sábado, 23 de abril de 2016

Cervantes: topos y abejas


Sentido de un legado

 

 
 
Imaginar. Los molinos. La belleza. El ejército que sólo cabras era. El jamelgo vuelto corcel. El yelmo y la lanza. Es cierto, a nadie se le ocurriría afirmar que Cervantes haya inventado la imaginación. Mas no cabe duda que luego de El Quijote, jamás se volvió a escribir y leer del mismo modo. El mundo se ensanchó tanto como cada individuo, desde el espacio personal, privado e íntimo, sea capaz de imaginar.

 
 
Tocó a la Lengua Española, en el longevo trayecto de lo humano, ser continente y contenido de una nueva forma de enunciar la existencia. La obra mayor de Cervantes, como bien lo estableciera Kundera hace tiempo, marca un doble punto de no retorno. Inaugura la forma de la novela como género en el que todas las verdades son posibles a la vez, y avizora los inconmensurables caminos de la imaginación como compañera de viaje del mundo moderno.

De Aristóteles que la considera en su De ánima, uno de los sentidos internos que funge como intermediaria entre los sentidos externos y el intelecto, pasando por Hobbes, que le reconoce la capacidad de engendrar deseos y emociones, la imaginación nos hace más humanos, al constituir un resorte insustituible en el reconocimiento del otro. Imaginamos no sólo en el sentido de la fantasía que evade, sino también, y cuán deseable sería que fuera lo que predominara, en cuanto nos otorga la capacidad de desdoblamiento que posibilita sentir(nos) en el otro, como el otro, siendo el otro sin serlo.
 
 

 Mas no se crea que la imaginación por siempre ha gozado de tal aprecio. Condenada por largo tiempo, se llegó a llamar “uomos morosus” a aquellos que se mostraban demasiado propensos a imaginar, según cuenta Elemire Zolla en su Historia de la imaginación viciosa. El animal con el que se asociaba al hombre imaginativo era el grillo que, como los topos, hace galerías subterráneas y destruye a las plantas: lo opuesto a la abeja laboriosa y tenaz, sabia.

Aun hoy para no pocos, imaginar significa lo opuesto al acto serio de pensar. La imaginación es un modo particular de (re)conocer la realidad y transformarla.
 
 
 
Si Nietzsche tenía razón y es cierto “que la verdad puede tenerse sobre una pata, pero con dos, andará y vendrá a rondarnos”, fue Cervantes quien vislumbró en la imaginación esa segunda pata. Tal es su legado. Celebrarlo no será nunca cosa menor.    
 
 

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domingo, 3 de abril de 2016

Amos Oz: imaginar al otro

La audacia extrema





La consigna es añeja. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Aparece ya en el Levítico. Lucas, Mateo y Marcos la retoman y amplían. La novedad del cristianismo, apunta Luigi Zoja, consistió en transformar en prójimo hasta el más lejano habitante de la Tierra. Tornándolo así de un sujeto abstracto a aquel que camina al lado.

El fanatismo se coloca entonces, en la antípoda de este principio de otredad. En un signo de este tiempo, piensa Zoja, que marca a su vez la muerte conceptual de la noción de prójimo. Sólo es otro quien piensa igual. Quien disiente, no. No es un yo, no representa en sí ningún atisbo de humanidad, es simplemente un traidor.



Porque traidor, señala Amos Oz al hablar de su propia vida, “es quien cambia a ojos de los que no pueden cambiar y no cambiarán, aquellos que odian cambiar y no pueden concebir el cambio a pesar de que siempre quieran cambiarle a uno…No convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor a ojos del fanático”.



Desde luego que el fanatismo tiene una veta sangrienta, demencial y espeluznante. Pero no es la única, advierte Oz. El fanatismo es un proceder de vida. Que señala, excluye, responsabiliza, violenta, segrega. Salvarnos nos prometen los fanatismos que se multiplican. De la carne, el humo, las farmacéuticas, los dioses falsos, los fariseos verdaderos.

 

 “¿Quién habría pensado que al siglo XX le seguiría de inmediato el siglo XI?”, se pregunta un atónito Amos Oz, frente a la sombra del fanatismo que asola el mundo nuestro. Mas no nos equivoquemos. El fanatismo es más viejo que cualquier ideología o credo en el mundo. Más viejo desde luego que el islam, subraya Oz. Centrar los ojos en los árabes exacerba un conflicto ya de por sí complejo. Lo que hoy vivimos, en su raíz más profunda, asegura el novelista, “se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia”.

La advertencia está ahí. Seremos salvados, queramos o no. Es por nuestro bien, más vale que lo entendamos. Resistir, esquivar tal pretensión es, en la idea de Oz, recuperar la audacia extrema de imaginar al prójimo; ese yo que, en otro, somos nosotros mismos. Imaginarnos siendo imaginados por el extraño que deja de serlo. He ahí el desafío verdadero.
 
 

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viernes, 25 de marzo de 2016

Alessandro Baricco: Primavera templada


La belleza reside en creer

 
 
 
 
El azar. Portento y enigma.  Aquel que en su forma de belleza nos sitúa en el lugar preciso. Al lado de quien se debía estar ya desde antes. El mismo Lucas, imagina y narra Emmanuel Carrère, fue llevado por obra del destino a conocer la historia del milagro en voz de un testigo. Porque son ellos, los testigos, los que no solo habrán de dotar de explicación a lo fortuito, sino además darán sentido al futuro.

 



Según la tradición cristiana, camino al pequeño pueblo de Emaús dos discípulos se encuentran a Jesús la misma tarde de su resurrección. El primero es Cleofás.  Del segundo nada se sabe. Bajo la licencia de la ficción, Carrère se atreve a postular que es Filipo. Quien relata a Lucas los hechos. Lucas no ha sido testigo de la vida del salvador. Pero ello no obsta para que crea. Cree y lo escribe, para que otros crean.

 
 
La resurrección, pues, no es el verdadero milagro. Confirma lo que debía ocurrir. El milagro genuino es creer. Ese es el enigma mayor. Identificar el signo de lo intangible, vital y fatalmente inaprensible. Siendo así, nada extraña que Alessandro Baricco haya titulado Emaús a su breve y vibrante novela centrada en el misterio de la belleza.

De la belleza, como de la vida, postula Baricco, sólo sabremos a ciencia cierta, hasta que de algún modo sea demasiado tarde. “Se trata de que avanzamos a base de destellos, el resto es oscuridad. Una tersa oscuridad llena de luz, oscura”, se lee en Emaús. A nuestras vidas las guía un no saber que se torna en intuición. “Escrituras cuya clave se ha perdido”.



Agradecidos a la niebla, sostiene Baricco, es que somos capaces de encontrar la centella; guardar en la memoria su fulgor. Creer en la belleza. Reconocer en su destello, la belleza de creer.

Así, hay un momento en el relato de Lucas en que el extraño que se ha aparecido en el camino a Emaús parte el pan. Es él.  Cleofás y su compañero lo saben, es él. Lo han reconocido en un solo gesto. Un ademán. Tal cual con la belleza. Prodigio que se desata de sí. También en un solo gesto. Azar y misterio. Cual si fuera respirar el aire común y milagroso de una primavera templada.

Sí, traducido de su raíz más antigua, Emaús significa: primavera templada.


 

domingo, 20 de marzo de 2016

Salman Rushdie: El siglo de la peste


Íntima gratitud
 
 
 
A mi padre
El contagio. La conspiración del aire. En sentido contrario al verso de Caballero Bonald, todo allí, contagiado de idéntica muerte. Ver morir de respirar. Y frente a ello, colocarse “en el lugar del otro”, haciendo propio el título del libro en el que Michel de Certeau reinterpreta el actuar del santo de la Peste, Carlos Borromeo.



Cuatro siglos más tarde del valor con el que el Arzobispo de Milán enfrentara la peste, escribe Salman Rushdie, hay momentos que son cruciales, que no son ni el principio ni el fin, momentos reveladores, puntos intermedios, “un tiempo donde todas las cosas, todos los futuros posibles” están todavía en la balanza.
 


Es 1986, el escritor ha viajado a la Nicaragua posrevolucionaria. La experiencia lo impresiona. Escribe un libro, La sonrisa del jaguar. Está a tres años de la sentencia del Ayatola Jomeini, pero ese futuro posible, no pasa ni de lejos por la mente del novelista.

 A los nueve años que él y su familia pasaron protegidos por la policía, Rushdie los ha llamado “los años de la peste”. Durante ese tiempo, en múltiples artículos y conferencias, regresaría a la premisa básica del ensayo “Sobre la libertad”, de Stuart Mill: “El mal peculiar de silenciar una expresión es que están robando a la raza humana, la posteridad y la generación existente”. Y ya desde entonces, el escritor advertía sobre el grave error de pensar que su caso no se repetiría.
 


En pleno Siglo de la Peste fundamentalista, Rushdie ha publicado recientemente Dos años, ocho meses y veintiocho días. Justo el tiempo que el sabio Ibn Rushd fue desterrado por sus ideas liberales en la Sevilla del siglo XII, mientras el fanatismo se extendía como la peste por la España árabe.

 

Homenaje literario a la libertad, cargado de erotismo. Acto de íntima gratitud a su padre, también. Aquel quien por única herencia le dejara, cuenta el escritor en sus memorias, justamente el nombre. El mismo que muchas años antes había cambiado su apellido original por el de Rushdie, como signo de admiración por la vida, la obra y el valor de Ibn Rushd. Aquel que significaría en ese nuevo nombre no temer a esa otra peste, la del disenso frente a la decadencia, la ruindad y la barbarie. A ese otro contagio, el de vida, el del lugar del otro. A no temer.

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Este texto apareció publicado originalmente el 16 de marzo de 2016, en el Diario La Crónica de Hoy, que se edita en Ciudad de México

viernes, 11 de marzo de 2016

María Moliner: Palabra dada

Razón de vida



 
 
Comenzar por lo básico. El alfabeto. Y en él, el mundo entero. Un repertorio limitado capaz de nombrar y describir, inconmensurable, el universo.

Cumple 50 años el Diccionario que casi como una proeza personal realizara María Moliner, y que con toda justicia lleva su nombre. Creyente de la pragmática, Moliner propuso un diccionario de uso, convencida de la utilidad de esta herramienta para comprender a los otros.
 
 
 

María Moliner murió en Madrid en 1981. Lejos de esta época en que reina el improperio. La procaz fantasía de que el otro será fulminado por el rayo de un adjetivo denigratorio. Una sola palabra. Una. No para descifrar el mundo y su complejidad, sino para ridiculizar, ofender, amedrentar, aniquilar al otro.



  La celebración de un diccionario, o de eso que podríamos llamar su aliento mayor, una enciclopedia, es por tanto la celebración de un acontecimiento cultural de la más alta relevancia. No es la manía del orden por el orden mismo, ni el estrechamiento lexical de la realidad lo que lo mueve, sino por el contrario, el testimonio de una vida vivida para comprender ese universo. De la Encyclopédie a Wikipedia, pasando por Moliner, una hazaña intelectual, personal y de época.

A grado tal, que es justamente como el triunfo de la razón en tiempos irracionales, como Philipp Blom decidió subtitular a su deslumbrante estudio sobre el mundo en que emerge la Encyclopédie de Diderot y D´Alambert, “presagio no sólo del triunfo de la Revolución francesa, sino de los valores de los dos siglos venideros”, dice Blom. Desmesurado, cual utopía que era, el proyecto de la Encyclopedié, termina vinculada al ideal de vida de quienes participan en ella. “Lo que identificaba a los enciclopedistas como grupo no era su posición social sino su compromiso con una causa”, escribe Darton. Esa causa es el espíritu de la razón frente a la decadencia.


Con las palabras hacemos cosas, enseñó J.L. Austin. Al menos tres. El decir mismo; lo que ese decir hace: intimidar, prometer…; y, lo que hacemos porque lo hemos dicho. A la luz del menosprecio actual por la palabra, alecciona que Austin terminara sus días como titular de la Cátedra de Filosofía moral de Cambridge. Frente a la palabra dada, sí, lo que hay siempre es un dilema moral. Moliner tenía razón: en la vida, la palabra es ante todo una cuestión de escrupulosidad.
 

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Este texto apareció originalmente publicado el 09 de marzo de 2016, en el Diario La Crónica de Hoy, que se edita en la Ciudad de México.

viernes, 4 de marzo de 2016

Umberto Eco: una tesis


La escritura que se habita





Una posición. O mejor dicho, una toma de postura. La enunciación, y defensa razonada, por supuesto, de un punto de vista, claro y con sustento. Una tesis. Situar y situarse.

Triunfo de la voluntad y del intelecto, parafraseando a Wittgenstein, casi 25 años tomó a Derrida concluir su tesis doctoral. Al final, advierte a su jurado: “(Lo hago) quizás porque empezaba un poco demasiado a saber no adónde iba, sino dónde estaba, no dónde había llegado sino dónde me había parado”. Oscilaciones, dudas, avances, retrocesos, mecanismos vigentes y caducos de la legitimidad institucional y personal, la tesis se vuelve, revela Derrida, en un lugar que el sujeto habita.


En medio de ese tiempo y espacio de la incertidumbre, quien ahí estremecido ha habitado, no puede más que sentir una filial gratitud por Umberto Eco y acaso el menos sesudo, el más sencillo de sus libros, ese mismo que ni siquiera alcanza el título de libro y queda en el escalón anterior, el de los manuales, el de las “instrucciones” y la metodología: Cómo se hace una tesis. Que es por sobre todo un cómo hacer para lograr vivir ese espacio sin el que tiempo devore a su habitante. Un camino, doble, para que el sustentante consiga esa también doble reelaboración: la de su materia y la de él mismo. Y en la convergencia, un “Cómo hacer(se) una tesis”.
 
 

Debería por lo tanto alertarnos que, justo cuando más necesitado se muestra el mundo de sujetos capaces de establecer posiciones argumentadas, frente a lo que el mismo Eco llamaba el fundamentalismo salvaje, las universidades hayan ido descartando la tesis en pos de mejorar sus índices de eficiencia terminal. "La intolerancia más peligrosa es precisamente aquella que surge en ausencia de cualquier doctrina, como resultado de pulsiones elementales". Y no hay, no puede haber, doctrina donde no hay postura, donde todo es contingencia. 



Puede así que Cómo se hace una tesis parezca el más sencillo de los libros de Eco. Pero si Fichte tenía razón y la tesis es la posición absoluta del sujeto, el modesto manual del italiano ilustre se torna en la mano del Virgilio que conduce, pero sobre todo, acompaña. De ahí la gratitud imperecedera. Antes, sí, justo antes de que pretendan hacernos creer que como la tesis, pensar es un anacronismo.
 
 
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miércoles, 24 de febrero de 2016

George Steiner: Vitalidad del pensamiento


La estoica confianza en la razón

 
 
Umberto Eco, In Memoriam.

El mundo era otra cosa, claro. En parte, porque la radio también lo era. 15 años antes de la caída del Muro de Berlín, la Radio Nacional de Canadá invitó a George Steiner a dar cinco conferencias para ser transmitidas en vivo. Profesor distinguido en Cambridge, y al mismo tiempo colaborador habitual en The New Yorker desde 1967, Steiner era ya para entonces eso que Bourdieu llamaría un Homo Academicus.


Publicadas en conjunto bajo el título de Nostalgia del absoluto, las conferencias proponen una idea central: el quiebre de los sistemas de verdad imperantes. La transmisión tuvo lugar en el otoño de 1974. Diez años más tarde, una buena parte del mundo, conmemoraría la llegada del año con el que míticamente George Orwell marcó el título de su célebre novela: 1984.

El propio Steiner escribiría por esas fechas para The New Yorker cómo "para cientos de millones de hombres y mujeres del planeta, el por desgracia célebre clímax de la visión de Orwell, ´si queréis una imagen del futuro, imaginad una bota pisoteando una cara humana´, no es tanto una profecía como una imagen banal del presente".


En el paisaje austriaco de su infancia, recuerda Steiner en Errata, “el odio a los judíos flotaba en el ambiente. De ese respirar en “un mundo convertido en col hervida”, proviene quizá la capacidad de Steiner para encontrar en el aire las señales de su tiempo. Enredados constantemente en una urdimbre de crisis que nos flagela, para usar sus palabras, Steiner fue capaz de sospechar el ansia de absoluto que aguardaba. Así no alcanzara a ver, en aquel lejano 1974, la magnitud de la barbarie que hoy asola al mundo entero.
 

1984 fue terminada en noviembre de 1948. De hecho, el título es un juego de números. "Conforme trabajaba con su novela, Orwell llegó a ver el mero acto de escribir como una de las postreras posibilidades de resistencia humana", cuenta Steiner, en lo que bien pudiera ser aplicado sobre él mismo. Sobre alguien que, como dijera alguna vez Levinas sobre Husserl, sigue representando, aun  en días aciagos como los que corren, la estoica confianza en la razón.

Un profesor. Un genuino rabinonim. Raíz hebraica, recuerda Steiner, de la palabra profesor. “La profesión más enorgullecedora y, al mismo tiempo, la más humilde que existe".

 

Este texto apareció originalmente en el Diario La Crónica de Hoy, editado en la Ciudad de México, el miércoles 24 de febrero de 2016.

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