Responsabilidad y consecuencias; justeza y justicia
Culpables. A modo. No culpables. A conveniencia. Culpables
de moda. No culpables. Eternos. Todo muy bien organizado. Culpables que lo eran.
Porque debían serlo. Obvio. No culpables que se ajustan a una historia contada
antes. Vuelta a contar. Antes; después.
Sabemos realmente qué pasa cuando un hombre se vuelve
culpable, se preguntaba
ya Sören Kierkegaard en la
primera mitad del siglo 19. Cómo, cuándo,
con qué mecanismos alguien “se vuelve” culpable. Suficientemente culpable, se
diría casi.
Otro danés,
Henrik Stangerup, imagina en “El hombre que quería ser culpable”, a un
individuo que asesina a su mujer, para luego enfrentar la sordera de un Estado
empeñado en declararlo inocente. Trágicamente,
el “no culpable” quiere ser confinado en un “Parque de la felicidad”.
Desde otra orilla, Hannah Arendt hila su idea sobre la
banalidad del mal, a partir del libro que
escribe en el verano y otoño de 1962. El archiconocido “Eichmann en Jerusalén”.
Cuya versión breve, como se sabe, fue resultado del encargo que hizo el New
York Times a la filósofa para cubrir el juicio a este criminal nazi en 1961.
No hay duda,
dice Arendt en el Post Scríptum que agregó a la edición original, que toda
generación sigue el principio de continuidad histórica y, en ese sentido, asume
tanto las glorias del pasado como sus olvidos, errores y tragedias. Mas,
“moralmente hablando, casi tan malo es sentirse culpable sin haber hecho nada
concreto como sentirse libre de toda culpa cuando se es realmente culpable de
algo”.
El juicio a Eichmann permite a Arendt a plantearse
dilemas muy diversos. Uno de ellos, crucial hasta nuestros días, es la relación
entre legalidad y justicia.
Con no poco azoro, Arendt presenta un recuento sobre condenas
exageradamente mínimas a algunos oficiales nazis por graves crímenes cometidos.
Pero a la vez, incisiva, subraya que fuera del orden de la ley, no hay
posibilidad de Justicia, ni para la víctima, ni para el victimario. Qué, cómo y
cuánto es suficiente para mantener este equilibrio en extremo vulnerable, he
ahí la cuestión.
Aciertan, pues, Stangerup y Arendt, al alumbrar cómo la
disolución del sentido de responsabilidad por los actos propios, supone la
disolución misma del ser ético. Resistir el olvido de sí, significa entonces,
construirse a partir de las responsabilidades propias, no de las ajenas.
Es cierto, la eticidad no es suficiente, nunca. Pero
sin ella, cosa alguna podrá serlo.
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