sábado, 13 de junio de 2015

Ida Vitale: El sueño del unicornio



Asimetrías en libertad


Las palabras son nómadas
Ida Vitale

Para los griegos, la palabra poesis significa, en el sentido más amplio, creación. Platón la define como el proceso creativo, y productivo, que lleva algo que no es a serlo, a ser una cosa que sí es. Ha sido el mundo moderno el que restringió su sentido a lo que alguna vez fueron versos con rima, primero, y tiempo más tarde evocaciones del yo que siente y se expresa de manera libre.
Muchos siglos después que la idea de Platón de poesis y de la que Aristóteles tenía de Mimesis, y siguiendo de algún modo a Heidegger que pensaba la poesis como la iluminación creadora, Paul Ricoeur va a ligar poesis con la metáfora y a ésta con la posibilidad de (re)crear el mundo de lo dado, opacado en y por la repetición.



Ida Vitale poeta uruguaya, nació en Montevideo el 2 de noviembre de 1923. A sus lúcidos 92 años ha sido galardonada con el Reina Sofía, Premio con el que se honra lo mejor de la poesía en lengua casteñana. Quizá tarde, quizá no.
Contemporánea de Bennedetti, Vilarino y Onetti, en 1974 se exilia en México, con su marido, el también poeta, Enrique Fierro. su paso por nuestro país estrecha su relación con Octavio Paz, justo en los años en que está naciendo la revista Vuelta, de la que Vitale forma parte de su primer consejo asesor. Desde 1989 vive en Austin, Texas.



Tal y como antiguos y modernos, pensaron que el deber de la poesis. Vitale ha forjado un decir cargado de iluminaciones, un lenguaje poético que subvierte lo ya dado, aquello que ha sido derrotado por el hastío de lo previsible, para devolverlo al mundo de un modo que lo renueva y, por lo tanto, lo (re)crea, lo (re)inventa.
 A las palabras, nómadas y sedentarias, a las palabras de agua y el anhelo, a las que son torrenciales y a las breves e inocuas, dedica Léxico de afinidades la poeta uruguaya. Como “un canto que es río y red (porque) ellas juegan, conspiran, flotan mutuas, son suicidas, dinásticas, migratorias, todo el fragor lejos de la inercia”.



Y nos ven, a los lectores, los que las encontramos aquí y allá, dice Vitale, efímeros como somos, sin esperar que las tengamos por eternas, ni mucho menos que, ignorantes como somos, anticipemos a qué punto, tras su rumbo, vamos a llegar. A las palabras “les basta con que obedeciendo algunas de sus voluntades, dispongamos lo que proponen, en la medida de nuestra sed y de nuestro vaso”.
A no dudarlo, al elegir el titulo de Afinidades electivas, Vitale tiene en mente la cpelebre obra de Goethe, Las afinidades electivas, publicada en 1809, y en el que el poeta alemán traslada el lenguaje de la química de su tiempo, y la explicación de la relación entre elementos, a la indagación sobre el amor y el modo en que quien ama encuentra y (re)conoce al otro.



Mas si en Goethe el amor es la fuerza que empuja a los seres humanos a embarcarse en un destino que por más que resistan les es inexorable, para Vitale estas afinidades se dan en el marco de la libertad escritural que el poeta, ella, abre y a la que, a la vez, se debe. Al tiempo que traslada la exploración amorosa del poeta alemán, al ámbito de la cierta sospecha de que las palabras (el léxico) guarda, cual tesoro debajo de su coraza, afinidades entre sí que son iluminadas por la memoria y la asociación creativa.
“Llamamos afines a aquellas naturalezas que al encontrarse se aferran con rapidez las unas a las otras y se determinan mutuamente”, dice Goethe como punto de partida del ejercicio lúdico, provocativo y revelador que Vitale propondrá. El sentido, dice la poeta uruguaya, recuperando una cita del pintor y escultor francés Jean Dubuffet, es un pez que no se puede tener mucho rato fuera de su agua turbia.



El mundo, y por tanto, la vida, es un jeroglífico que contiene todas las palabras, emperantadas entre sí. Hay que aprender a leerlo y a encontrar, (de)velar sus afinidades ocultas, “a fuerza de entrecruzar naturalezas ajenas diluidas”, explica Vitale en el texto introductorio a Léxico de afinidades. Libro poético que no es poesía, pero sí poesis, la uruguaya se (sub)vierte presentando un diccionario, que tampoco lo es, pero como toda metáfora viva (Ricoeur), no deja de serlo tampoco.
Una impetinencia semántica (otra vez, Ricoeur), que congrega, aglutina y separa, disecciona e ilumina en conjunto y por separado palabras que va hilando con el fino hilo de la rememoración y el yo que (des)cubre nuevamente el mundo por vez primera.
Tiende Vitale, tras cada palabra de este el Diccionario falso de su vida verdadera, o quizá el Diccionario cierto de su vida imaginada, la red memoriosa de la zaga familiar y de la infancia, para recuperar a la madre, el inefable tío Pericles, el abuelo, el padre. Un universo tan íntimo y personal el de la poeta, que a fuerza de lectura, no tiene más remedio que volverse tan íntimo y personal para el lector asombrado de descububrir su afinidad en el otro.



Enclave de la memoria, ese lenguaje de (e)vocaciones, que es en Vitale la enunciación de que hay “cosas lejanas (que) están siempre reservadas en un eterno, al que caemos, de pronto, sin esfuerzo”. Como si la poesis, la (re)creación, la iluminación, la metáfora vivificante ocurriera en el breve lapso sin tiempo de un “error celestial”. Como el recuerdo que nos aguarda mientras soñamos el futuro.
 Ida Vitale sabe que hay un “oído íntimo (que) intima con la disolución de lo concreto. Un orden desalmado cuyo sentido se nos escapa”. Por ello, al azar hay que aceptarlo y, luego, guiarlo, hasta ese punto en el que cuanto toque cobrará sentido, así sea por el instante que dura cuanto dura un relámpago fulminante. Nada ocupa un lugar, en apariencia, todo nos aguarda como hace el fuego. Habra que hallarlo, hacerlo propio.



La prodigiosa felicidad creadora, nombra Ida Vitale. La poeta transhumante, la nómada, como las palabras, la que ha sido capaz de ser su propio río, su propia sed. Ni las de ida ni las de vuelta. Ninguna travesía se ha de repetir, advierte lúcida.
Pero el pájaro canta, dice Vitale, el pájaro que es la no palabra, pero no puede ser sino palabra, canta y todo lo que no es pájaro concluye. Concluye, porque todo está por comenzar. El pájaro canta, concluye, comienza.
“Hay una especie de mimosa, se lee en la última palabra de este diccionario poético, que mezcla en su copa, cuando está en flor, distintos tipos de hojas, presentándolas en un solo ramo. La asimetría, la libertad, la independencia de un texto con respecto a otros, la mezcla de prosa y poesía, ayas rivales, cada cual en su orilla, no me altera ni me da más sed de la debida”.




De esa capacidad para entender que el leguanje o es metáfora, o no es, el poeta mexicano Julio Trujillo, destaca: “Libro a libro, Ida Vitale ha erigido un cosmos impar en el que el lenguaje se yergue, vivo, precisamente como una animal que nos estudiara a nosotros, los lectores.
Tal concluye Vitale su Léxico de Afinidades. Cita la poeta: “Dice el Unicornio. Cada uno ha visto al otro. Si tú crees en mí, yo creeré en ti”.
La vida, y con ella, y en ella, ese asimétrico y libre unicornio que nos mira y nos estudia, que incluso, a veces, creen en nosotros.


Léxico de afinidades, de Ida Vitale, Fondo de Cultura Económica




Ida Vitale, de Julio Trujillo (Blog Letras libres)
 

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sábado, 6 de junio de 2015

Robert Walser: El arte de encontrar el sendero en la nieve


La inquietante extrañeza que es siempre amar


Sólo está vivo el que ama
Robert Walser


En una hipotética República del odio, un libro como Historias de amor de Robert Walser estaría prohibido. O mejor aun, sería condenado a la hoguera de algo que pudieran nombrar como ingenuidad latosa o lepra de la crítica inútil. Su autor, con toda seguridad, sería señalado como un escritor burgués perturbado que no comprende que es exacerbando la furia como la rueda de la historia anda. 
Robert Otto Walser, su nombre completo, nació en Biel, Suiza, en 1878, y murió cerca del hospital siquiátrico de Herisau, mientras daba un paseo por la nieve en la víspera de la Navidad de 1956. Nacido en pleno frenesí de los avances tecnológicos y científicos de la Europa de finales del siglo XIX, el trayecto vital de Walser pareciera correr paralelo con el trágico devenir del espíritu europeo. 


De los Curie a Auschiwitz, del automóvil a los tanques, del telégrafo a la separación de Berlín. De alma enfebrecida, Walser pasará los últimos 20 años de su vida recluido, se dice que contra su voluntad, en aquel siquiátrico cerca del cual muere, en la desolación de la última nieve, parafraseando a Paul Eluard.
Extensa es la bibliografía sobre Robert Walser. El propio hecho del halo de genialidad y locura que se tiene sobre su vida propicia desde el interés profundo y serio, hasta la llana curiosidad por lo “excéntrico”. No se trata de un escritor desconocido, pero tampoco ocupa los lugares centrales de una industria editorial sometida a los rigores del mercado.


Historias de amor, editado por la antigua y legendaria Siruela, es un libro que recopila 80 relatos breves que Walser fue escribiendo a lo largo de este periplo que es personal, pero como todo viaje de vida, nunca es del todo sólo personal. No es, pues, un libro que a diferencia del resto de su bibliografía, el autor haya pensado, haya concebido como tal. Se trata, más bien, del trabajo de quien al editar, hilvana, conjunta trozos de una constancia, pedazos de sueños, por decirlo así, que se repiten, iluminan una concepción del mundo y de la vida.
La línea sobre la que se traza esta posibilidad de ruta en el laberinto de la existencia es el amor. El amor, sin embargo, no concebido como idilio de la evasión, sino como ese estado de inquietante extrañeza (heimlich/unheinmlich), como lo llama Julia Kristeva al hablar sobre los trabajos de Freud al respecto. 



Walser pregona un desmesurado Amor mundi, un amor que no tiene un objeto amoroso único y que en todo caso se configura como un punto en donde habiendo salido a la luz el sinsentido del mundo, queda en el amar el empuje para seguir adelante, aun así.

A lo largo de su vida, Walser escribió más de mil relatos breves. Apenas bocetos, trazos rápidos, evocaciones de lo inmediato. 
De entre millar y más de piezas de orfebrería verbal, Volker Michels, el compilador de Historias de amor, extrae aquellas que dan cuenta con mayor nitidez sobresale una mirada que envuelve pájaros, ríos, los prados sobre los que se tienden los enamorados, las flores, las nubes, como sentido de unidad de vida y de rescate de la sospecha actuante de que alguna vez, en algún tiempo sin tiempo, todo fue una sola a cosa, y a esa cosa única y unida, también estuvimos unidos nosotros mismos. 
De ahí que la escritura nerviosa e irrefrenable de Walser, a la vez, capaz de detenerse a admirar una calle vacía de una ciudad o de renunciar al trajín de los viajes interminables, proponga el amar como una crítica de época, como una impertinencia al andar a ciegas de la sociedad de su tiempo.


Un tiempo, dice Walser a través de alguno de sus personajes, desapasionado y soso. Porque el odio, el odio no es una pasión, es el contrasentido de la pasión, y desde luego de la compatio, la compasión, la pasión que camina con el otro, alternando su lugar con el otro. El odio es la aniquilación de la pasión, ya no se diga de la compasión, su aniquilamiento.
Con todo y lo trágico de su existencia, o precisamente por ello, Walser tiene en la literatura una compañera que en la compasión, la pasión compartida, le custodia y le brinda un sendero sobre el cual poner a la luz eso que un personaje denomina: Su inmenso capital de fuerza amorosa.



Esa fuerza, esa energía que, en la noción de Walser, hace que exista todo cuando hay en el mundo. Pero además, hace que nada de lo que existe nos pueda ser ajeno. A la vez que se constituye en el motor que mueve la pujanza del azar. Es, especialmente, lo que de modo azaroso da con nosotros, lo que determina la vida, cree firmemente Walser.


Reconocido en su tiempo como un escritor de honda influencia, Walser tuvo la admiración de grandes figuras de la época como Kafka, Walter Benjamin, Robert Musil o Herman Hesse. Ello no le es suficiente, empero, para que el “tren de lo real” pase sobre él y lo catalogue como un “sin lugar”, un extraño que debe acabar sus días confinado, recluido. Tal cual un desadaptado al que debe aplicarse esa operación de lo que Foucault bien delineó como poder psiquiátrico, y que es separarlo del mundo.
A contracorriente de ese desgajamiento del mundo, y en el mundo, que supone lo que Walser reclamaba de su tiempo como la hipocresía, el individualismo exacerbado, la insensibilidad, “la dificultad para enamorarse a cada rato”, Walser enfrenta a la constricción, a la escición de las cosas entre sí y con el todo, con una idea letal por su vitalidad: el derroche. Si el insensible se constriñe, si el que odia solo se consume en sí mismo y sus ácidos letales, el que ama, según Walser, hace lo contrario: derrocha la vida y es capaz para ver en lo natural y cotidiano un prodigio, un acto extraordinario de la vida.


Tomo de Jaime Fernández la siguiente cita de su Blog En lengua propia, luego recogida en su reciente libro El poeta que prefería ser nadie: “Walser escribió esta reflexión muchos años antes de que unos individuos pretenciosos fuesen aupados al poder por las masas y, tal como había advertido el poeta, desencadenasen el mal que tanto horror y destrucción habría de causar a millones de personas.
Sin embargo, en su actitud no hay nada de irresponsable. Por el contrario, los “héroes” de Walser son los individuos más despiertos y vivos que cabe imaginar. Las fuerzas que la mayoría de los hombres invierten en medrar y en conquistar, ellos las emplean para cumplir con sus modestas obligaciones, prestar oídos a la vida y dedicarse a la contemplación. No juzgan, observan”.

Si para el odio el/lo otro es el resorte que mueve la pulsión del aniquilamiento, de la supresión de ese objeto odiado del mundo (más odiado, aún), para el amor en la noción walseriana es el/lo otro como posibilidad de él mismo. Lo que el oído, la vista, el tacto percibe del mundo y no es yo, no es el yo de mi yo, no sólo no está escindido, como sucede con el que odia, sino puede ser integrado a esa integralidad que es mi yo que soy yo en el mundo y con el mundo.

En palabras de Kristeva, la inquietante extrañeza está asociada a la angustia pero no se confunde con ella. Lo insólito, el asombro de lo que es yo, se mantiene. Mas mientras en quien odia es despersonalización de sí mismo y, desde luego, de ese otro amenazante al cual se culpa de todas las angustia y males, en la idea de la que Walser impregna su escritura, el conflicto de estar vivo y estarlo con otros, tiende un puente y camina sobre el abismo.  El puente se llama, creación.
Así, dirá Walser: “Quien tiene ganas de amar, se levanta de entre los muertos...” Afirma. “Sólo está vivo el que ama”.

No hay espíritu más arriesgado, se deduce, entonces, que aquel que sin dejar de amar el sonido constante y apenas perceptible del bosque, sale a caminar y desfallece sobre la nieve. 
Detrás sus huellas, la forma que resiste un poco más; delante, su escritura como presencia y hallazgo. Solo está vivo el que ama; solo escucha caer la nieve, el que anda.



Robert Walser (Biografía)

“Robert Walser: El poeta queprefería ser nadie”, de Jaime Fernández (Blog En lengua propia)

RobertWalser, una biografía literaria, de Jürg Amann

Obra pictórica: Karl Walser (Biografía)




domingo, 31 de mayo de 2015

Borís Sávinkov: Caligrafía de la violencia


Un corazón cual abismo



Cuando oprima la piedra tu carne temblorosa,
y le robe a tus flancos su dulce rendimiento,
acallará por siempre tu corazón violento,
detendrá para siempre tu andanza vagarosa.
Baudelaire


¿Cómo funciona el vértigo de la violencia? ¿Qué clase de emoción construye lo que se destruye? El resorte físico y emocional que supone la planeación, la ejecución, la huida. La existencia como una forma del absoluto. Como tentación metafísica en la que todo, todo lo que se hace y se es, constituye la fusión insondable entre vida y muerte.
Se sueña con lo absoluto, como parte de él, cual si se fuera una pieza de esa maquinaria perfecta y circular: la muerte que da vida. La vida al servicio de la muerte que da vida que sirve a la muerte...

Borís Sávinkov, poeta, novelista, pero sobre todo, personaje de sí mismo, militar disidente de cuanto hubiera que disentir, agente del terror convencido de la necesidad de la violencia como motor de la historia, es el terrorista más legendario de principios del siglo XX.
Autor de innumerables atentados, entre ellos el que costó la vida a los personajes más notables del último periodo zarista en Rusia, Sávinkov nación en lo que hoy es Ucrania en 1879, y murió, según versiones oficiales, luego de lanzarse desde el último piso desde el edificio donde la policía política del gobierno bolchevique lo interrogaba en 1925.

Sávinkov es dirigente del ala más radical del Partido Socialrevolucionario, participa del gobierno de 1905, conspira en el fallido golpe de estado y tiempo después toma partido por el bando contrarrevolucionario que intentera sin éxito echar abajo del poder a Lenin.
En 1920 abandona Rusia, y desde el exterior, tras la mascara de más de 17 personalidades distintas, se esconde, recauda fondos, huye, redacta propaganda, recluta y organiza atentados contra el gobierno comunista de su país; todo a la vez.

En nombre de la Madre Rusia, esa figuración tan enraizada en el imaginario histórico de su pueblo y de su nación, Sávinkov escribe. En 1923 aparece en París, y al año siguiente en Moscú, su novela última: El caballo negro, nouvelle en la que se entrecruza la voz del implacable comandante de las fuerzas contrarrevolucionarias, que al mismo tiempo desliza su sentimiento de añoranza amorosa y deseo por retornar a los brazos de la mujer amada que le aguarda.
Se lee así en la estupenda Introducción a El caballo negro, firmada por Marta Rebón y Ferrán Mateo: Si para los pintores románticos el paisaje es el escenario donde está representada la tensión entre la naturaleza y el espíritu humano y es donde se constata la soledad existencial del hombre de la modernidad, Sávinkov desplaza esa tensión hacia el paisaje en medio de la batalla.

Disponible hoy en español gracias a Impedimenta Libros, El caballo negro, es de algún modo, la secuela de su obra anterior, El caballo amarillo, de 1909, aunque en ésta última predomina ya la clara noción de que la guerra es una máquina que termina por devorar al propio hombre.
“Sigo el camino de la vida como un caballo desbocado”, escribe Sávinkov, apocalíptico e iluminado, desbordado de sí, carcomido por una luz que lo ciega y lo hace ver más allá, la historia que supone le aguarda. La bomba y la pluma, la pericia técnica lo es poética; y en sentido inverso: todo verso, toda imagen, implosiona y hace recomenzar el mundo desde el estado oscuro y primigenio del caos.

Apasionante, resulta pues, esta mirada de la historia desde el pensar de estos hombres para los que, como Sávinkov, la guerra resultaba una necesidad histórica, y para quienes la actividad terrorista más que un arma de lucha política, constituía todo el mundo en el que vivían.
Sávinkov pudo haber tenido éxito cuando planeó el asesinato de Lenin. Solo que la bala, del arma que el proveyó, no fue mortal. El hombre que induce la violencia, que la controla, la imagina, la mira llevarse a cabo desde algún punto: la historia toda como posibilidad reunida en él. Puede que sea ahí, en esa sensación irresistible de encarnar la historia entera, en lo que descanse la fascinación por la violencia.
Escritura que rebela y se rebela en el mundo, como bien pretendía Albert Camus, quien por cierto, años despues del supuesto suicidio de terrorista, toma la figura de Sávinkov como inspiración para su deslumbrante obra de teatro Los justos, sobre los dilemas éticos de la violencia.
Escritura como que revela y se revela como el mundo. El mundo que no es otra cosa, en el caso paradigmático de Sávinkov, que el cruce exacto, la convergencia luminosa y oscura, del absoluto individual con la presencia del devenir de lo histórico y social. Una época en un hombre. El sentir y sentido de una éppoca en una emocionalidad. Contenida y expansiva.

“Estamos todos condenados”, sentencia Sávinkov. Y se lanza al vacío. Como dicen que fue su muerte. Aunque bien pudiera ser empujado, que es lo más probable. Escribe y se rebela y se revela. Rabia, tristeza, desolación. La caligrafía de la violencia. De su violento amor doble, dos mujeres, a cual más de distintas. También esa violencia cuenta.
De Sávinkov, Churchill, hipnotizado por su arrojo, su astucia, dijo “me pareció que llevaba impresa la marca del destino”. Ese solo hombre, ese hombre que termina solo, volando entre el piso del que se lanza o es lanzado, despide un perfume seductor, el de la violencia, el de la fuerza implosiva y explosiva, el que oferta el nuevo comienzo y lo infalible del caos.

Perfume difícil de resistir por su aroma doble. Perfume de flores, vivas en tanto su aroma se esparce y permanece, marchitas en tanto no hay perfume que no esté hecho de flores muertas, que hayan tenido que serlo, para que el aroma nazca. Veneno de la destrucción y obsesión del nuevo principio. Abjuración de los demonios, que antes se han desatado, de ello da cuenta, con violenta intensidad, la escritura, que parte de su estar absoluto en el mundo.   
Al fin podré descansar, dice Sávinkov, cuando es detenido. Al fin. Sometido al vértigo extenuante de la violencia, hay una cárcel peor que la cárcel misma: la vida.

El caballo negro, de Borís Sávinkov, Impedimenta Libros

domingo, 24 de mayo de 2015

Umberto Eco: La realidad de la ilusión



Toda historia es antes una leyenda



Un sueño es una escritura
y muchas escrituras no son más
que sueños.
Umberto Eco

Alejandría: La del último tropel divino, dice el poeta Cavafis, nacido allí. Alejandría, la del Magno conquistador por la que así se le bautiza. La del trágico destino de Antonio y Cleopatra. Alejandría, capital cultural del mundo antiguo, sueño de grandeza entre el delta del río legandario, el Nilo, y el mar de la cultura originario, el Meditarráneo, el mare nostrum donde todo ha comenzado, incluido el último tropel divino, dice Cavafis.

Y acaso habrá sido que Umberto Eco nació en una ciudad cuyo nombre, Alessandria, castellanizado, remite a la legendaria Alejandría.
Pero su nombre,y su vida, ha estado indisolublemente ligada a esa indagación interminable que la pasión por saber, mas por encima de ello, por comprender.
Las palabras asociadas a su nombre y a su vida, siguen jugando con entre significantes y significados, entre imágenes y sonidos, entre reflejos e iluminaciones. 
Si el apellido remite ya al mito, aquel en el cual el estanque es espejo y el espejo es la muerte en sí mismo, Eco, aquella castigada primero a no tener voz propia sino solo remedo, y despreciada, después por el que solo puede amarse a sí mismo, Eco es en Eco, Umberto, antónimo con dimensiones, hoy, a la luz de lo que ha sido su vida, casi mítico.
Este Eco, en contraposición de aquélla, la castigada, ha construido, tanto desde la academia como desde la escritura ficcional, una voz que reclama la mayor altura que una voz propia pueda reclamar: erigirse en mirador del mundo.

De El nombre a la rosa en adelante, sus temas, su modo de abordarlos, su contribución desde el territorio de lo que pudo haber sido, es decir, la ficción, a develar lo que fue, es original en la ascepción de que es única, de que le es propia a su autor y al lector que transita por sus páginas.
Si ello fuera menor, Eco, el de las aulas, no la que condenada a vivir en una cueva, no persigue al que solo se ama a sí mismo, por se lo contrario: lo pone en evidencia. No hay generosidad mayor que la docencia. Compartir lo que se sabe, pero sobre todo, lo que se es. En Eco resuena este acto generoso a través de compartir ese saber trasmutado en un ser que está en el mundo, con  y para los demás.
En Historia de las Tierras y los Lugares Legendarios, editado por Lumen, el año pasado, Umberto Eco ha escrito un libro de vida. Un almanaque de viaje, de su propio viaje, un compendio de hallazgos, una cartografía de asombros. Un libro que apunta al pasado, sí, a la manera que el mundo se ha pensado y representado en relación con lugares, reales o imaginarios, pero que se dieron por ciertos, mas, al mismo tiempo, un libro que apunta a un presente que parece condenado a vivirse mutilado de la capacidad de hallazgo, sorpresa, imaginación y fantaseo fuera de lo establecido.

Si el pasado fue el extenso mapa, desplegado en este libro, de los Lugares y Tierras legendarias, el presente, nuestro presente, ha terminado por conformarse con ese espacio angosto y claustrofóbico que es la Tierra de los Lugares comunes.
Sabiéndose legendario él mismo, tal vez, Eco que compilado, por años, quiero imaginar, información e ilustraciones, sobre lo que para el mundo del ayer fue leyenda, fue legendario.
A los 82 años, Eco emprende una tarea monumental, de resultado portentoso. Recopila en 15 capítulos los lugares y tierras que a lo largo de la historia (de occidente) al menos, han despertado mayor curiosidad, o leyendas a su alrededor. No se trata sitios o edificaciones imaginarias, sino “ las tierras y los lugares que, ahora o en el pasado, han creado quimeras, utopías e ilusiones, porque mucha gente ha creído que existen o han existido en alguna parte”.

Sueños o quimeras por encontrar dónde realmente están enterrados los Tres reyes magos, si es que eran tres, dónde esta Saba, la Atlantida, por supuesto, las Antípodas (Tierra de cabeza). Insisto, Eco no trata sobre lugares inventados. Es decir, de lugares novelescos inspirados en espacios reales, sino de sitios que han servido de aliciente, o cuya leyenda, ha alimentado los sueños de otros. por ejemplo, el supuesto Reino del Preste Juan, más allá de la India y China, que sirvió para alentar expediciones.
Eco recoge también ideas que hoy nos parecerían extrambóticas. Por ejemplo, la tesis de que en el interior de la tierra existía un suerte de planeta parelelo, al que era posible descender desde una abertura en los polos. O la invención de un reloj que no se alterara con el moviiento de los barcos y que permitiera marcar los meridianos, fundamentales para que las islas no se les perdieran después de descubrirlas.

Por supuesto está el País de Jauja, sueño de todos los niños, y como este país se convierte en la inspiración por contraste del lugar al que es mandado Pinocho por no obedecer. O cómo Ofir, de donde procedía el oro que la Reina de Saba regala a Salomón, ha sido situado lo mismo en Afganistán que en Perú, y luego sirve para inspirar Opar, que aparece en Tarzán.
Los lugares y tierras legendarias que Eco presenta son de distinto género, mas tienen en común una característica: tanto si dependen de leyendas antiquísimas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, como si son producto de una invención moderna, han originado flujos de creencias. De la realidad de estas ilusiones, se ocupa Historia de las Tierras y los Lugares Legendarios.

Con una vitalidad extraordinaria, Umberto Eco, nos entrega algo así una parte de los tesoros de un erudito. Se trata, reitero, de un libro que más que una investigación o un tiempo determinado de escritura, compendia una vida regida por la pasión por saber, comprender, compartir.
Profusamente ilustrado, y con una edición impecable, Historia de las Tierras y los Lugares Legendarios, además agrega una espléndida antología con los fragmentos de los textos que han dado pie a las leyendas, debates y expediciones de las que Eco se ocupa.
Caminar por entre los senderos de este libro, despacio, cada cual a su ritmo, representará del mismo modo, la ocasión para admirar la compilación visual de obras de arte y mapas antiguos que se dieron a la tarea de darle sustento, sobre la trama del trazo, a esos lugares y tierras que parecían solo existir en la afiebrado mente de los viajeros, los clérigos o las escrituras añejísimas.

Toda historia es antes una leyenda, nos revela con agudeza, lucidez y erudición el gran Umberto Eco. El de la Alejandría propia, el faro que es y la biblioteca que su vida alberga. Toda historia es antes una leyenda; y puede ser que después, también. Según se ve en este libro de las maravillas que a su vez resulta maravilloso.
Parafraseando a Amos Oz, libro éste para leerse a sorbos pequeños y caminarse a paso lento, cual debe cuando se trata de lecturas que merecen la prolongada lentitud de lo placentero.



 Historia de las tierras y los lugares legendarios, Umberto Eco, editorial Lumen.


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domingo, 17 de mayo de 2015

Pintura y relato: Cuando mirar es escuchar


Al pintar, el cuerpo escribe


“Ver un cuadro es oírlo: comprender lo que dice. 
La pintura, que es música, 
también y sobre todo es lenguaje”
Octavio Paz

¿Cómo hace la pintura para hablar?, si sus palabras no son las palabras ni las letras de literatura, se pregunta en un verso el gran poeta francés Paúl Valery.
¿De dónde viene el halo de luz que acompaña a quien pinta? ¿Cómo logra quien pinta para que una red infinita de trazos, solo trazos, se abran al viaje infinito de la mirada interior de quien mira?
Escritores de todas las épocas se han rendido al arte supremo de la pintura, a su hechizo deslumbrante y su libertad ilimitada. 

Octavio Paz no escapa de esta pregunta y, como se sabe, a lo largo de su vida creativa desarrolla un muy amplio trabajo en torno al origen, desarrollo, vínculos y recepción de obras visuales que le interesaron. Ello bajo el punto convergente del proceso creador que rodea tanto a lo literario como a lo pictórico.
Paz incursiona en el laberinto del mirar y del abreva una sustancia que estimula su inteligencia y capacidad reflexiva. Dice el poeta: “El privilegio mayor es ver cosas nunca vistas: obra de arte. Desde muy joven sentí invencible atracción por las artes plásticas y muy pronto empecé a escribir sobre ellas, nunca como un crítico profesional, sino como un simple aficionado”.

A través de trazos, líneas, colores y sombras, desde siempre la pintura ha tendido su manto de misterio y fascinación sobre narradores y poetas. De ello, se ocupa justamente la antología Relatos célebres sobre la pintura, preparada por Daniel Aragó, y reeditada hace no mucho por Áltera ediciones.
Escritores tan distintos entre sí como Hoffmann, Balzac, Poe, Henry James, Chejov, Maupassant o Rilke, encuentran un punto que los une en el irrestible misterio que les despierta quién y cómo pinta lo que pinta.

La tela que nos hace mirar. La pintura. La tela que al mismo tiempo es una mirada, la mirada del artista sobre el mundo. Una, esa mirada que se escabulle y se adentra en nuestra mirada. Esa mirada, la del pintor, que de pronto, sin sentirlo, ya es nuestra mirada, ya es en nosotros una forma nueva de ver el mundo, de verlo como no lo habíamos visto nunca antes.
“Te aconsejo, dice un personaje del cuento de Hoffmann que aparece en esta antología, que te acostumbres a dibujar figuras para ordenar tus ideas y todo lo verás más claro”.
Los privilegios de la vista, llamó Octavio Paz a esta capacidad del que mira y pinta, del que pinta y nos hace mirar. Nuestra gran poeta, gustaba también de admirar en los pintores su tarea como un ejercicio de la libertad, incluso física.

Quien pinta camina, se acerca y se aleja, danza, incluso, mientras con todo el cuerpo va escribiendo a su propio modo sobre la tela.


Escribe a su modo. Libre, sensible, irradiando de su cuerpo las letras de su propio vocabulario. Para volverlo movimiento, vida. Para darle existencia y devolverlo al mundo de la vida. Como forma, como luz, como trazo y color; como sonido.

Leer enseña, comentario televisivo

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