sábado, 1 de abril de 2017

Goethe: universalidad

Globalidad cultural en tiempos contra lo universal




Dispersión. Poesía. Inmortalidad. Verdad. Insustancial. 1832. Goethe. Año de su muerte.

 Habla, escribe a Seret, el botánico. Lo que otros han sembrado. La cosecha. Eso es la obra. Ser colectivo.

De otro modo, quizá, años antes en “Poesía y verdad”, categórico Goethe afirmaba ya que “todo lo disperso es desdeñable”. 

Convicción que se encadena con el establecimiento del término “welterliterature”, que aparece por primera vez como parte de lo que Eckermann recoge. 

Aunque pudiera ser que, siguiendo a Kundera, estemos más bien frente al hombre atormentado por la inmortalidad, capaz de hacer de la contradicción una estratagema, diría D´Ors.

Donat y Birus resuelven tal condición de otra manera. Hay un Goethe temprano, uno clásico y uno tardío. 

Fórmula para armar el rompecabezas de quien a su juicio pudiera haber sido el último genio universal. 

“El amplio abanico temático que despertaban el interés de Goethe tardío es asombroso y comprendía áreas cognitivas y prácticas que se han separado”, argumentan al referirse al modo continúo en que el poeta se ocupó tanto del ámbito de la naturaleza como del espíritu.

Más hacia acá en nuestro tiempo, y sin referirse a Goethe en concreto, aunque aludido siempre esté, Ulrich Beck se recarga en la tradición de la sociología cultural, tras la huella de lo global. 

En sentido operativo, dice, las más de las veces la globalización “conduce a una intensificación de dependencias recíprocas más allá de las fronteras nacionales”.

Mas, en una condición doble, pudiera, acaso, contener la posibilidad, también, de una “atención inteligente” a eso que Robertson califica como la “percepción consciente del mundo como lugar singular”. 

Universalismo y particularismo. Ligaduras y fragmentaciones. Centralización y descentralización. 

Conflicto y conciliación. Globalidad cultural. Dialéctica cifrada en un neologismo: “glocalización”.

Nada se habrá de comprender culturalmente desde lo estático, axioma del presente raudo, orienta Beck. 

“La cultura global no puede entenderse estáticamente sino sólo como un proceso contingente y dialéctico…y en modo alguno reducible de manera economicista a su lógica del capital aparentemente unívoca”. 

Signo de su complejidad, antes que el flujo, atender la paradoja.


Así, y moriríais de hambre, si no fueran locos llenos de esperanza los niños y los mendigos, hace decir Goethe a su Prometeo dirigiéndose a los dioses. 

Esperanza pues, cifrada en que desposeídos universales de lo material, encuentren en la cultura cosecha, alimento de una vida posible para ellos, no sólo para los dioses; no sólo.

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sábado, 25 de marzo de 2017

Beckett: desposesión

Exigid personajes





Malevolencia. Ingenuidad. Sumadas. Efecto multiplicante. Quintiliano y su definición de rumor. 

Nace de la malicia; toma cuerpo con la credulidad, asegura.

Institución oratoria, título dado al manual con el que Quintiliano cruzó hacia la posteridad. Pero sobre todo, legó una postura ética, una proyección “del hombre de bien”.

Ese mismo que, en la idea de quien formó al Adriano de Yourcenar, debería representar todo aquel que genuinamente aspirase a dominar la retórica, el arte de hablar correctamente.

El tiempo oceánico de Occidente torció, sin embargo, el rumbo del concepto. 

La noción de retórica se mantiene cargada de connotaciones peyorativas. La de perorata vacua, en especial. 

Mas, a pesar de todo, cual rastro del antiquísimo navío de Quintiliano, guardose a salvo la cuestión fundamental: el problema del decir.

“No querer decir, nos saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree que se quiere decir, y decirlo siempre, o casi…”, escribe Samuel Beckett. 

De un modo distinto, y convergente se encuentra con Quintiliano. 

Porque al igual que el antiguo, y de manera similar a Heidegger, Beckett asume que el asunto central del arte es la verdad, no la estética. La verdad y sus posibilidades de enunciación.

De suerte tal que así sea en sentido inverso al orador clásico, el decir de Beckett, a través de sus personajes, anhela una condición de verdad. 

Se sitúa en ese punto de desposesión en el que, cuando ya nada queda, refulge, pleno y discernible, el desorden. 

No el personal, aunque también, sino el del mundo. Beckett, dice Jenaro Talens, “busca sistemáticamente introducir el desorden no porque ello suponga un excelente recurso retórico, sino, para decirlo con sus propias palabras, ‘porque es la verdad’”.

Desde ese (des)orden de la (des)posesión del decir, Molloy, el errante personaje beckettiano, clama su desespero: “Dijera lo que dijese, nunca era suficiente o demasiado poco. Dijera lo que dijese, no me callaba, eso es, no me callaba”. 

Persona y personaje. Personae, concebía, fundiéndolos, la antigüedad.

Condición compleja, así, la vida en la que el personaje ocupa el sitio de la persona.

Desplazado de sí, el que habla y habla, nunca lo suficiente, nunca demasiado poco, se mira aflorar, por un instante, como él mismo. 

Dice lo que dice, como debe decirlo, dice lo que no debe, pero necesita decir.

Dice, por fin; y entonces, todos reclaman.

 Quieren al personaje. 

Pues personajes se quieren ellos; también.

@atenoriom
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sábado, 11 de marzo de 2017

Danilo Kiš: quimera

La (imposible) cura de lo amorfo




Rescoldo. De calor. De Vida. Quizá. Esperanza. Génesis. Rostro. Sudor. Pan ganado. Y la sentencia: polvo eres y en polvo te convertirás; impertérrita. 

Mas amarse tanto en vida, que de ese amor se impregne la ceniza, el polvo, lo que resta y queda.

Ley de la afinidad, le llamó Diderot. Y así se lo escribe a Sofía Volland. Su Sofía. A ella le dice: “Quienes han amado en vida y piden ser enterrados uno al lado del otro…tal vez sus cenizas se confundan, se mezclen y se unan…Tal vez sus cenizas no hayan perdido del todo la sensibilidad, el recuerdo de su estado anterior…”

 Si la teoría de Diderot es cierta, Danilo Kiš recompone su nombre y el de otros, sus historias, las de otras, bajo el principio esencial de que toda escritura es reescritura. 

Sin importar que él mismo, se hubiese hecho cómplice de la sorna con la que Nabokov aseguraba no haber entendido jamás “para qué sirve inventar libros o transcribir cosas que de un modo o de otro, no han ocurrido de verdad”.

 Para quien guste del asidero biográfico, dígase entonces que un libro como “La enciclopedia de los muertos”, es un ajuste de cuentas entre Kiš y la muerte. 

Ajuste que tendría su punto de partida en la matanza de judíos y serbios, que, en 1942 teniendo 7 años de vida, Danilo presenció horrorizado. 

Y luego, en lo que significó apenas dos años después ver a su padre partir para siempre a un campo de exterminio.

Pero hay más que lo simplemente personal. Hay un horizonte de ideas y representaciones que explorar, que reescribir. 

No para salvarse de la muerte, no para eludirla, sí para vivir y vivirla, en los otros, con los otros, siendo los otros, multiplicándose.

Cierto, frente a la muerte, todo es dolor y rabia. A veces, como odio que se consume en su propia purulencia. 

Otras, sin embargo, tornándose en esa rabia de amar, dicen toma de Bataille en préstamo Danilo Kiš, que enfrenta a la muerte como una rendija sobre el instante.


En la antípoda, confinado a reescribir la nada, quedará quien no ha leído. Sin sueños de los otros, menos aún los hay que puedan considerarse propios. 

Sin forma ni ceniza. Volverse una quimera. 

No por tal, el anhelo. Sí ese ser amorfo que, diciéndose incomprendido, es en realidad incapaz de comprender. 

Incapaz de vivir.  

sábado, 25 de febrero de 2017

Mandelbrot: anomalía

Desafiar la archiespecialización




Algo. Concreto. Central. Claro. Previsible. Regular. Esa es la palabra. Las formas regulares. Saber. Sobre ese algo. Saber archiespecializado. 

Ser, a la vez, el archivista y el archivo. El especializado y la especialización. Una eminencia.

Ser zorro o erizo, el que sabe mucho de una sola cosa, el que sabe algo de muchas cosas, según la clásica forma del griego Arquíloco, retomada después con excelsa brillantez por Isaiah Berlin. 

La modernidad se decanta por la primera. Conocer progresivamente, más sobre menos. Un tipo de conocimiento que pudiera ser aplicado, además, sobre el estable reino de la regularidad.

Las relaciones entre el todo y las partes, sin embargo, son siempre más complejas. 

Su equilibrio es frágil, y éste suele estar cruzado por los “errores” con los que, en el pasado, fuera de lo que Kuhn llamaba "su integridad histórica", suele juzgarse la verdad. 

En buena medida por eso, Kepler es tan fascinante. Pues al combinar datos antiguos con juguetes antiguos, resalta Benoît Mandelbrot, al dedicarle sus Memorias, fundó una ciencia.

El propio Mandelbrot fue visto durante muchos años, por decir lo menos, como un sujeto “inestable” yendo de un campo a otro del conocimiento sin anclarse en ninguno. 

Occidente mira de tan mala manera a los que buscan sin parar, advierte Mandelbrot, que ocupan el sitio más recóndito en el Infierno de Dante.

Lejos de la archiespecialización, Mandelbrot jugó con ese riesgo. 

Al final triunfó. Padre de la geometría fractal, cumplió su anhelo de encontrar modelos para medir lo que parecía imposible: la irregularidad. 

Cúmulos de galaxias, árboles, litorales, nubes, entre sus pasiones.

Es la irregularidad y no su contrario lo que predomina en la naturaleza y la cultura. Tal es la tesis. Nos rodean irregularidades repetibles. 

Qué es una nube, ejemplifica Mandelbrot, sino las formas de volutas sobre volutas que la dan forman. 

Cada parte del todo es como el todo, pero a una escala menor que se enhebran. Ese, el collar de perlas anómalas con el que comprendió el universo. 

Parte y todo.

“Mezclas de remolinos”, parecería una buena definición para sociedades en graves crisis de degradación social, siguiendo a Mandelbrot. 

En el menor de los ciudadanos, y su conducta éticamente anómala, la del mayor de los ciudadanos actuando de la misma forma.


El mismo acto, sí, pero a escala distinta. 

Apariencia igual. Significación distinta. Moral e históricamente. Reside ahí, dramática y funesta, su fractalidad. 
        
@atenoriom
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sábado, 11 de febrero de 2017

Thomas Mann: epidemia


La condición del viento




Fagot. Una nota. Viento. Madera. Doble condición. Versiones del origen, diversas. Con más o menos credibilidad. 

Cierta, en todo caso, lo que a todo que es instrumento le sucede. Ha de diferenciarse. 

Aunque Platón apele lo contrario. No diferenciar, dice él. Que todo sonido sea virtud, y virtud sea todo lo que suene.

El 29 de mayo de 1913, Stravinsky estrenó en el Teatro de los Campos Elíseos, en París, su “Consagración de la Primavera”.  

Primeras notas. El sólo de fagot. No hay retorno. El registro de lo agudo. La agudeza para registrar. Algo se ha partido. O ya lo estaba. Lo nuevo sin que lo viejo se haya ido.

Un año antes, lejos, cerca, 1912, Thomas Mann publica “Muerte en Venecia”. Su propia consagración de la belleza, si se quiere. No por la ruptura. Antes por el contrario. Sobriedad de la forma. 

Mas, convergencia en la misma sospecha de Stravinsky. Sobrevendrá la muerte. No hay belleza capaz de evitarla. Platón erró.

La fatalidad como epidemia. Ausencia de la extrañeza. Ese “algo interior”, que parece lluvia, que parece bochorno, pero que es algo más, trasluce Mann, y que orilla a Aschenbach “a partir sin saber muy adónde”. 

Mann alcanzó a comprender que el tema central de su novela, situada en el antiguo centro del esplendor renacentista, era la irresoluble cuestión de saber qué llega primero si la realidad o lo poético, dice Modris Eksteins, al escribir su documentado libro sobre lo que llama “el nacimiento de los tiempos modernos”.

A Stravinsky acompaña un temperamento fáustico convencido de la potencia del porvenir, asegura Eksteins. Mann, por su parte, llama a su novela “una cristalización”. 

La fuerza del futuro, se torna guerra. 

“La palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla”, había advertido ya el alemán. Por extensión, en el caso del ruso, la música, capaz de estremecer, augurio de guerra, es incapaz, empero, de impedirla.

Poco más de cien años después, vidas para todo olvidar rápidamente. Cual si frente a la decadencia, la peste, baste la solícita y serena aceptación de Aschenbach. 

Como si fuera sólo lluvia, bochorno, lo que es algo más. Partir de cualquier lado. Rápido. Así sea sin saber muy bien adónde. Es lo mejor. Se quiere creer.   


A contracorriente, mientras más extiende la fatalidad como epidemia, más amplio el agudo registro que la anuncia. 

Mayor es, debiera ser, del arte su agudeza.

@atenoriom



sábado, 28 de enero de 2017

Chigozie Obioma: Tanna

Ensueño del vengador 




Espíritus.  Benignos. Veleidosos. Arrogantes. Llenos de misericordia. El reino en el que reinan. Escondidos. 

Visibles. Para quien quiera verlos. Confiar en su justicia. Sin dudar. En medio de la incertidumbre, más. 

Cuando se ha perdido todo. O casi.

Isangel. Así se llama la capital la isla de Tanna. 40 kilómetros de largo. 19 de ancho. Pacífico sur. 

Isla cuyo devenir sangriento corre de la mano de la convicción de una parte de su población, que hay un poder de lo maligno que todo determina. 

Nombrada “nahak”, se torna en una ideación que aseguraba que toda enfermedad devenía del contacto con el “extranjero”, y que rápido se extendió al asesinato de viudas y prácticas de canibalismo.

A su modo, Chigozie Obioma, el nigeriano que de manera más reciente ha alimentado la admiración mundial por el gran caudal literario de esa nación africana.

Obioma ha construido una alegoría trágica sobre el destino de una familia que, a modo de ejemplo, representa la degradación social imperante en la Nigeria de los años noventa.

Desdicha, pobreza, muerte se conjuntan en “Los pescadores”, la historia de cuatro hermanos que, bajo el “poder de lo maligno”, miran sus destinos teñirse de sangre y espanto. 

Tres de los niños creen en la profecía de un personaje singular, quien predice la muerte de uno de ellos. 

Esto basta para que, en medio de un mundo que se siente a la deriva, uno de los infantes, a la manera del nahak, se entregue sin reservas a la sugestión.

Lo que sigue es la precipitación de hechos tan crueles como al parecer inevitables. Un mundo donde reina la sensación de que nada ni nadie ha de ser salvado. Un hecho trágico sigue a otro. Como si fueran simplemente oraciones que se encadenan.
 El “poder hipnótico de Obioma”, dice su traductora al español, aunque quizá sería más certero decir: el poder hipnótico del profeta que sostiene que detrás de todo está el “nahak”.

 El alivio, así sea doloroso, de quien lo acepta, porque encuentra en ello, por descabellada que parezca, una explicación, un orden.   

Enemigo infatigable, tal cual escribe Obioma, el nahak verdadero no reside en el exterior sino dentro de cada cual. 

El que aguarda la voz del hechicero, para asignarle un nombre en el afuera. 

Aquel que, desde la aflicción y el desconcierto, incita a creer en el poder de lo maligno. 

Ensueño del vengador.  
@atenoriom
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sábado, 14 de enero de 2017

Edward Said: sordera

La tragedia de la necedad



Una. Otra vez. Cientos. Todas. Y otra más. Así. Otra. Y otra. Más. No hay retorno. Pero todo lo es. Al mismo punto. Inicio. Sin final, no lo es. No puede. 

La repetición es el final. El principio. Sin final. La repetición, forma encarnada del absurdo.

Como lo disonante, la disonancia, nombraba Cicerón en su “De Oratoria”, aquello que consideraba absurdo. 

Nada extraño, si se toma en consideración que el origen etimológico de absurdo es, justamente, “surdus”, sordera. 

Mas el peligro vital no es la sordera; habituarse al mudo ensordecimiento cotidiano, es el riesgo verdadero.

Con la lucidez típica de su pensamiento, lanza Edward Said en “Elaboraciones musicales”, la idea que el arte, al ir más allá del suceso, pueda devenir en una experiencia que no trate “de forma principal sobre el poder del autor y la autoridad social, sino de un modo para meditar sobre y con la variedad integral de las prácticas culturales humanas, de forma generosa, no coercitiva”

Perspectiva de las bifurcaciones inacabables, Said atiende de este modo lo que él llama la “experiencia pública musical” que el siglo XX trajo consigo. 

El concierto como ocasión por excelencia de uno de los fetiches preferidos del Occidente “culto”: el virtuosismo del intérprete.

Para llegar así a la figura legendaria de Glenn Gould. Entre la genialidad y la extravagancia, dice, hemos de lamentar se siga pasando por alto el intento vital de Gould de convertir la interpretación en algo más. 

Celebérrimo por sus variaciones de Bach, Gould tenía el talento para hacer una cosa con brillantez y dejar entrever que estaba haciendo otra. “De ahí su predilección por las formas variacionales, por el contrapunto”, afirma Said.

Gould debería representar, pues, lo que es capaz de volver a ser, pero ya no serlo. La repetición que es, salvándose de sí, trascendiéndose a sí misma. 

La capacidad del artista, del hombre de y con la cultura, para hacer del acontecimiento algo más que eso. Una ocasión, dice convencido, convincente, Said, “más extrema, más extraña, más distinta que la realidad vivida por el ser humano”.

He ahí, del arte y la cultura, la casta de utopía, si, como asevera Said, “por utópico entendemos mundano, posible, alcanzable, conocible”. Arte y cultura no como suceso, sino como (la) experiencia de ser en otro.  

Réplica, repetición y respuesta, que es el otro. Forma de la variación.


Acorde, libre de sordera.
@atenoriom
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