El cerco de la emotividad
Saber anterior. Si parece, es. Lo general es
particular. Camino de ida y vuelta. Naturalmente.
Inducción e hipótesis comparten la condición de ampliar lo observado, como gustaba de
plantearlo los tratadistas de lógica del XIX británica.
La inducción, sin embargo, está vinculada a concluir
que “hechos similares a los hechos observados son verdaderos en casos no
examinados”.
Es decir, donde inducción clasifica; hipótesis explica, asevera
Peirce.
Siglos antes, en Sobre
la naturaleza de los dioses, deslumbrante tratado ya desde su mismo título,
entre inducción e hipótesis, Cicerón había introducido al campo del juego de lo
verosímil a la inferencia.
Hay cosas, los dioses, desde luego, que existen gracias
a lo que Cicerón no duda en llamar “la inferencia necesaria”, pues, asevera,
“poseemos un instintivo –o mejor aún– innato concepto de ellos”.
La unanimidad, así sea la de quienes nos son idénticos,
es una forma de la verdad, dado que, afirma categórico Cicerón “una creencia
que todos los hombres de una manera natural comparten debe ser necesariamente
verdadera”.
La base está sentada. El razonar de este presente en
brumas, el nuestro, tendrá así a la inferencia a su casi única forma de
mutación sobre la reinante indiferencia.
De la indiferencia a la inferencia lo que se activa es
el sentir. Da en el blanco, no es
raro, Ian McEwan en su paráfrasis de Hamlet, a la que ha titulado Cáscara de nuez.
Dice el novelista, “sentiré, ergo seré”. Un personaje
que (se) intuye desde su condición de no nato como “un activista de las
emociones”, en un mundo donde la sensibilidad
lo es todo.
Mundo viejo, éste, que se debate entre la exacerbación
de lo sensible y el ingenuo reclamo de anteponer el hecho.
El relato de la subjetividad ha sucumbido. Reina la
inferencia (necesaria, se dirá, siempre).
El “yo vulnerable”, basta para
legitimar la verdad de lo que se siente
como verdadero. Pues tiene en su sentir
el epicentro de su identidad universal,
él mismo.
McEwan escribe
desliza su pluma sobre frontera de la percepción, el útero de la madre. Voz del
que sólo infiere.
“Mi identidad será mi única posesión preciosa y verdadera, mi
acceso a la única verdad”, afirma ese Hamlet nonato que habla desde el interior de la madre adúltera.
Por qué sorprenderse, entonces, que para la “manera
natural” de sentir que se cree, de creer que se siente que se cree, “las
mentiras serán su verdad”.
Así de unánime y
natural; como una nuez, así.
@atenoriom
antoniotenorio.com
Me gusta leer a Mc Ewan, duele el contundente destino de sus personajes, a quienes el lector ama a pesar de su errores y no tiene más remedio que sufrir con su dolor.
ResponderEliminarLas mentiras son sus verdades, pero únicamente por corto tiempo. Gracias