martes, 22 de agosto de 2017

Arthur Koestler: espejos

El cielo y la roca



Un aguacero. Una tormenta. Un imparable vendaval en el que cada gota de lluvia mantiene en su interior el destello del conjunto. 

Tal es la imagen que usa Butterfield para describir aquello que produce el pensamiento de Arthur Koestler. Un disidente nato, como él se llama a sí mismo.

Mente luminosa, subyugada a su vez por desentrañar de qué manera procede el intelecto.

 Koestler se mantiene firme en la idea de indagar sobre el misterio que reside en las intimidades de ciertas mentes y el método que les llevó a recomponer los vínculos entre las piezas del rompecabezas de la existencia.

Cómo “cada nuevo punto de partida, cada recomposición de lo que se había separado, comporta la destrucción de los rígidos y osificados modelos de comportamiento y pensamiento anteriores”. 

De ahí que la vida no pueda ser comprendida, pensaba Koestler, sino como una suerte de libro escrito en tinta invisible. 

Un testimonio del cual, asegura en Euforia y utopía, “sólo en raros momentos de gracia, conseguimos descifrar algún pequeño fragmento”.

La obsesión del científico y el artista está ahí: descifrar. 

De las “almas inflexibles”, como las nombra Vargas Llosa en su Prólogo a El cero y el finito, la novela que Koestler escribió para tratar de explicarse de qué manera operó la mente de los héroes soviéticos para aceptar absurdas acusaciones de Stalin y resignarse a la muerte.

Hasta Newton, quien “con el auténtico paso firme de los sonámbulos”, describe, consiguió percibir que los fragmentos dispersos, que las ideas contradictorias de Galileo y Kepler, eran piezas de un mismo cuerpo.

Si aceptamos que los cambios en la manera de pensar, funcionan para un colectivo o para una persona, a manera de mutaciones, asevera Koestler.

No puede dejar de sorprender, así, que mientras los cambios físicos entre el hombre primitivo y el actual no son demasiados, la evolución de la mente es incalculable.  

No suficiente, eso sí, para haber previsto el saldo social que las cuentas del siglo XX y década y media del XXI arrojan.

 O para eludir, dice Koestler, la manera en que la esclavitud hipnótica ante los aspectos numéricos de la realidad ha embotado nuestra percepción de los valores no cuantificables.


Desnudo, pues, frente al espejo de un “cielo abstracto sobre una roca desnuda”, el espíritu no tiene hoy más camino que buscar nuevas cosmologías de su destino y sentido.

@atenoriom
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martes, 15 de agosto de 2017

Ian McEwan: sentir


  El cerco de la emotividad



Saber anterior. Si parece, es. Lo general es particular. Camino de ida y vuelta. Naturalmente.    

Inducción e hipótesis comparten la condición de ampliar lo observado, como gustaba de plantearlo los tratadistas de lógica del XIX británica.

La inducción, sin embargo, está vinculada a concluir que “hechos similares a los hechos observados son verdaderos en casos no examinados”. 

Es decir, donde inducción clasifica; hipótesis explica, asevera Peirce.

Siglos antes, en Sobre la naturaleza de los dioses, deslumbrante tratado ya desde su mismo título, entre inducción e hipótesis, Cicerón había introducido al campo del juego de lo verosímil a la inferencia.

Hay cosas, los dioses, desde luego, que existen gracias a lo que Cicerón no duda en llamar “la inferencia necesaria”, pues, asevera, “poseemos un instintivo –o mejor aún­– innato concepto de ellos”.

La unanimidad, así sea la de quienes nos son idénticos, es una forma de la verdad, dado que, afirma categórico Cicerón “una creencia que todos los hombres de una manera natural comparten debe ser necesariamente verdadera”.

La base está sentada. El razonar de este presente en brumas, el nuestro, tendrá así a la inferencia a su casi única forma de mutación sobre la reinante indiferencia.

De la indiferencia a la inferencia lo que se activa es el sentir. Da en el blanco, no es raro, Ian McEwan en su paráfrasis de Hamlet, a la que ha titulado Cáscara de nuez.

Dice el novelista, “sentiré, ergo seré”. Un personaje que (se) intuye desde su condición de no nato como “un activista de las emociones”, en un mundo donde la sensibilidad lo es todo.

Mundo viejo, éste, que se debate entre la exacerbación de lo sensible y el ingenuo reclamo de anteponer el hecho.

El relato de la subjetividad ha sucumbido. Reina la inferencia (necesaria, se dirá, siempre). 

El “yo vulnerable”, basta para legitimar la verdad de lo que se siente como verdadero. Pues tiene en su sentir el epicentro de su identidad universal, él mismo.
McEwan escribe desliza su pluma sobre frontera de la percepción, el útero de la madre. Voz del que sólo infiere. 

“Mi identidad será mi única posesión preciosa y verdadera, mi acceso a la única verdad”, afirma ese Hamlet nonato que habla desde el interior de la madre adúltera.

Por qué sorprenderse, entonces, que para la “manera natural” de sentir que se cree, de creer que se siente que se cree, “las mentiras serán su verdad”.

Así de unánime y natural; como una nuez, así.



@atenoriom
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martes, 8 de agosto de 2017

Margaret Atwood: límite


Un plato detrás de cada puerta




Anteriores a las ventanas, son las puertas.

Documentado está que la casa prototípica de los sumerios constaba de habitaciones en forma de rectángulo, acomodadas alrededor de un patio, por cuyo techo dejaba entrar luz y aire.

No había ventanas. Mas sí una abertura que, a modo de puerta, comunicaba la vivienda con la calle.

Innumerables tablones de cedro, asegura por su parte la Biblia, conjuntó el Rey David para construir el gran Templo.

El mismo cuya edificación sería obra de su hijo Salomón, y cuya destrucción es un eco de lo que parece, hasta nuestros días, un conflicto inextinguible.

Metáfora de lo que se traspasa, lo es asimismo de aquello que se resguarda. Puertas tienen las viviendas y los templos.

Puertas tienen también las tumbas y las bóvedas. Simples, ornamentadas. Protegen y encierran. Acceso. Cerrojo. Límite.

Están ahí, las puertas, en recuerdo tanto de lo que está al alcance, como de lo que no.

Hace justo cien años, en 1917, Rodin accedió a ver culminada su majestuosa Puerta de los infiernos. Había comenzado a trabajar en ella en el ya para entonces lejano 1880 para la gran Exposición Mundial de 1889 en París.

Mientras preparaba la obra magna, Rodin trabajó más de 200 piezas que combinan personajes de Dante, Baudelaire y Ovidio, y que nutrirían durante muchos años su imaginario. 

Al final, desistió de ver terminada su puerta monumental.

Acaso en 1917, sin saber que moriría pronto, aceptó la idea de una fundición de la Puerta del infierno, que tampoco alcanzó a ver realizada.

Noventa años más tarde, más conocida como novelista, la canadiense Margaret Atwood elige la amplia metáfora de la puerta para dar título a una de sus compilaciones poéticas.

Desde la infancia hasta la vejez, Atwood se adentra, traspasa la puerta de la escritura, cierta de que cruzar ese umbral es indagar entre luces y sombras, un andar formulado desde el cuestionamiento perenne, antes que desde las certezas inamovibles.

“La puerta se abre: 
Oh, dios de los goznes, 
dios de los largos viajes,
 has cumplido tu palabra…”
 escribe Atwood.

Nadie ha de querer un deseo muerto, traza la canadiense en esa sección que dedica justo a la vejez y sus aprendizajes.

Ve, la poeta. 

Ve, como ella dice, la oscuridad, sin miedo, con gratitud existencial. En una era en la que nadie es viejo. Nadie quiere serlo; nunca.

Así su deseo de eterna juventud sea una puerta que esconde, detrás, un plato de deseo frío y muerto.


Infernal.

@atenoriom
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miércoles, 2 de agosto de 2017

Paul Celan: personal

Caber en la Palabra





Tu decir. Exceso. Habla tú también. Carencia. No el último. El primero. ¿Dónde está tu ojo?

Pavoroso. Mirar ir a la muerte a los que se ha amado. Al tendero de la esquina. A la maestra del hijo. Al propio hijo.

Y si aun aquello no fuera poco, se cuenta, sobre cómo podía ser uno mismo, cualquiera, el músico que acompañara a los condenados a la cámara de gas.

Vecinos, amigos, familiares que hacían tocar sus instrumentos, que antes hubieron de sonar para el Klezmer. Formados ahora para que aquellos acordes “cavasen tumbas en el aire”.

Un tango, sí, un tango en medio de aquella demencia criminal. Precisamente aquel que a Hitler tanto le gustaba. 

Y cuyo autor lo había tocado para el Führer en Berlín, en 1939. ¿Su título?, Plegaria

Infinita la capacidad de lo macabro para desdoblarse en algo aun peor.

De semejante crueldad, da cuenta la inteligencia acuciosamente luminosa de José Ángel Valente, conocedor como pocos de quien es quizá el poeta mayor del siglo XX, Paul Celan.

“Bajo el cielo sombrío”, húmeda aún de lo oscuro, la Palabra de Celan, dice Valente, “se abandonan a la esperanza”, habiendo brotado, paradójicamente, de un tiempo sobre el que pareciera que todo decir resulta insuficiente, inútil, impronunciable.

Asesinados sus padres por los nazis, el joven poeta, llamado todavía Paul Antschel, publica en 1947, su primer poema bajo otro nombre. 

“…sonad con más tristeza sombríos violines y subiréis como humo en el aire/y tendréis una tumba en las nubes”, traduce Valente.

“Negra leche del alba te bebemos de noche/ al medio día y la mañana y al atardecer/ bebemos y bebemos”. El nombre. El que se nos da. El que elegimos.

El lugar, Bucarest. 1947. El título del poema, “Todesfuge”. En rumano aparecerá como “Tangoul Mortii”, (“Tango de muerte”, en español). 

Lo firma, ya no Paul Anstchel, sino un tal Paul Celan.  

A contraflujo del tiempo nuestro, reino de la verborrea, sobresale, inmenso, el rigor con que Celan atendía qué poemas eran publicables.

Desechaba mucho de lo escrito, cuenta José Ángel Valente, o bien porque le parecía inacabado, o por ser “excesivamente personales”.

Ahogado de estulticia, el presente torna lo “excesivamente personal” en atributo.

Narcisista festín del no tener nada (más) qué contar. Un desparramarse; cual si lo vacío pudiera ser vaciado.


Evidencia, trágica, de un no caber en la Palabra; mucho menos en sí. 

martes, 25 de julio de 2017

Michel Onfray: después


La festinada obligación del canto
A mi padre, en sus 81



Al llegar a los ochenta, Henry Miller escribió un breve y luminoso ensayo sobre ese hecho. Quizá porque pensaba, a la par de Withman, su respetado precursor, que los años se resumían en la festinada obligación de cantarse a sí mismo, de celebrarse a sí mismo.
Tal como hace ver Hernán Lara Zavala, quien prologa el ensayo, se trata de una melancólica a la vez que vital revisión de sus principios y el estado del mundo. Al que Miller reclama con enjundia el haber perdido “la grandeza, belleza, amor compasión y libertad”.
El diagnóstico de los males del mundo no es halagüeño. Cierto. Mas no falta en él, así sea de modo caustico, una sabia gratitud a la vida.
Dice Miller: “Si a los ochenta años…si las aves y las flores, si las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma”.
 Al igual que el célebre escritor norteamericano, un día el padre del filósofo francés Michel Onfray llegó a los ochenta años. Sano, fuerte, lúcido, él, que nunca en su vida había salido de su pueblo natal, recibió un regalo del vástago. Un viaje a la Tierra de Baffin, en lo alto de Canadá, más allá del Círculo polar.
El regalo es resultado de un entrañable recuerdo de infancia que Michel Onfray conserva. Su padre, un agricultor normando, siembra papas ayudado por el hijo de diez años. De pronto, éste le interpela: a dónde irías, si un genio te diera a escoger realizar un viaje. El padre del hoy filósofo no duda: al Polo Norte.
Ejercicio escritural y de pensamiento sobre el frío, el espacio, el lenguaje, las piedras, la supervivencia, el rito, y algunos de las calamidades de la civilización actual. El viaje acaba siendo plasmado en un libro.
“Antes del tiempo”, comienza por escribir Onfray en Estética del Polo Norte, “cuando no había referentes…la superioridad de la piedra era absoluta”. El Gran Norte es la tierra donde la historia se rinde sólo frente al lector atento, paciente.
Crítico implacable de la sociedad de consumo, postulante de lo insumiso, hacia el final de su relato, personal, filosófico, social, Onfray desliza: “el último que ama, sostiene los lazos de la eternidad”. La vida (de)cantada y vivida.
Entre la confusa prisa que la sobrevivencia impone en nuestra era: calma, certeza, serenidad.
Celebración. Canto al encuentro. En el después del tiempo. Continuo.


@atenoriom
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miércoles, 19 de julio de 2017

Kadaré: recomenzar

Contra el olvido




Afán. Vano. Inconcluso. Condena. Insalvable. Precipicio simulado. El de la repetición. Ese volver. Sin regreso.

En dos concepciones, Occidente resumió la manera en que la vida podía ser encarada. 

Sólo dos, quizá. La de quien carga o empuja. La de quien emprende el camino en busca de las cosas del mundo.

Valéry, el poeta del siglo que amanecía, y su Sísifo en la tarea interminable. 

Blachot, la lucidez del medio camino, y su Orfeo, primero acaso en saber lo que el aire, el destiempo de una mirada, es capaz de desvanecer. 

Ahí, los dos. 

La roca que se empuja por una pendiente. Así, la vida, ejemplificará Sísifo. Hasta el punto más alto. Sólo para ver de qué manera rueda ladera abajo. 

Un volver a comenzar, sin distracción ni respiro.

Del lado de Blachot, la imagen es Orfeo. Descender. Andar a tientas. Recorrer el oscuro camino en busca de… 

Traerlo de vuelta al mundo. Verlo perder(se).

Empujar la roca. Rescatar de entre lo que se ha perdido. 

Sólo en lo humano recomenzar es un acto consciente. Conclusión, aprendizaje vital, de la disyuntiva.

 Urge la memoria de lo intemporal. Pero no menos, el recuento del tiempo de la historia inmediata. 

De lo uno y lo otro ocuparse, si es que se quiere comprender lo que se es, en lo que se ha sido; lo que se ha sido, en lo que se es.

Esta es la premisa desde la que Ismaíl Kadaré, el extraordinario narrador albanés, hace converger memoria y porvenir en Réquiem por Linda B

Novela, señala el habitual candidato al Nobel, “dedicada a todas las jóvenes que nacieron, se criaron y se hicieron mujeres en la deportación”.

Porque es en lo vivido, basta que sea por uno solo, una sola, de la especie, reside la evocación imborrable de lo intemporal. 

No, no hay “borrón y cuenta nueva”. Aunque se quiera. O se finja que es así.

Se recomenzará, sí. Como Sísifo o como Orfeo. 

Como el mismo Kadaré, y tantos, luego de la Albania comunista. Pero el camino es la traza de lo andado. 

Aun, o, por sobre todo, cuando apunta hacia delante.

Linda B., es Eurídice, la de Orfeo y la de la familia perseguida, la de Kadaré y la de la violencia que pervive. 

Recomenzar no será, pues, en tanto no sea un reconocer.

Infructuoso no es el recomienzo, sino procurar el olvido.

@atenoriom
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miércoles, 12 de julio de 2017

W. B. Yeats: crepúsculo


Dar forma a lo común




Turbamulta. Antigua. Estados del ánimo. Nacida del fuego. Volver a narrar. De un modo distinto.
Decirle a un niño que las cigüeñas traen a los recién nacidos, es también decirle la verdad, escribía Freud, en 1927, en El porvenir de una ilusión
Título que resulta revelador por sí mismo.
Es la ilusión que se le dice una verdad, la verdad del tipo de verdades que el infante espera, lo que hace que éste, y Freud con él, construyan la idea de que el cuento de las cigüeñas es un modo, extraño, pero un modo, al fin, de narrar un origen, general y propio.
Contar y cantar. Crepúsculo y alba. Pasado y porvenir. Narrativas. Formas del relato, la relatio, relación, entre lo eminentemente personal y lo inocultablemente comunitario.
Mitologías, como esas narraciones que tornan en formas colectivas que moldean y dan forma a lo común. Configurando, así, una gran historia de la humanidad, habría señalado Campbell.
Si en la ilusión estuviere el porvenir, parafraseando a Freud, cada época no ha de tener sino las mitologías que se merece. Las que se gana. 
Aquellas que la dimensión de su espíritu y arrojo le granjea, habría de con toda razón reclamar W.B. Yeats.
Para la suya, el entresiglo del XIX al XX, el gran poeta irlandés, trajo a los de su tiempo hadas, demonios, elfos y más. Un mundo distinto, arguye, del malogrado mundo nuestro.
Porque “las cosas que un hombre ha oído son hilos de vida”, y la “esperanza y la memoria tienen una hija, cuyo nombre es arte”, escribe el poeta.
Lo que sin haber sucedido jamás, ocurre (aún), es siempre, si hemos de parafrasear la definición atemporal que de lo mítico se atribuye a Salustio. 
Esas narraciones, para seguir a Yeats, que hacen ver que, de pronto, ha habido en el ayer común, hay en el ahora propio, seres “que tienen un espíritu dentro”.
 Así sea que, en el lugar de los bosques, lagos y montañas, se hallen también esos hombres “que no quieren sino ver maldad”.
De los celtas, Yeats trae al presente, su presente, el nuestro, la certeza de que hay “estados incorpóreos del ánimo”, espíritus que al envejecer conservan la ligereza de los sueños.
Renovadas narrativas, de lo nuevo en lo vetusto, de lo añejo en el porvenir, que merecen, por toda verdad, una ilusión y la de miles.

Un porvenir.

@atenoriom