La audacia extrema
La consigna
es añeja. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Aparece ya en el Levítico. Lucas, Mateo y Marcos la
retoman y amplían. La novedad del cristianismo, apunta Luigi Zoja, consistió en
transformar en prójimo hasta el más lejano habitante de la Tierra. Tornándolo
así de un sujeto abstracto a aquel que camina al lado.
El fanatismo
se coloca entonces, en la antípoda de este principio de otredad. En un signo de
este tiempo, piensa Zoja, que marca a su vez la muerte conceptual de la noción
de prójimo. Sólo es otro quien piensa igual. Quien disiente, no. No es un yo,
no representa en sí ningún atisbo de humanidad, es simplemente un traidor.
Porque
traidor, señala Amos Oz al hablar de su propia vida, “es quien cambia a ojos de
los que no pueden cambiar y no cambiarán, aquellos que odian cambiar y no
pueden concebir el cambio a pesar de que siempre quieran cambiarle a uno…No
convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un
traidor a ojos del fanático”.
Desde luego
que el fanatismo tiene una veta sangrienta, demencial y espeluznante. Pero no
es la única, advierte Oz. El fanatismo es un proceder de vida. Que señala,
excluye, responsabiliza, violenta, segrega. Salvarnos nos prometen los
fanatismos que se multiplican. De la carne, el humo, las farmacéuticas, los
dioses falsos, los fariseos verdaderos.
“¿Quién habría pensado que al siglo XX le seguiría
de inmediato el siglo XI?”, se pregunta un atónito Amos Oz, frente a la sombra
del fanatismo que asola el mundo nuestro. Mas no nos equivoquemos. El fanatismo
es más viejo que cualquier ideología o credo en el mundo. Más viejo desde luego
que el islam, subraya Oz. Centrar los ojos en los árabes exacerba un conflicto
ya de por sí complejo. Lo que hoy vivimos, en su raíz más profunda, asegura el
novelista, “se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre
fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia”.
La
advertencia está ahí. Seremos salvados, queramos o no. Es por nuestro bien, más
vale que lo entendamos. Resistir, esquivar tal pretensión es, en la idea de Oz,
recuperar la audacia extrema de imaginar al prójimo; ese yo que, en otro, somos
nosotros mismos. Imaginarnos siendo imaginados por el extraño que deja de
serlo. He ahí el desafío verdadero.
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