martes, 4 de julio de 2017

Joan Margarit: conquista

Donde los caminos entrecruzan




Polimatía. Poco usada, pero esa es la palabra. Común era en tiempos lejanos la práctica de distintos saberes. Desde la legendaria figura del carnicero que era a la vez dentista, barbero y médico, hasta el nombre de Imhotep, al que se le atribuye ser el primer ingeniero, arquitecto podría decirse también, bajo esta lógica, de la historia.
Astrólogo, alfarero, médico, visir y sacerdote, además de administrador del gran Palacio de Heliópolis.
Durante un tiempo se dudó, no sin razón, sobre la existencia de Imhotep, y se le consideró un dios. De los escribas, ni más ni menos.
La modernidad cartesiana sustituyó la acumulación de saberes a cambio de la promesa de profundidad en uno solo.
Topógrafa del conocimiento, segmentó y repartió parcelas del conocimiento. Dentro, sólo los que están dentro.
Desdoblado sobre sí, enseñante de la asignatura de estructuras en la Universidad, un poeta.
Ordenaciones, basamentos, peso muerto, vigas isotásticas. Sistema de fuerza, geometría analítica. Joan Margarit, arquitecto, profesor, escriba.
Nacido en plena Guerra civil española, en 1938, Joan Margarit ha recibido una cantidad innumerable de premios y reconocimientos.
Escribe indistintamente en español y en catalán, lo que de suyo ya es una posición política y la reivindicación de esta condición tan particular que tiene Cataluña en la historia española.
Arquitecto de formación, ha enseñado en Barcelona durante años Cálculo de estructuras.
Como si con ello, y su práctica poética, estuviera probando en los hechos que las palabras se van entreverando y se alzan cual edificios, casas, albergues.
Construcciones que tienen como estructura que las soporta, ideas que se convierten en cosas del mundo, cosas del mundo que se convierten en ideas.
 Joan Margarit comprende, así, la poesía como un espacio en el que puede habitar cualquiera.
No es la casa personal del sentimiento íntimo y radicalmente individual, lo que Margarit presenta, sino la morada común, la experiencia que nos iguala en nuestra condición de seres de este mundo, como bien dice José Carlos Mainer.
Escribe Joan Margarit, en un poema al que nombra “La hospitalidad de la noche”:

Pequeño puerto abierto en una
costa abrupta.
 Late un corazón de olas bajo la
oscuridad.

Así la poesía, así las palabras que la componen, que la transforman en un corazón común que late aun en la noche más oscura. “Porque el mar reluce dentro de la sombra, vuelvo a citar a Margarit, como un caballo dentro de su establo”.
La vida con los otros, sí, antes que un don, es una conquista.

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sábado, 24 de junio de 2017

Vargas Llosa: penuria

El cerco del mal



Contagio. Clemencia. Castigo. Plaga entre plagas. Pus espesa, fétida. ¿Alguien recuerda aquella calamidad? Mal entre males.

La peste. Sí, la peste. El sangrado de la nariz, primero. Y las protuberancias, después. Inconfundibles. Bultos en las axilas y en las ingles. Fiebre. 

Viene de lejos. Dicen. Como tantas otras cosas. La trajeron los barcos. Como tantas otras llevaron más allá.

Cuarenta mil muertos en apenas unos días. Es marzo. 1348. Florencia. Fallece la tercera parte de su población. 

85 millones de muertos en total en Europa. Otoño de la Edad Media, apelativo que le dio Huizinga.

El dolor. La pestilencia. La muerte. El pavor. Sólo así, quizá, podía haberse escrito algo tan apegado al deseo. La misericordia y el ensueño como el Decamerón

“Humana cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros”. Claro, Bocaccio estaba en Florencia en aquellos días.

En plena epidemia, es la base de la obra de Bocaccio, diez jóvenes se refugian en una Villa cercana a Florencia. 

Ahí, encerrados, creyéndose a resguardo del mal, se darán a la tarea de contar, cada uno, cuentos que de su fantasía afloran. 

En algún momento, piensan, quieren creer, el ominoso flagelo que llena de muerte su ciudad cederá y todo volverá a ser como antes. 

No hay a donde huir; ningún sitio donde ponerse a salvo; ninguno, que no sea el tiempo. El tiempo es su lugar y en él se refugian.

Punto de partida, éste, para que Vargas Llosa configure una obra de teatro que recrea el texto original: Los cuentos de la peste

He escrito, dice el Nobel, “una historia hecha de historias que contrabandean en el mundo real una realidad ficticia que, a la vez que suplanta las vidas reales de sus protagonistas, los redime del infortunio mayor de la condición humana: el perecimiento o extinción”.

Certera intuición y sensibilidad anticipatoria, atribuye no sin razón Vargas Llosa a Bocaccio. Todo arte tiene bien hundidas sus raíces en lo vivido, dirá el peruano. 

Mas su compromiso no acaba ahí. Apenas comienza. Es la sospecha de lo que se viene, el avistamiento lo que le hace perdurar.


Cierto, no hay a donde escapar del mal. Mas Bocaccio anticipa, atina. 

Frente al cerco del mal, es el arte el que libera; no el encierro.

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sábado, 1 de abril de 2017

Goethe: universalidad

Globalidad cultural en tiempos contra lo universal




Dispersión. Poesía. Inmortalidad. Verdad. Insustancial. 1832. Goethe. Año de su muerte.

 Habla, escribe a Seret, el botánico. Lo que otros han sembrado. La cosecha. Eso es la obra. Ser colectivo.

De otro modo, quizá, años antes en “Poesía y verdad”, categórico Goethe afirmaba ya que “todo lo disperso es desdeñable”. 

Convicción que se encadena con el establecimiento del término “welterliterature”, que aparece por primera vez como parte de lo que Eckermann recoge. 

Aunque pudiera ser que, siguiendo a Kundera, estemos más bien frente al hombre atormentado por la inmortalidad, capaz de hacer de la contradicción una estratagema, diría D´Ors.

Donat y Birus resuelven tal condición de otra manera. Hay un Goethe temprano, uno clásico y uno tardío. 

Fórmula para armar el rompecabezas de quien a su juicio pudiera haber sido el último genio universal. 

“El amplio abanico temático que despertaban el interés de Goethe tardío es asombroso y comprendía áreas cognitivas y prácticas que se han separado”, argumentan al referirse al modo continúo en que el poeta se ocupó tanto del ámbito de la naturaleza como del espíritu.

Más hacia acá en nuestro tiempo, y sin referirse a Goethe en concreto, aunque aludido siempre esté, Ulrich Beck se recarga en la tradición de la sociología cultural, tras la huella de lo global. 

En sentido operativo, dice, las más de las veces la globalización “conduce a una intensificación de dependencias recíprocas más allá de las fronteras nacionales”.

Mas, en una condición doble, pudiera, acaso, contener la posibilidad, también, de una “atención inteligente” a eso que Robertson califica como la “percepción consciente del mundo como lugar singular”. 

Universalismo y particularismo. Ligaduras y fragmentaciones. Centralización y descentralización. 

Conflicto y conciliación. Globalidad cultural. Dialéctica cifrada en un neologismo: “glocalización”.

Nada se habrá de comprender culturalmente desde lo estático, axioma del presente raudo, orienta Beck. 

“La cultura global no puede entenderse estáticamente sino sólo como un proceso contingente y dialéctico…y en modo alguno reducible de manera economicista a su lógica del capital aparentemente unívoca”. 

Signo de su complejidad, antes que el flujo, atender la paradoja.


Así, y moriríais de hambre, si no fueran locos llenos de esperanza los niños y los mendigos, hace decir Goethe a su Prometeo dirigiéndose a los dioses. 

Esperanza pues, cifrada en que desposeídos universales de lo material, encuentren en la cultura cosecha, alimento de una vida posible para ellos, no sólo para los dioses; no sólo.

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sábado, 25 de marzo de 2017

Beckett: desposesión

Exigid personajes





Malevolencia. Ingenuidad. Sumadas. Efecto multiplicante. Quintiliano y su definición de rumor. 

Nace de la malicia; toma cuerpo con la credulidad, asegura.

Institución oratoria, título dado al manual con el que Quintiliano cruzó hacia la posteridad. Pero sobre todo, legó una postura ética, una proyección “del hombre de bien”.

Ese mismo que, en la idea de quien formó al Adriano de Yourcenar, debería representar todo aquel que genuinamente aspirase a dominar la retórica, el arte de hablar correctamente.

El tiempo oceánico de Occidente torció, sin embargo, el rumbo del concepto. 

La noción de retórica se mantiene cargada de connotaciones peyorativas. La de perorata vacua, en especial. 

Mas, a pesar de todo, cual rastro del antiquísimo navío de Quintiliano, guardose a salvo la cuestión fundamental: el problema del decir.

“No querer decir, nos saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree que se quiere decir, y decirlo siempre, o casi…”, escribe Samuel Beckett. 

De un modo distinto, y convergente se encuentra con Quintiliano. 

Porque al igual que el antiguo, y de manera similar a Heidegger, Beckett asume que el asunto central del arte es la verdad, no la estética. La verdad y sus posibilidades de enunciación.

De suerte tal que así sea en sentido inverso al orador clásico, el decir de Beckett, a través de sus personajes, anhela una condición de verdad. 

Se sitúa en ese punto de desposesión en el que, cuando ya nada queda, refulge, pleno y discernible, el desorden. 

No el personal, aunque también, sino el del mundo. Beckett, dice Jenaro Talens, “busca sistemáticamente introducir el desorden no porque ello suponga un excelente recurso retórico, sino, para decirlo con sus propias palabras, ‘porque es la verdad’”.

Desde ese (des)orden de la (des)posesión del decir, Molloy, el errante personaje beckettiano, clama su desespero: “Dijera lo que dijese, nunca era suficiente o demasiado poco. Dijera lo que dijese, no me callaba, eso es, no me callaba”. 

Persona y personaje. Personae, concebía, fundiéndolos, la antigüedad.

Condición compleja, así, la vida en la que el personaje ocupa el sitio de la persona.

Desplazado de sí, el que habla y habla, nunca lo suficiente, nunca demasiado poco, se mira aflorar, por un instante, como él mismo. 

Dice lo que dice, como debe decirlo, dice lo que no debe, pero necesita decir.

Dice, por fin; y entonces, todos reclaman.

 Quieren al personaje. 

Pues personajes se quieren ellos; también.

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sábado, 11 de marzo de 2017

Danilo Kiš: quimera

La (imposible) cura de lo amorfo




Rescoldo. De calor. De Vida. Quizá. Esperanza. Génesis. Rostro. Sudor. Pan ganado. Y la sentencia: polvo eres y en polvo te convertirás; impertérrita. 

Mas amarse tanto en vida, que de ese amor se impregne la ceniza, el polvo, lo que resta y queda.

Ley de la afinidad, le llamó Diderot. Y así se lo escribe a Sofía Volland. Su Sofía. A ella le dice: “Quienes han amado en vida y piden ser enterrados uno al lado del otro…tal vez sus cenizas se confundan, se mezclen y se unan…Tal vez sus cenizas no hayan perdido del todo la sensibilidad, el recuerdo de su estado anterior…”

 Si la teoría de Diderot es cierta, Danilo Kiš recompone su nombre y el de otros, sus historias, las de otras, bajo el principio esencial de que toda escritura es reescritura. 

Sin importar que él mismo, se hubiese hecho cómplice de la sorna con la que Nabokov aseguraba no haber entendido jamás “para qué sirve inventar libros o transcribir cosas que de un modo o de otro, no han ocurrido de verdad”.

 Para quien guste del asidero biográfico, dígase entonces que un libro como “La enciclopedia de los muertos”, es un ajuste de cuentas entre Kiš y la muerte. 

Ajuste que tendría su punto de partida en la matanza de judíos y serbios, que, en 1942 teniendo 7 años de vida, Danilo presenció horrorizado. 

Y luego, en lo que significó apenas dos años después ver a su padre partir para siempre a un campo de exterminio.

Pero hay más que lo simplemente personal. Hay un horizonte de ideas y representaciones que explorar, que reescribir. 

No para salvarse de la muerte, no para eludirla, sí para vivir y vivirla, en los otros, con los otros, siendo los otros, multiplicándose.

Cierto, frente a la muerte, todo es dolor y rabia. A veces, como odio que se consume en su propia purulencia. 

Otras, sin embargo, tornándose en esa rabia de amar, dicen toma de Bataille en préstamo Danilo Kiš, que enfrenta a la muerte como una rendija sobre el instante.


En la antípoda, confinado a reescribir la nada, quedará quien no ha leído. Sin sueños de los otros, menos aún los hay que puedan considerarse propios. 

Sin forma ni ceniza. Volverse una quimera. 

No por tal, el anhelo. Sí ese ser amorfo que, diciéndose incomprendido, es en realidad incapaz de comprender. 

Incapaz de vivir.  

sábado, 25 de febrero de 2017

Mandelbrot: anomalía

Desafiar la archiespecialización




Algo. Concreto. Central. Claro. Previsible. Regular. Esa es la palabra. Las formas regulares. Saber. Sobre ese algo. Saber archiespecializado. 

Ser, a la vez, el archivista y el archivo. El especializado y la especialización. Una eminencia.

Ser zorro o erizo, el que sabe mucho de una sola cosa, el que sabe algo de muchas cosas, según la clásica forma del griego Arquíloco, retomada después con excelsa brillantez por Isaiah Berlin. 

La modernidad se decanta por la primera. Conocer progresivamente, más sobre menos. Un tipo de conocimiento que pudiera ser aplicado, además, sobre el estable reino de la regularidad.

Las relaciones entre el todo y las partes, sin embargo, son siempre más complejas. 

Su equilibrio es frágil, y éste suele estar cruzado por los “errores” con los que, en el pasado, fuera de lo que Kuhn llamaba "su integridad histórica", suele juzgarse la verdad. 

En buena medida por eso, Kepler es tan fascinante. Pues al combinar datos antiguos con juguetes antiguos, resalta Benoît Mandelbrot, al dedicarle sus Memorias, fundó una ciencia.

El propio Mandelbrot fue visto durante muchos años, por decir lo menos, como un sujeto “inestable” yendo de un campo a otro del conocimiento sin anclarse en ninguno. 

Occidente mira de tan mala manera a los que buscan sin parar, advierte Mandelbrot, que ocupan el sitio más recóndito en el Infierno de Dante.

Lejos de la archiespecialización, Mandelbrot jugó con ese riesgo. 

Al final triunfó. Padre de la geometría fractal, cumplió su anhelo de encontrar modelos para medir lo que parecía imposible: la irregularidad. 

Cúmulos de galaxias, árboles, litorales, nubes, entre sus pasiones.

Es la irregularidad y no su contrario lo que predomina en la naturaleza y la cultura. Tal es la tesis. Nos rodean irregularidades repetibles. 

Qué es una nube, ejemplifica Mandelbrot, sino las formas de volutas sobre volutas que la dan forman. 

Cada parte del todo es como el todo, pero a una escala menor que se enhebran. Ese, el collar de perlas anómalas con el que comprendió el universo. 

Parte y todo.

“Mezclas de remolinos”, parecería una buena definición para sociedades en graves crisis de degradación social, siguiendo a Mandelbrot. 

En el menor de los ciudadanos, y su conducta éticamente anómala, la del mayor de los ciudadanos actuando de la misma forma.


El mismo acto, sí, pero a escala distinta. 

Apariencia igual. Significación distinta. Moral e históricamente. Reside ahí, dramática y funesta, su fractalidad. 
        
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sábado, 11 de febrero de 2017

Thomas Mann: epidemia


La condición del viento




Fagot. Una nota. Viento. Madera. Doble condición. Versiones del origen, diversas. Con más o menos credibilidad. 

Cierta, en todo caso, lo que a todo que es instrumento le sucede. Ha de diferenciarse. 

Aunque Platón apele lo contrario. No diferenciar, dice él. Que todo sonido sea virtud, y virtud sea todo lo que suene.

El 29 de mayo de 1913, Stravinsky estrenó en el Teatro de los Campos Elíseos, en París, su “Consagración de la Primavera”.  

Primeras notas. El sólo de fagot. No hay retorno. El registro de lo agudo. La agudeza para registrar. Algo se ha partido. O ya lo estaba. Lo nuevo sin que lo viejo se haya ido.

Un año antes, lejos, cerca, 1912, Thomas Mann publica “Muerte en Venecia”. Su propia consagración de la belleza, si se quiere. No por la ruptura. Antes por el contrario. Sobriedad de la forma. 

Mas, convergencia en la misma sospecha de Stravinsky. Sobrevendrá la muerte. No hay belleza capaz de evitarla. Platón erró.

La fatalidad como epidemia. Ausencia de la extrañeza. Ese “algo interior”, que parece lluvia, que parece bochorno, pero que es algo más, trasluce Mann, y que orilla a Aschenbach “a partir sin saber muy adónde”. 

Mann alcanzó a comprender que el tema central de su novela, situada en el antiguo centro del esplendor renacentista, era la irresoluble cuestión de saber qué llega primero si la realidad o lo poético, dice Modris Eksteins, al escribir su documentado libro sobre lo que llama “el nacimiento de los tiempos modernos”.

A Stravinsky acompaña un temperamento fáustico convencido de la potencia del porvenir, asegura Eksteins. Mann, por su parte, llama a su novela “una cristalización”. 

La fuerza del futuro, se torna guerra. 

“La palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla”, había advertido ya el alemán. Por extensión, en el caso del ruso, la música, capaz de estremecer, augurio de guerra, es incapaz, empero, de impedirla.

Poco más de cien años después, vidas para todo olvidar rápidamente. Cual si frente a la decadencia, la peste, baste la solícita y serena aceptación de Aschenbach. 

Como si fuera sólo lluvia, bochorno, lo que es algo más. Partir de cualquier lado. Rápido. Así sea sin saber muy bien adónde. Es lo mejor. Se quiere creer.   


A contracorriente, mientras más extiende la fatalidad como epidemia, más amplio el agudo registro que la anuncia. 

Mayor es, debiera ser, del arte su agudeza.

@atenoriom