jueves, 18 de febrero de 2016

María Zambrano: El sueño insomne


La voluntad de ser




Una caja de música. Lo primero que quise ser fue una caja de música, y así, cuenta María Zambrano, con sólo levantar la tapa, escuchar el sonido venir de adentro. Ya entonces, a la futura filósofa rondaba el insomnio, terco compañero desde la primera infancia. Cuando se convenció que no sería caja de música, sigue contando Zambrano, decidió entonces que sería “centinela de la noche”, fascinada por el eco del grito de los vigilantes nocturnos que pasaban junto a su ventana en Madrid: Centinela alerta, gritaba uno. Alerta está, respondía el otro.



La filosofía vino después. Al darme cuenta, narra, que no podía ser de hecho nada, encontré el pensamiento”. Con la guerra civil vino el desgarramiento y con él llegó el exilio. A su modo, cautelar y perenne, condición del otro insomnio que hasta su muerte en 1991 acompañó a María Zambrano.  
Presente en toda su obra, el sueño, o su envés, la ausencia de éste, toma el lugar central en su indagación sobre El sueño y el tiempo. Adentrarse en la noche permanente del que no duerme. Alcanzar las luces de esa obscuridad creadora en la que la reflexión se torna la orilla sobre la que camina el sueño insomne. El insomnio cual sueño creador, “vivencia de los tiempos y experiencia en sí del tiempo”, le llama Zambrano.

Pareciera una obviedad, lo sea acaso. No hay modo de escribir, de actuar y ser, que no sea desde lo que se es. Pero a la vez, lo supo con nítida precisión el pensamiento de María Zambrano, a lo que se es, acompaña de modo inseparable, cual engrane de lo complementario, la pujanza de la voluntad de ser. En un movimiento simultáneo que apunta al mundo y su horizonte de posibilidad, toda vida es lo que es y lo que está dispuesta a ser. Soledad del árbol; espesura del bosque. Es la encarnación de eso que la filósofa denominó la razón poética, razón que buscando al otro, nos encuentra, experiencia mediadora entre el mundo, que está fuera, y el sueño del insomnio que nos habita. 




“Hemos de pensar desde nosotros mismos”, convoca Zambrano; vivir, también. Tránsito, sueño, nunca vacuo. Cual aquella música de la infancia, experiencia del tiempo. Alerta, se lee en Delirio y destino, en la unidad del pensar con la vida, alerta.

Este texto se publicó originalmente en el Diario La Crónica de Hoy, de la Ciudad de México, el 17 de febrero de 2016.

@atenoriom

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jueves, 11 de febrero de 2016

Rubén Darío: El corazón en un vaso, cien años



El poeta que todo lo cambió



En 1915, Rubén Darío decidió volver a su patria, Nicaragua. Un año después, aquella vida agonizaba tras recibir de último momento la extrema unción. 


Cuentan las crónicas de la época que a su muerte, en el sepelio hubo de todo: flores, dolor, gritos e incluso quien buscaba tocar al amortajado como si se tratara de los despojos de un santo.

Punto nodal en la construcción identitaria americana, después de Darío, se sabe bien, la poesía Iberoamericana jamás volvió a ser la misma. 

Se trata, aún, antes que de una influencia, de un límite a alcanzar o traspasar, usando la expresión de Octavio Paz. 

Es ese tipo de poeta, dice Borges, que cuando ha pasado por una literatura todo en ella cambia.


A decir de Aníbal Sánchez-Reulet, quien en 1967, centenario del nacimiento del poeta, organizara en la Universidad de California un magno homenaje, Darío no alcanzó nunca a comprender él mismo, la trascendencia de ese “extraño sincretismo que oscilaba entre lo pagano y lo cristiano; que yuxtaponía el Oriente y el Occidente; que, para mayor escándalo, poblaba la selva americana de deidades exóticas”.

De vida al filo del garete, Darío fue nombrado por el gobierno de Nicaragua como Enviado Especial para las fiestas del Centenario en México, mas en el trayecto de Francia a nuestro país, el poeta se entera que el Presidente de su país ha sido depuesto. 

Ante ello, el gobierno de México se niega a recibirlo oficialmente. Alcanza a visitar Xalapa, donde le regalan una piña, y en Veracruz se realiza una velada literaria en su honor. 

Alfonso Reyes recordará conmovido: “Noche hubo en que el pueblo en masa  esperó la llegada de Rubén Darío, en la Estación del Ferrocarril Mexicano”.


Años más tarde, hace un siglo exactamente, apenas fallecido, se cuenta que al cuerpo se le arrancó el cerebro y el corazón, para estudiarlos. 

El cerebro fue entregado poco después a la viuda, la célebre Rosario Murillo. Pero el corazón, que había sido extirpado y puesto en un vaso por el Dr. Luis H. Debayle, permaneció con éste por años. 
 

 
Al final, Debayle lo devolvió, convencido tal vez ya que cual escribiera el propio Darío: las vidas de palpitantes corazones...son águilas con las alas extendidas/(que)se contemplan en el centro de una/atmósfera de luces y de vidas.

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Texto aparecido originalmente el 10 de febrero de 2016 en el Diario La Crónica de Hoy, editado en la Ciudad de México.

domingo, 30 de agosto de 2015

El hombre que volvió personas a sus pacientes

A Oliver Sacks, con la gratitud de todos y todas los que hemos sido 

o seremos pacientes algún día




Circuló hace unos meses profusamente en redes el vínculo, o link como solemos llamarle, de un texto, ya en su versión original en inglés, ya en la traducción en español, en el que el muy reconocido neurólogo y escritor inglés Oliver Sacks, anunciaba que se hallaba en la etapa terminal de un cáncer y, en los hechos, se despide públicamente del mundo que se conmovió y maravilló de su práctica médica en torno al cerebro y sus enfermedades, pero sobre todo, que aprendió, a través de los relatos de sus casos más célebres, a mirar de un modo distinto la profesión médica, la relación con la enfermedad, la vida misma en tanto proceso permanente de acompañamiento de otros y de nosotros mismos en el común afán de luchar contra la muerte, de sobrevivir a la enfermedad.
Nacido en 1933, el nombre de Sacks, cuya reputación ya era sólida entre sus colegas neurólogos, comenzó a ser reconocido ampliamente a partir de la adaptación de uno de sus libros más conocidos, en la película Despertares, que protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro. Cinta en la que se narra la historia del entonces joven médico enfretando un transtorno que dejaba en una suerte de estado de catatonia profunda a sus pacientes. A los cuales, logra hacer despertar, de ahí el título, aunque finalmente retornan a ese estado de honda ausencia y muerte en vida.
Sacks encontró en el antiguo género de las historias clínicas, fundado según el propio Sacks por el mismísimo Hipócrates, una forma no solo de propagar el sentido de compasión, en su ascepción más amplia y profundamente humana, sobre lo que representan las enfermedades del cerebro, sino una manera dice él de entender la neurología como una ciencia “personalista” e incluso, por qué no, reclama Sacks, hasta romática que se acerque al paciente desde el yo, que lo aleja de ser qué, y lo constituye como un quién.
Tarea nada menor en un mundo donde el abultado número de pacientes que se deben atender, en particular en la práctica pública, suele ahondar el abismo entre lo físico y psíquico, entre los procesos fisiológicos y la biografía, eso que hace a cada sujeto un sujeto irrepetible, una forma única de estar en el mundo, para decirlo con palabras tomadas a préstamo de la filosofía.
Por encima de todo, he sido un ser sintiente, un animal pensante en este bello planeta, afirma Sacks en la carta de despedida publicada ayer. Ese animal pensante, sobre el que ya en 1958, cuando escribió su famoso libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, reflexionaba diciendo que a diferencia de los demás animales, que también contraen enfermedades, el hombre es el único que cae radicalmente enfermo. Nuestra enfermedad radical e incurable es la conciencia de que moriremos, y los demás también. El dolor vuelto conciencia es lo que llamamos sufrimiento. 
Cierto que la gran mayoría de los pacientes que Sacks vio se hallaban ya en un estado donde la expansión de la enfermedad sobre las zonas del cerebro no les permitía darse cuenta de su propio padecimiento, pero quedaban las familias, los amigos, los seres amados que de pronto miran al otro deteriorarse, irse desmoronando y diluyendo como si fuese no más que una acuarela en medio de un río furioso e inclemente.

A acompañar ese sufrimiento producido por la conciencia de la enfermedad dedicó su escritura Oliver Sacks. 
Y lo hizo con la apasionada convicción de que transmitir la experiencia de una persona mientras afronta la enfermedad y lucha por sobrevivir a ella, que el relatar, que el narrar como quien cuenta vidas enteras, el padecer del paciente, contribuiría, lo cito: “a que otros puedan aprender y comprender y ser capaces, quizás un día, de curar”.

Leer enseña, mi comentario televisivo sobre la vida y la obra de Oliver Sacks

sábado, 4 de julio de 2015

Yves Bonnefoy: Algo sobre la esperanza

De la permanencia en los sueños, de la vida incontable



                                                                                                        
Bebe de esta agua que es
El espíritu que sueña
Yves Bonnefoy

Caro se paga mentir. Merece, nada menos, que la absoluta exclusión. A quien miente se le debe extirpar. No tiene derecho a vivir con los demás. Es un elemento nocivo y su práctica, mentir, una suerte de virus que puede resultar contagioso. Por lo tanto, el escarmiento debe ser ejemplar. Y sin miramientos. Separarlo de los demás. Excluirlo, separarlo. A de ser confinando, en la soledad, a un universo en el que la bacteria maldita de su imaginación no pervierta, no manche, no contamine el entendimiento claro y transparente de algo a lo que a falta de mejor nombre se denominará: Verdad.

Más o menos en estos términos, palabras más, palabras menos, plantea Platón la muy conocida postura sobre la necesidad de expulsar a los poetas de la República. Los poetas, en general, y los artistas, en particular, dice el filósofo en La República X, son imitadores. Si la realidad, eso que llamamos y percibimos como realidad, equivale y puede ser identificada como la verdad, sostiene, las emociones, las pasiones, los sentimientos, herramienta de la que se valen los poetas, corrompe el alma, supone una forma engañosa de comprender el mundo. Es la salud pública, lo que está en juego. Hay que expulsar a los poetas, insiste Platón. 




Nacido en 1923, en Tours, Francia, Yves Bonnefoy es uno de los poetas de lengua francesa vivos más importantes de la época. Con casi cien años, ha cruzado el siglo y con él su particular modo de comprender el mundo y nombrarlo como ausencia, en no pocas veces, incluso como imposibilidad, pero no subsumido en la desesperanza. Curioso ejercicio, éste, el de las dos presencias, el mundo y la esperanza; o si se prefiere, el de las dos ausencias, la nominación exacta de las cosas, y por lo tanto la ausencia de la cosa en sí, y la ausencia de desesperanza, transmutada en el propio acto de escribir y poetizar esperanzadamente.

Bonnefoy es, a la par de poeta, gran poeta, académico, traductor, ensayista y crítico de arte. Un importante crítico de arte. Ha enseñado e impartido conferencias en universidades tan prestigiadas como Princenton, Yale, John Hopkins, además, por supuesto, de la de París. En su trabajo como traductor, destaca su entendimiento y capacidad para lleva de la lengua inglesa al francés a Shakespeare. De su capacidad como alquimista de la lengua han derivado célebres traducciones de textos como Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo. El Colegio de Francia, la casa de los sabios franceses, le encomendó a la muerte de Barthes a principios de los años ochenta, la titularidad de la Cátedra de Estudios Comparados.




Traducir al traductor que traduce. Tarea de todo lector. En tanto no es sino hasta que el texto llega a él, y a su comprensión, es decir, su apropiación mediante una traducción personal, que el ciclo del objeto comunicante y la experiencia comunicable se cierra. Traducir a Bonnefoy que a su vez trae a su lengua, el francés, el pensar en-del-mundo de un otro escritor que habita en otra lengua. Pero traducir también a la sombra del propio Platón, para quien cada existente es resultado de una idea perfecta y cierta que le antecede. Esta idea, origen de las cosas en la materialidad en la que las conocemos, hecha mano del trabajo y los materiales terrenales. Ahí, un primer traductor, un primer imitador. Traductor de la idea, imitador, fallido, de su esencia. El poeta es, entonces, un traductor imitador de segundo grado, doblemente fallido, doblemente punible.

Arturo Carrera traduce al traductor. Y de entrada, antes incluso de que hayamos traspasado el primer párrafo de su antología de Yves Bonnefoy a la que ha titulado Tarea de esperanza, Carrera advierte: “Traducción es devoción”. La tarea será fallida, al menos en su sentido de perfección cerrada, en eso atinaba Platón. El traductor, como el amante que juega con el amar a perpetuidad, sabe que lo ronda el “comprender imperfectamente, y buscar el sosiego de esa incomprensión en nuestra propia palabra, en nuestra propia experiencia con las palabras...De modo que es con nuestra propia vida –lo que ella supone de riesgo en la inexactitud— como traducimos y leemos la poesía. Y así nos deslizamos en la vida de otro mediante sus palabras casi reconstruidas de la permanencia de los pliegues. De la permanencia en los sueños. De la vida incontable”.




Se sabe, gracias a que Diógenes Laercio da testimonio de ello, que antes de que Platón condenara a la poesía por entregarse a esa doble falsedad de los real que le era inmanente, pudiera el propio haber escrito una tragedia, sino es que más de una. Diógenes dice haber tenido conocimiento de que Platón preparaba (y hubieses terminado) una tragedia para inscribirla (inscribir es escribir) a uno de los certámenes literarios más prestigiados en la Atenas de la época. Luego desistió. Se hizo discípulo de Sócrates, se entregó a la búsqueda de la verdad, en su expresión pura y dura, y lanzó a la pira esa legendaria tragedia de la que habla Diógenes y todas las otras que, ya en el terreno de la ideación, pudo haber escrito antes Platón. De entonces, viene la sentencia y la idea de que los poetas deberían quedar excluidos del Estado idóneo, al no contribuir a la formación óptima del ciudadano.

Tan breve como iluminador es el ensayo en el que Claudio Magris convierte el veredicto platónico en pregunta: ¿Deben ser los poetas expulsados de la República”, se pregunta el triestino. Obvia es la respuesta: No. Desde luego que no, abunda, ello conduciría a un Estado del absoluto, un Estado en el que ninguna voz podría ser discordante. Magris se sumerge, adicionalmente, en la paradoja del Platón que escribe una tragedia y luego la quema, y luego llamar a expulsar a los poetas. Dice: “Es posible comprender esa contradicción platónica en términos teóricos, pero para entenderla en toda su viva realidad, para entender cómo nació y fue vivida por él, nos hace falta la literatura. La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero...sólo la literatura –y el arte en general– dice cómo y por qué viven esas verdades y esos hechos”.  




Fuego del fuego, la tragedia escrita por Plató desparece y se pierde en la noche de lo eterno. No existe más. No hay modo de recuperarla. Se ha esfumado. Como se hubiesen extinguido los poetas de haber tenido éxito la sentencia platónica. ¿Y entonces? Entonces, hay una poesía que viene de lejos, de esa sombra de lo extinguible, de lo que es acechado, de lo que en cualquier momento puede desaparecer. Una voz de la permanencia, del llamado a las cosas, no de las cosas, sino a ellas a que se queden, se inscriban en algún sitio y de algún modo, a que no se disgreguen y se pierdan cual montículo floreciente de ceniza que se lleva el viento.

En la tarea del poeta, intento seguir a Bonnefoy, hay un contrallamado frente a la dispersión inminente, al desahucio de lo que ha de subsistir. Escribe el francés su invocación/exigencia:

Que este mundo permanezca
Que la ausencia, la palabra
Sean uno, para siempre
En la cosa más simple

Despliegue de esa ala bajo cuyo manto protector, se avenga el decir, el nombrar (im)posible de las cosas, donde se mantengan visibles, unidas, existentes.




Nostalgia de una imposible totalidad de la vida, recordará Magris, es el afán que mueve el impulso poético del Romanticismo. Buena parte de la literatura contemporánea, advierte el italiano, es romántica en ese sentido. En el sentido de que añora la utópica redención global de la sociedad y de la vida. Bonnefoy escapa a esa tentación. Y se sitúa, en todo caso, más cerca del ideal magrisiano que en el imperativo de lo que Magris describe como “transformar en metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza indeterminista es el arduo desafío que tiene ante sí hoy en día la literatura”.
La traza poética de Bonnefoy, confirma Carrera, “solo la lucidez de la obra parece constatar lo ilusorio en las ensoñaciones de antaño, el enfrentamiento y la soledad en el seno de la poesía” (y de toda forma de arte, agrego yo). Y Bonnefoy escribe: “La Belleza, un pesar, la obra tomar/ A manos llenas una agua que se escapa”.

Y seamos uno para el otro como la llama
Cuando se separa de la antorcha,
La frase de humo por un instante legible
Antes de borrarse en el aire soberano.





Hace tiempo que Michel Foucault dejó en claro el nacimiento paralelo, en el orden de la ideas la modernidad, de la clínica y la prisión. Mecanismos de la exclusión, de la segregación y el señalamiento, por aislamiento, de los portadores de los virus antisociales. No pocos poetas han sido confinados en una o en otra. Bonnefoy, no, es cierto. Pero ello no quita que adscriba su poética, a la escritura del disenso y la ruptura del orden “natural” del discurso. Clínica y prisión, vigilar y castigar, lo nombra Foucault en el deslumbrante y ya clásico libro, señalan, trazan, marcan los límites de lo “exterior” y de lo “interior”. El poeta y su voz, cuya amenaza bien intuyó el Platón arrepentido de su propia osadía, disuelven estos límites, rompen la línea recta del límite, y se adentran en el afuera que está dentro, tanto como en la interioridad que no es sino mundo externo. Ni dóciles ni útiles, a los poetas no hay donde ponerlos, no hay forma de saber qué hacer con ellos, son escurridizos, inmaleables, inaprehensiblemente sensibles, impredecible es el destino de la línea sobre la cual escribe palabras en el agua. Se mueven en terreno interior de sí mismos y de las cosas.

Y así, justamente, El territorio interior, llama Bonnefoy a uno de sus ejercicios de exploración prosística sobre el arte. Como poeta que es atraviesa con la mirada el arte con el que en el viaje de la vida se cruza. Encuentra, delinea con palabras la silueta de ese territorio, la obra y en torno de ella el mundo, donde se halla la existencia verdadera. Ese sitio, uso su cita de memoria de Plotino, donde caminará ahí como en Tierra extranjera”. La pertenencia a la vida es la pertenencia al arte. Tanto como saber decir que “lo que veo me colma, y en ocasiones llegó a creer que la línea pura de las cimas...solo pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien. Esta armonía tiene un sentido, estos paisajes y estas especies son, inmóviles, quizá encantados, una palabra, y basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto se declare, al término de nuestro errar. Aquí, en esta promesa, está el lugar.” Acaso, se pregunta más adelante en el mismo texto, el poeta, sabiéndose parte de una casta maldecida por Platón, ¿es el exiliado dando testimonio contra el lugar del exilio?

Y que fluya para siempre
Sobre el camino
El agua de una hora de lluvia
En la luz




El poeta es el vigía, pero no el vigilante. Su velo no es el del velador, ni su insomnio el del verdugo. Es aquel que “Así el viento/ cambia de forma el cielo”. Continum sin continuidad. Su pena, si la hay, no es correctiva. Retrata, si lo hace, de lo que no se retracta. Restablece, sin aprisionar ni castigar, el vínculo intocado entre el mundo y la vida. Vuelvo a El territorio interior, “Todo y nada. Otra vez la dialéctica terrible de la creación estética que vacía de su contenido todos los momentos de una vida, como una preciosa caracola donde resuena (En un lapsus había escrito yo: resueña) un ignoto mar invisible”. Porque probablemente, se pregunta encerrando la respuesta en la pregunta, son nuestras lecturas las que nos sueñan.

Cual pintor(a) que sueña que ha pintado un racimo de uvas tan perfecto, tan verdadero y bello, tan vivo en su latido, así no lo sea en su forma pues solo la naturaleza es en el absoluto de lo (im)perfecto, que mientras el/la pintor(a) sueña, han venido unos pájaros a picotear la tela sobre la que las uvas relucen (aún más) imperfectas. Relato legendario el de Zeuxis, el pintor de las uvas perfectas, el de los pájaros picoteando. De tal historia parte Bonnefoy para reflexionar, en prosa que es verso, sobre la invención, el sueño, la realidad, el deseo, la creación.


También tu amas el instante en que la luz de las lámparas
Pierde su color y sueña en el día. Sabes que es lo oscuro de tu corazón que sana,
La barca que alcanza la orilla y cae.





La imagen de los pájaros rapaces que cuenta la leyenda del pintor Zeuxis y sus uvas perfectas, pudiera ser, a los ojos de un contemporáneo, tan escalofriante como la secuencia aquella de la película de Hitchcok, el grito espeluznante de Tippi Hedren, fijo para siempre en la memoria de aquel cartel promocional. La película, es de sobra conocido, se basó en una novela, que a su vez se basó en la nota de un diario, que asimismo relataba cómo la madrugada del 28 de agosto de 1951, cientos de gaviotas se precipitaron sobre las casas del pequeño poblado costero de Santa Cruz Sentinel, mientras los aterrorizados habitantes intentaban defenderse de las aves con improvisadas antorchas encendidas.

Los pájaros de Zeuxis han traspasado la tela del tiempo y han ido a parar a una Bahía en California, para luego extenderse por toda la tierra en forma de ideación narrativa y fílmica. Antes, mucho antes, Bonnefoy ha completado la edición en español de su pequeño libro Las uvas de Zeuxis (en extraordinaria traducción de la también poeta Elsa Cross), con un poema: “Más sobre la invención del dibujo”. En él, yacen trenzados después del amor que todo lo puede, una joven y su amante, ella quiere pintarlo, fijar el cuerpo amado y perfecto de él. No quiere separarse de él, ni que la piel de ella se desprenda de la de él, pero quiere, a la vez, dibujarle con la tiza sobre el muro. El se mueve y para ella dibujarlo resulta por demás complicado. “Además de esto, la lámpara que está colocada detrás del lecho los proyecta sobre la bella superficie blanca en sombras que son completamente extravagantes y que tampoco dejan de moverse.”A la muchacha la mueve el impulso de fijar el cuerpo de él, la detiene el ponerse a soñar, a desear, a imaginar y a sentir. Y de ahí, dice Bonnefoy, resultará toda la historia del dibujo, incluso, toda la de la pintura”. Ella le suplica a él que no se mueva, lo quiere preservar en la memoria, la suya y la del dibujo. “El toma entre sus manos esa mano de artista en ciernes, le extiende los dedos, suavemente, pone el trozo de tiza sobre la mesa cercana, allí donde reposa la lámpara que arde a través de los siglos”. Lámpara y antorcha. Antorcha y lámpara.





La tarea de la poesía y de los poetas, según Yves Bonnefoy es poner las palabras al servicio de una tierra más humana, de un mundo, dice él, poéticamente habitable. ¿Qué es un mundo poéticamente habitable? Uno donde la tecnología no avasalle lo humano. Uno donde el espíritu humano, el yo de cada quien, encuentre en las palabras su propia forma de ser y estar, de habitar el mundo y ser habitado por él.




La poesía no es una respuesta, ni un camino en línea recta, es una forma particular de cuestionamiento del mundo y la forma más profunda de acercamiento con la verdad de la vida. de aquello que será luz, aun siendo nada.

Miente, con la verdad , miente; miente con la verdad. Cual miente el agua del día, haciéndonos creer que es la herida incurable que fluye entre las piedras.

Sí, todas las cosas simples
Restablecidas
Aquí y allá, sobre
Sus columnas de fuego.

Vivir sin origen,
Sí, ahora, pasar
Con la mano acribillada
De resplandores vacíos.

Y cada afecto
Un humo,
Pero vibrante, claro, como un
Bronce que suena.



YvesBonnefoy (Biografía)
Discurso de Yves Bonnefoy al recibir el Premio de la FIL-Guadalajara
Tres poemas de Yves Bonnefoy en Revista Letras Libres

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