sábado, 22 de octubre de 2016

Clarice Lispector: nada

La voluntad de lo invisible






Aturdimiento. Habitual. Útil, incluso. Necesario, tal vez. Una condición en la que se puede creer que no se está solo. Llegar a sentirse acompañado. Mirarse en la imagen de aquel que no deja de confeccionar cosas, ideas, visiones. Soñarse, despierto, dormido, planeando, elaborando. Sin parar; nunca.

Qué difícil es en cambio no hacer nada, escribe sensible e inteligente, Clarice Lispector. Negación explícita y voluntaria del homo faber. Silueta humana idealizada con la que el mundo moderno se instaló en el imaginario occidental.

Adentrarse en la voluntad de lo invisible. Tolerar desaparecer. Diluir lo que está a la vista. Despejar el camino hacia uno mismo. No solo. Únicamente a solas.  “Lo más difícil es no hacer nada: quedarse a solas frente al cosmos. Trabajar es aturdimiento. Quedarse sin hacer nada es la desnudez final”, en palabras de Lispector.

Unir puntos. Luminoso trabajo de editores. Al consistente proyecto editorial que camina bajo la tutela de Adriana Hidalga y Fabián Lebenglik, le debemos tanto la publicación de las peculiares crónicas que Lispector publicó en el Journal do Brasil, como un libro singular cuyo tema es una pasión humana desde tiempo inmemorial: Historia de la nada, del filósofo Sergio Givone.

Ni Lispector ni Givone, habrá que advertirlo, se asoman al nihilismo. No radica ahí su interés. Es una fuerza de atracción mayor la que los mueve. No indagan sobre una escuela de pensamiento, pues al fin y al cabo, el pensar mismo puede acabar siendo una forma del aturdimiento, dijera la incomparable escritora brasileña.

Juzgar más allá de lo que se nos presenta. Ese límite que es su propia existencia. Y la nuestra. Esa imposibilidad, ya cita Givone, de comprender las cosas frente a las cosas mismas. Con nosotros ahí. Sin alcanzar ni remotamente a imaginar el alcance absoluto del sistema que acoge a todas las cosas, y las hace ser lo que son.

Ha escrito Leonardo, a quien costaba mucho ya dejar de trabajar, ya dar por terminado un trabajo. Foso de doble abertura. Incontable. Y en medio de aquello, el genio enunciaba: “De las cosas grandes que entre nosotros se encuentran, el ser de la nada es grandísimo”.

Grandísimo, sí. Tal que, en nuestra pequeñez humana, nos quede, únicamente, no más que a solas, tener una tarde la fortuna de alcanzar a sentir bajo el tibio halo de su sombra, un hallazgo de libertad. Acaso (casi) nada.

sábado, 8 de octubre de 2016

Vila-Matas: imagen

La era de la indolencia o el final de las ventanas




Patios. Ventanas. Fuentes de luz. Y de una discusión. Si es que fueron los patios, llamados atrium, por donde en la antigua Roma luz y aire entraban, se explicaría con ello que la raíz fuese ventus, viento, o wind, para window.
Pero si como sostienen otros, fenestra, la vieja nominación latina, fuese el punto de partida, habría forma de relacionarla con la partícula de raíz indoeuropea: bha-pha-fa. Es decir, brillar. Componente, además, de palabras como fantasía o fantasma.

Cautivado, y cómo no estarlo, por la figura del fantasmal oficinista que a todo responde “preferiría no hacerlo”, de Melville, el español Vila-Matas entreteje géneros y épocas para rastrear en “Bartleby y Compañía”, a quienes pudiendo haber escrito más, renunciaron a seguirlo haciendo.

El no hacer como forma extrema del hacer. Esos seres, dice Vila Matas, en los que habita una profunda negación del mundo. Porque, dice, “sólo de la pulsión negativa, sólo del laberinto del No puede surgir la escritura por venir”.

De suerte tal que, de aceptarse una noción de escritura como un abrirse al mundo y permitir que su aire y luz llenen la habitación propia, su contrario, ese arte de la negativa del que habla Vila Matas, vendría a ser el sitio del que por decisión propia ha decidido quedarse encerrado en el adentro del adentro, luego de haber cerrado, para siempre, toda ventana, todo intersticio.

De otro modo, Duchamp construyó la historia de su propia ventana. La de 1920. A la que tituló “Fresh Widow”, en un juego de palabras con la palabra “viuda” en inglés.

Una miniatura que el artista encargó a un carpintero de Nueva York. Al recibirla, cubrió los ocho paneles que simulan el lugar de los vidrios, con cuero negro que, planteaba Duchamp, debían ser limpiados a diario para dar la impresión de que la habitación al otro lado estaba a oscuras. Brillo evocativo.

Oscuridad brillante, mutismo expresivo, arrasados por el viento de esta época. Ventanas con forma de redes. Inconmensurable atrium de un decir sin mesura.

La era del vacío, la llamó Lipovetsky. Frenética experiencia de la escritura vacía. La resistencia de Bartleby, suplida por el cotilleo infinito. Duchamp, imitado en plastipiel. Hueca ventana sin nada al otro lado.

Ni un respiro. Parloteo ensordecedor. La voz íntima desvaída, desvalida, sobre el vaho. Ni aire ni luz. Ventanas tapiadas con espejos. En cada una, el rostro propio.

Ese fantasma.  
(Este texto apareció originalmente en el Diario La Crónica, de la Ciudad de México)



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domingo, 2 de octubre de 2016

Ivo Andric: puentes

Metáforas de lo imprescindible





Sólidos. Útiles. Firmes. Una historia en sí mismos. De un lado a otro. Leer los puentes, la bella expresión de Denison y Stewart en su condensado recorrido histórico, es comprenderlos. Lo útil y lo bello. La función y su emotividad. El comercio, la expansión de las ciudades, el desarrollo del ferrocarril, la comunicación entre regiones. Tanto y más debe lo humano a los puentes.

Madera, piedra, acero, hormigón, vidrio templado. Y luego los materiales secundarios. Encargo nada menor el que tienen: unir, asegurar, reforzar. El mortero de cal que une a las piedras entre sí. Los clavos de acero que refuerzo de la madera. Las juntas de hierro y las propiedades del hormigón armado, pre o postensado.

Estructuras de lo tangible, pero no menos metáforas de lo necesario, todo cuenta en los puentes. Todo en ellos narra. Exactamente como la inteligencia emotiva del nobel serbocroata Ivo Andric sigue haciéndonos ver en su muy bella novela: “Un puente sobre el Drina”. Sensible pesquisa sobre el alma del macizo de piedra cincelada, que desde la época medieval es orgullo de la ciudad de Visegrad, en Bosnia.  

Punto de encuentro, tal cual es todo puente, Andric se vale de éste para reconstruir a su modo la crónica del encuentro y desencuentro de dos civilizaciones, cuyo punto de convergencia se halla inicialmente en el ensueño de un hombre que pertenece por igual a ambas. Un hombre, el primero, cuenta Abdric al dar cuenta sobre el origen del puente de Visegard, que “entre un instante tras sus párpados cerrados, vislumbró la silueta robusta y elegante del gran puente de piedra que habría de ser levantado”.

Durante siglos, este puente vinculó al mundo cristiano y el islámico. De modo simultáneo, resguardó leyendas e historias personales. Amalgamando entre sus piedras “destinos que están tan entremezclados que no se les puede imaginar ni contar por separado”, escribe Andric.

Y acaso porque al unir dos orillas, todo puente une mucho más, en sociedades fracturadas se urge de modo metafórico y real “a tender puentes”. Se apura a dar con quien sea capaz de idearlos y hacerlos posibles de modo perdurable. Pues va en ello, a no dudarlo, buena parte del anhelo de que las separaciones no se ahonden.

Impredecibles y sombríos, el pérfido torrente de la cólera. Salvarlo, emplaza a la audacia y la capacidad para imaginar y erigir puentes. Firmes. Duraderos. Sólo así.


(Texto publicado originalmente el Diario Crónica, de la Ciudad de México)

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sábado, 24 de septiembre de 2016

Anish Kapoor: presencia


La dimensión convertida en espacio




Objetos. Se pensaría. Gigantescos. Como para llenar el vacío entero. Rara frase. Intencionadamente rara. Paradójica. Pero no.
El artista no hace objetos. Aunque los haga. Incluso monumentales. Como el vacío. El artista, eso dice Anish Kapoor, hace mitologías. Lo sucedáneo al vacío, si de Hesíodo habremos de fiarnos.
Lo enorme no es lo infinito. Así no exista enormidad mayor, si se quiere asumir de esa manera, que la infinitud.
Es la dimensión convertida en espacio.
Aquella materialidad que ha de recorrerse al tiempo que ésta envuelve a quien la transita. El tiempo que lleva circundarla. El impacto mismo de mirarse visto por aquello.
¿Dónde comenzó el relato? En la arena. El pigmento. Torcer, modelar, dibujar las formas de la naturaleza. Convertirlas en reflejo y deformidad de la vida sin más.
Dimensión, materialidad y espacio. La dimensión material del espacio material. La conquista de ambos, espacio y materia, se torna en un elemento central de toda obra. Hace sobresalir lo que en “Bioarte: Arte y vida en la era de la Biotecnología, López del Rincón, bien llama “su contexto relacional”.
Una mitología de la espacialidad en la que, citando a Fried, “el objeto y no el observador, debe ser el centro o foco de la situación, pero la misma situación pertenece a al observador, es su situación”.
Hay una relación material ineludible, pues, entre arte y vida, dimensiones imbricadas, puestas en evidencia de pertenencia y “despertenencia” entre los del espacio y del tiempo. Copresencia de la inmaterialidad, también, inmutable y mutante que configura toda mitología.
No hay un objeto frente a nosotros, hay una mitología de la que, al igual que del objeto, formamos parte. 
Rohinton Mistry, otro hindú, nacido igualmente en Bombay y que como Kapoor no vive en la India hace años, hace notar que los niños no hacen juicios sobre qué detalles son los importantes, los atrapan todos.
Y si la peor parte de la pobreza extrema, es el efecto de ceguera frente a ella misma que genera, dice el autor de “Asuntos de familia” y “Un perfecto equilibrio”, esa otra forma de la mitología moderna que son las novelas, el arte procede en sentido inverso: revela en su presencia, toda la ausencia entera de la que estamos hecho.
Esa tarea, monumental per se, sobrepasa por mucho las posibilidades de objeto alguno.
No de la mitología. De ella, acierta Kapoor, desde luego que no.


* Este texto apareció originalmente en el periódico mexicano La Crónica de Hoy

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domingo, 4 de septiembre de 2016

Hannah Arendt: suficiente


Responsabilidad y consecuencias; justeza y justicia




Culpables. A modo. No culpables. A conveniencia. Culpables de moda. No culpables. Eternos. Todo muy bien organizado. Culpables que lo eran. Porque debían serlo. Obvio. No culpables que se ajustan a una historia contada antes. Vuelta a contar. Antes; después.

Sabemos realmente qué pasa cuando un hombre se vuelve culpable, se preguntaba ya Sören Kierkegaard en la primera mitad del siglo 19. Cómo, cuándo, con qué mecanismos alguien “se vuelve” culpable. Suficientemente culpable, se diría casi.

Otro danés, Henrik Stangerup, imagina en “El hombre que quería ser culpable”, a un individuo que asesina a su mujer, para luego enfrentar la sordera de un Estado empeñado en declararlo inocente.  Trágicamente, el “no culpable” quiere ser confinado en un “Parque de la felicidad”.

Desde otra orilla, Hannah Arendt hila su idea sobre la banalidad del mal, a partir del libro que escribe en el verano y otoño de 1962. El archiconocido “Eichmann en Jerusalén”. Cuya versión breve, como se sabe, fue resultado del encargo que hizo el New York Times a la filósofa para cubrir el juicio a este criminal nazi en 1961.

No hay duda, dice Arendt en el Post Scríptum que agregó a la edición original, que toda generación sigue el principio de continuidad histórica y, en ese sentido, asume tanto las glorias del pasado como sus olvidos, errores y tragedias. Mas, “moralmente hablando, casi tan malo es sentirse culpable sin haber hecho nada concreto como sentirse libre de toda culpa cuando se es realmente culpable de algo”.

El juicio a Eichmann permite a Arendt a plantearse dilemas muy diversos. Uno de ellos, crucial hasta nuestros días, es la relación entre legalidad y justicia.

Con no poco azoro, Arendt presenta un recuento sobre condenas exageradamente mínimas a algunos oficiales nazis por graves crímenes cometidos. Pero a la vez, incisiva, subraya que fuera del orden de la ley, no hay posibilidad de Justicia, ni para la víctima, ni para el victimario. Qué, cómo y cuánto es suficiente para mantener este equilibrio en extremo vulnerable, he ahí la cuestión.

Aciertan, pues, Stangerup y Arendt, al alumbrar cómo la disolución del sentido de responsabilidad por los actos propios, supone la disolución misma del ser ético. Resistir el olvido de sí, significa entonces, construirse a partir de las responsabilidades propias, no de las ajenas.

Es cierto, la eticidad no es suficiente, nunca. Pero sin ella, cosa alguna podrá serlo.   

sábado, 27 de agosto de 2016

Erwin Schrödinger: combate

La virtud se aprende






Freno. Resistencia. Recato. La integridad de los hechos. Pero de la misma forma, reciedumbre. Larga es la tradición del pensamiento clásico antiguo en esta dirección.
“La virtud se aprende”, dicta el apotegma de Antístenes. Para quien ésta devenía nada más que de las obras. Y exigirá, tal sentido de virtud, no sólo el temor bueno, como lo nombra Cleantes, sino a un mismo tiempo la manifiesta capacidad del propio freno, a que conminaba el esclavo Epicteto.
De otro modo, la Yourcenar se hizo cargo, asimismo, de la idea de la vida cual prolongada e intensa refriega interior.
“Alexis o El tratado sobre inútil combate”, usó como título de la novela, breve y mayor, en la que el protagonista deja testimonio sobre la imposibilidad de ir contra sí mismo y la pulsión de amor que le abrasa.
Se lucha, se aprende y ello se incorpora en algún momento a ese río al que nombramos experiencia.
Mas como temprano alerta Schrödinger, queda por indagar el modo en que lo aprendido se suma a la transformación de lo humano entre una generación y otra.
Esa línea fronteriza, sobre la que “cada día de la vida de un hombre representa una pequeña porción de la evolución de la especie que aún está en pleno movimiento”.
La experiencia, y en particular, el ejemplo, será entonces para Schrödinger el vehículo biopsicosocial para alentar el desarrollo de un grupo frente a dificultades y decisiones.
“A cada paso en nuestro día de nuestra vida, algo de la forma que hasta entonces poseíamos debe cambiar, algo en ella debe ser vencido, suprimido y sustituido por algo nuevo”, escribe el Nobel, al postular una teoría de la conciencia como fundamento de una ética que represente el triunfo del autodominio. 
No sorprenda, pues, en esa línea, la resistencia, abierta o esbozada, de todos aquellos grupos que lograron antes sobrevivir a partir de cierto comportamiento al que ahora se les exige renunciar.
Disolver la conducta que les hace ser, expresan, es cual disolverse, cual extinguirse por mutuo propio.
¿Por qué hacerlo, por qué sucumbir al entorno? Tal, su conflicto insalvable.
Pues si como postula Schrödinger, la especie misma es cincel y piedra a la vez, aquel que se aferre en ser piedra, y solo piedra, habrá dejado pasar la ocasión de ser cincel. De aprender en la mesura y el triunfo sobre sí, que la virtud se aprende.

sábado, 23 de julio de 2016

Robert Louis Stevenson: creer

¿Es el mundo la isla del tesoro?



Eiffel. Su torre. Emblema del progreso. La misma que fue vendida dos veces. No una, sino dos. El estafador encontró dos víctimas. De ese engaño, porque en realidad llevó a cabo con éxito muchos más.




Se llamaba Víctor Lestig y nació en Hostinné, hoy República Checa, en 1890. Era un granuja profesional. Se diría que abusaba de la buena fe de las personas, si no fuera porque eso que se nombra “inocencia”, nunca lo es tanto.
Y sí, prueba de lo que el psicoanalista Rodolfo Marcos-Turnbull advierte como “nuestra, en muchas ocasiones, increíble y loca necesidad de sólo oír lo que queremos escuchar”.

Lestig era un bribón.



Mas lo de fondo realmente es cómo el asunto toca los linderos de lo que Turnbull describe como la disposición plena de quien ha de ser “mentido”. No hay engaño sin quien, de antemano, y quizá sin saberlo, se ha colocado en el lugar del “engañado”.
Es ahí donde el pillo, el demagogo, el embaucador lo encuentra. En ese sitio que la propia “víctima” ha reservado para sí misma.

 No hay inocencia pues en no sospechar. Es engañado quien quiere/necesita serlo.

De tal cosa, de semejante y extraña condición de lo humano, da cuenta con sutileza e inteligencia sin par Robert Louis Stevenson, en una obra menos conocida que sus clásicos: La historia de una mentira.

Relato muy breve sobre el amor entre dos jóvenes, en el que uno miente a la amada sobre la real naturaleza del carácter de su padre.
Cuando ésta reclama acremente haber sido engañada, Stevenson deja correr el velo que nos permite ver que, lo dijera o no la joven, ella pedía/necesitaba que le mintieran.  

Es increíble, se afirma en algún momento de la narración, qué pocas mentiras se necesitan siempre.

El arte de la escritura, enunciaba Broch, consiste en divisar lo que está ahí, detrás de la apariencia, y ponerlo a la luz. Porque el asunto no es sólo de tener sentimientos sensatos, que es a lo que invoca el Agamenón de Esquilo, sino en comprender la contradictoria complejidad que constituye lo humano.

En sentido inverso, el maniqueísmo glorifica la simplificación.
Nunca nadie es sólo víctima sin responsabilidad. Jamás hay sólo dos opciones.
El maniqueo miente. A conciencia se inventa como mártir. A conciencia engaña. De doble modo. Con doble malicia.

Sabe que de algún modo, encontrará siempre quien necesite creer.



@atenoriom

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