo divino, asoman los guardianes del “orden religioso original”, aquellos para quienes religio tiene lugar si y sólo si se mantienen intactas lo que Agamben llama “las formas que es preciso observar para respetar la separación entre lo sagrado y lo profano”.

Religar, vincular, unir. Relegar, dividir, segregar. Antes que un entresijo semántico, se trata de una divergencia radical.
Vacuidad de las formas y ritos. Puerilidad de la norma. La policía de la sacralidad dispuesta a evitar que el sujeto “común” traspase el valladar de lo que “debe de ser”.  

Tiempos de penuria, prefiguró el verso de Hölderlin. No la hay, como falta tampoco, sin embargo, en quien al profanar, religa, vincula, une. Sí, en cambio, en los que al perseguir, o relegar, encarnan “falta” de todo.

Penuria irremisible la de quien divide; la de quien segrega.
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sábado, 19 de noviembre de 2016

Simone Weil: epopeya

La capacidad de no ser indiferente





Destello.  Tangible. Certero. Ese momento. Doble dimensión. Convergencia única. Se sabe. Se es. Se comprende lo que en ese instante está siendo ser. De lo que está siendo. Parte y todo. Existir. Vida de los vivos.

Si Ovidio elige para sus Metamorfosis el género de la épica, lo hace, sin duda, convencido que ha de legarnos el principio de que toda transformación auténtica supone eso: una batalla, acaso una hazaña, sintetizada en una mezcla inefable entre el combatir imaginario y el real.

Épica es pues toda conversión. Al igual que elegía no tiene más remedio en ser toda escritura que compela al amor, en su sentido más amplio.

Entre una y otra, entre la épica, y la elegía, combate y exaltación, se asienta una idea luminosa: El tema, el protagonista genuino de la Ilíada, es la fuerza. La misma que, “cuando se ejerce hasta el extremo, —dice Simone Weil en su conocido ensayo sobre el poema homérico— hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver”.

Por su parte, de la desdicha de quien aguarda se sirve Ovidio en sus Cartas de las heroínas, para idear una Penélope confundida entre el reclamo y la desazón interminable. “Ven tú en persona, no me escribas ninguna carta”, le escribe a Ulises, para luego confiarle: “No sé qué temer; aun así, lo temo todo, —sufre Penélope— loca de mí, y un amplio campo se abre ante mis angustias”.

Épica y elegía. Ovidio y Weil convergen. Ésta vive sin saberlo sus últimos años. Estudia con pasión a los griegos. De Homero, saca una conclusión que aún cimbra: “no es posible amar y ser justo más que si conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo”.

Por eso, donde la Penélope de Ovidio describe el lento correr de los días, la fatiga de sus manos sobre el lienzo colgante, “mientras intento engañar con él horas las largas de la noche”, Weil alumbra: “Todo lo que en el interior del alma y en las relaciones humanas escapa al imperio de la fuerza es amado, pero amado dolorosamente, a causa del peligro de destrucción continuamente suspendido.  Ése es el espíritu de la única epopeya verdadera que posee Occidente”.

Conversión, épica que comprende la justeza frente a la desdicha; elegía, fortaleza del alma que advierte sobre el odio. Capaz de no serle indiferente.
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sábado, 5 de noviembre de 2016

António Lobo Antunes: entonces

Transformar todo en lenguaje






Un tarareo. Una melodía constante. Al centro del barullo. Del alboroto y el ruido insensato. Una fisura entre la que emergen, como volutas de humo, formas musicales. Unos cuantos acordes. Básicos, o no, eso no importa. Interesa que puedan repetirse. Que se fijen en el recuerdo. Tiempo que persista frente al tiempo.  Memoria. Aun siendo ésta, cual lo advirtiera Borges, aquel “quimérico museo de formas inconstantes, un montón de espejos rotos”.

Hay una forma del pensamiento que es eminentemente musical, sostenía Carlos Chávez en 1961, al acudir a Harvard a la Cátedra de Poética Charles Eliot Norton. “El creador artístico es un transformador. Transforma todo en un leguaje, traduce todo a su propio lenguaje artístico. Un compositor vuelve música todo aquello que absorbe del exterior, y todo lo que él es congénitamente; describe musicalmente su momento presente, de manera que, en realidad, toda la música es autobiográfica”.

Autobiográfica es toda música, dice Chávez. Quien la hace suya, sabe que sí. Pues si como Borges figuraba, somos memoria, hemos de ser, entonces también, la memoria de la música que perdura en cada cual. El rastro viviente de su significado. La posibilidad de volver a uno mismo, volviendo a ella.

Ha querido, así, António Lobo Antunes, ese otro Nobel que merece la lengua portuguesa, figurar en un personaje la negación de la muerte de aquel que da a cualquiera, en su música, una forma de decir(se) el mundo. “La muerte de Carlos Gardel”, se llama la novela.

En ella, Lobo Antunes fabula una buhardilla: “y en medio de violonchelos y pianos, Carlos Gardel cantando…con una voz que hería como un cuchillo cavando un surco entre tendones y músculos y cartílagos que chasqueaban, el limonero y las pilas antiguas brillaban en la noche, el gallinero hervía de alas…”

Y un día lo encuentra. O eso cree él. Lo confunde, claro. Pero su reconocimiento es sincero. Se está reconociendo a sí. Lobo Antunes lo sabe y le hace decir: “Porque cuando usted canta Melodía de arrabal”, le dice el personaje al Gardel que él cree vivo, “…comprendo finalmente el sentido de las cosas, que uno entrevé con absoluta nitidez, preciso, perfecto, luminoso, un segundo antes de despertar…”

Instante que toda vida es. Despertar. Para hallar, entre formas inconstantes y fugacidades atroces, una melodía. Un tarareo que permanece. La música que pervive. Un recuerdo que navega. Nosotros mismos. Ahí; entonces.
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sábado, 22 de octubre de 2016

Clarice Lispector: nada

La voluntad de lo invisible






Aturdimiento. Habitual. Útil, incluso. Necesario, tal vez. Una condición en la que se puede creer que no se está solo. Llegar a sentirse acompañado. Mirarse en la imagen de aquel que no deja de confeccionar cosas, ideas, visiones. Soñarse, despierto, dormido, planeando, elaborando. Sin parar; nunca.

Qué difícil es en cambio no hacer nada, escribe sensible e inteligente, Clarice Lispector. Negación explícita y voluntaria del homo faber. Silueta humana idealizada con la que el mundo moderno se instaló en el imaginario occidental.

Adentrarse en la voluntad de lo invisible. Tolerar desaparecer. Diluir lo que está a la vista. Despejar el camino hacia uno mismo. No solo. Únicamente a solas.  “Lo más difícil es no hacer nada: quedarse a solas frente al cosmos. Trabajar es aturdimiento. Quedarse sin hacer nada es la desnudez final”, en palabras de Lispector.

Unir puntos. Luminoso trabajo de editores. Al consistente proyecto editorial que camina bajo la tutela de Adriana Hidalga y Fabián Lebenglik, le debemos tanto la publicación de las peculiares crónicas que Lispector publicó en el Journal do Brasil, como un libro singular cuyo tema es una pasión humana desde tiempo inmemorial: Historia de la nada, del filósofo Sergio Givone.

Ni Lispector ni Givone, habrá que advertirlo, se asoman al nihilismo. No radica ahí su interés. Es una fuerza de atracción mayor la que los mueve. No indagan sobre una escuela de pensamiento, pues al fin y al cabo, el pensar mismo puede acabar siendo una forma del aturdimiento, dijera la incomparable escritora brasileña.

Juzgar más allá de lo que se nos presenta. Ese límite que es su propia existencia. Y la nuestra. Esa imposibilidad, ya cita Givone, de comprender las cosas frente a las cosas mismas. Con nosotros ahí. Sin alcanzar ni remotamente a imaginar el alcance absoluto del sistema que acoge a todas las cosas, y las hace ser lo que son.

Ha escrito Leonardo, a quien costaba mucho ya dejar de trabajar, ya dar por terminado un trabajo. Foso de doble abertura. Incontable. Y en medio de aquello, el genio enunciaba: “De las cosas grandes que entre nosotros se encuentran, el ser de la nada es grandísimo”.

Grandísimo, sí. Tal que, en nuestra pequeñez humana, nos quede, únicamente, no más que a solas, tener una tarde la fortuna de alcanzar a sentir bajo el tibio halo de su sombra, un hallazgo de libertad. Acaso (casi) nada.

sábado, 8 de octubre de 2016

Vila-Matas: imagen

La era de la indolencia o el final de las ventanas




Patios. Ventanas. Fuentes de luz. Y de una discusión. Si es que fueron los patios, llamados atrium, por donde en la antigua Roma luz y aire entraban, se explicaría con ello que la raíz fuese ventus, viento, o wind, para window.
Pero si como sostienen otros, fenestra, la vieja nominación latina, fuese el punto de partida, habría forma de relacionarla con la partícula de raíz indoeuropea: bha-pha-fa. Es decir, brillar. Componente, además, de palabras como fantasía o fantasma.

Cautivado, y cómo no estarlo, por la figura del fantasmal oficinista que a todo responde “preferiría no hacerlo”, de Melville, el español Vila-Matas entreteje géneros y épocas para rastrear en “Bartleby y Compañía”, a quienes pudiendo haber escrito más, renunciaron a seguirlo haciendo.

El no hacer como forma extrema del hacer. Esos seres, dice Vila Matas, en los que habita una profunda negación del mundo. Porque, dice, “sólo de la pulsión negativa, sólo del laberinto del No puede surgir la escritura por venir”.

De suerte tal que, de aceptarse una noción de escritura como un abrirse al mundo y permitir que su aire y luz llenen la habitación propia, su contrario, ese arte de la negativa del que habla Vila Matas, vendría a ser el sitio del que por decisión propia ha decidido quedarse encerrado en el adentro del adentro, luego de haber cerrado, para siempre, toda ventana, todo intersticio.

De otro modo, Duchamp construyó la historia de su propia ventana. La de 1920. A la que tituló “Fresh Widow”, en un juego de palabras con la palabra “viuda” en inglés.

Una miniatura que el artista encargó a un carpintero de Nueva York. Al recibirla, cubrió los ocho paneles que simulan el lugar de los vidrios, con cuero negro que, planteaba Duchamp, debían ser limpiados a diario para dar la impresión de que la habitación al otro lado estaba a oscuras. Brillo evocativo.

Oscuridad brillante, mutismo expresivo, arrasados por el viento de esta época. Ventanas con forma de redes. Inconmensurable atrium de un decir sin mesura.

La era del vacío, la llamó Lipovetsky. Frenética experiencia de la escritura vacía. La resistencia de Bartleby, suplida por el cotilleo infinito. Duchamp, imitado en plastipiel. Hueca ventana sin nada al otro lado.

Ni un respiro. Parloteo ensordecedor. La voz íntima desvaída, desvalida, sobre el vaho. Ni aire ni luz. Ventanas tapiadas con espejos. En cada una, el rostro propio.

Ese fantasma.  
(Este texto apareció originalmente en el Diario La Crónica, de la Ciudad de México)



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domingo, 2 de octubre de 2016

Ivo Andric: puentes

Metáforas de lo imprescindible





Sólidos. Útiles. Firmes. Una historia en sí mismos. De un lado a otro. Leer los puentes, la bella expresión de Denison y Stewart en su condensado recorrido histórico, es comprenderlos. Lo útil y lo bello. La función y su emotividad. El comercio, la expansión de las ciudades, el desarrollo del ferrocarril, la comunicación entre regiones. Tanto y más debe lo humano a los puentes.

Madera, piedra, acero, hormigón, vidrio templado. Y luego los materiales secundarios. Encargo nada menor el que tienen: unir, asegurar, reforzar. El mortero de cal que une a las piedras entre sí. Los clavos de acero que refuerzo de la madera. Las juntas de hierro y las propiedades del hormigón armado, pre o postensado.

Estructuras de lo tangible, pero no menos metáforas de lo necesario, todo cuenta en los puentes. Todo en ellos narra. Exactamente como la inteligencia emotiva del nobel serbocroata Ivo Andric sigue haciéndonos ver en su muy bella novela: “Un puente sobre el Drina”. Sensible pesquisa sobre el alma del macizo de piedra cincelada, que desde la época medieval es orgullo de la ciudad de Visegrad, en Bosnia.  

Punto de encuentro, tal cual es todo puente, Andric se vale de éste para reconstruir a su modo la crónica del encuentro y desencuentro de dos civilizaciones, cuyo punto de convergencia se halla inicialmente en el ensueño de un hombre que pertenece por igual a ambas. Un hombre, el primero, cuenta Abdric al dar cuenta sobre el origen del puente de Visegard, que “entre un instante tras sus párpados cerrados, vislumbró la silueta robusta y elegante del gran puente de piedra que habría de ser levantado”.

Durante siglos, este puente vinculó al mundo cristiano y el islámico. De modo simultáneo, resguardó leyendas e historias personales. Amalgamando entre sus piedras “destinos que están tan entremezclados que no se les puede imaginar ni contar por separado”, escribe Andric.

Y acaso porque al unir dos orillas, todo puente une mucho más, en sociedades fracturadas se urge de modo metafórico y real “a tender puentes”. Se apura a dar con quien sea capaz de idearlos y hacerlos posibles de modo perdurable. Pues va en ello, a no dudarlo, buena parte del anhelo de que las separaciones no se ahonden.

Impredecibles y sombríos, el pérfido torrente de la cólera. Salvarlo, emplaza a la audacia y la capacidad para imaginar y erigir puentes. Firmes. Duraderos. Sólo así.


(Texto publicado originalmente el Diario Crónica, de la Ciudad de México)

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sábado, 24 de septiembre de 2016

Anish Kapoor: presencia


La dimensión convertida en espacio




Objetos. Se pensaría. Gigantescos. Como para llenar el vacío entero. Rara frase. Intencionadamente rara. Paradójica. Pero no.
El artista no hace objetos. Aunque los haga. Incluso monumentales. Como el vacío. El artista, eso dice Anish Kapoor, hace mitologías. Lo sucedáneo al vacío, si de Hesíodo habremos de fiarnos.
Lo enorme no es lo infinito. Así no exista enormidad mayor, si se quiere asumir de esa manera, que la infinitud.
Es la dimensión convertida en espacio.
Aquella materialidad que ha de recorrerse al tiempo que ésta envuelve a quien la transita. El tiempo que lleva circundarla. El impacto mismo de mirarse visto por aquello.
¿Dónde comenzó el relato? En la arena. El pigmento. Torcer, modelar, dibujar las formas de la naturaleza. Convertirlas en reflejo y deformidad de la vida sin más.
Dimensión, materialidad y espacio. La dimensión material del espacio material. La conquista de ambos, espacio y materia, se torna en un elemento central de toda obra. Hace sobresalir lo que en “Bioarte: Arte y vida en la era de la Biotecnología, López del Rincón, bien llama “su contexto relacional”.
Una mitología de la espacialidad en la que, citando a Fried, “el objeto y no el observador, debe ser el centro o foco de la situación, pero la misma situación pertenece a al observador, es su situación”.
Hay una relación material ineludible, pues, entre arte y vida, dimensiones imbricadas, puestas en evidencia de pertenencia y “despertenencia” entre los del espacio y del tiempo. Copresencia de la inmaterialidad, también, inmutable y mutante que configura toda mitología.
No hay un objeto frente a nosotros, hay una mitología de la que, al igual que del objeto, formamos parte. 
Rohinton Mistry, otro hindú, nacido igualmente en Bombay y que como Kapoor no vive en la India hace años, hace notar que los niños no hacen juicios sobre qué detalles son los importantes, los atrapan todos.
Y si la peor parte de la pobreza extrema, es el efecto de ceguera frente a ella misma que genera, dice el autor de “Asuntos de familia” y “Un perfecto equilibrio”, esa otra forma de la mitología moderna que son las novelas, el arte procede en sentido inverso: revela en su presencia, toda la ausencia entera de la que estamos hecho.
Esa tarea, monumental per se, sobrepasa por mucho las posibilidades de objeto alguno.
No de la mitología. De ella, acierta Kapoor, desde luego que no.


* Este texto apareció originalmente en el periódico mexicano La Crónica de Hoy

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