Archivo, mosaico y pared: El poder del (des)orden[1]
Antonio Tenorio[2]
Agradezco en todo lo que vale la gentil invitación que se me ha hecho
por parte del AGEO y en particular de su director, mi admirado Emilio de Leo, así
como el inmerecido honor que para mí representa estar en este día internacional
de los archivos, aquí, con todas y todos ustedes.
En 1994, en junio, para ser aún más precisos, hace casi 25 años, el
filósofo francés Jacques Derrida viajó a Londres para impartir una conferencia
en el marco de un Coloquio sobre Memoria y El concepto del archivo, organizado
por la muy destacada historiadora de las ideas, psicoanalista y crítica de
arte, Elisabeth Roudinesco, y auspiciado, entre otras instituciones, por el
Museo Freud.
A la larga, aquella conferencia constituiría un documento central para
el pensamiento derridiano. A tal texto y la revisión, así sea somera de algunos
de sus aportes retornaré un poco más adelante. Permítanme, por lo pronto,
valerme de la primera línea de la conferencia de Derrida, para tratar de
establecer mi propio punto de arranque. “No comencemos por el comienzo, ni
siquiera por el archivo”, escribió Derrida en ese ya lejano 1994.
No comencemos, pues, por el comienzo, me atrevo a decir ahora yo, sino
por el final. No el final como conclusión, he de advertir, sino el final en
tanto finalidad, propósito, destino, punto de arribo. Y tal como Derrida
sugería, no comencemos tampoco con el archivo per se, sino en el caso de las
palabras de las que yo me hago cargo, con ese elemento temporal que atañe al
archivo, pero que va más allá de él: el futuro.
Ese futuro para el que el archivo se prepara a ser, pero no en menor
medida ese futuro que el archivo logró desde el presente que (re)presenta de su
pasado. El archivo es presencia que consigue, de algún modo, ir más allá de sí
misma, engendrar y hacerse perdurable como imaginación posible. Siendo
eminentemente un acto del pasado, presencia de éste, el archivo que no logra
volverse futuro, simplemente se pierde, se esfuma entre la marisma de su propio
tiempo, sin llegar a ser futuro de sí mismo.
Tentador es el futuro. ¿O debiera decir, era?
2.
Siete años antes de la conferencia de Derrida en Londres, entre finales
de 1986 y principios de 1987, se desarrolló en la Ciudad de México, en la UNAM,
para acotar aún más, un movimiento eminentemente estudiantil centrado en el no
aumento de cuotas y la no modificación de los criterios de ingreso. El
movimiento derivó en una huelga que paralizó la vida de la universidad nacional
por algo así como dos semanas.
Estudiante de sociología por aquellos años, participé de modo entusiasta
y con la absoluta convicción de la razón de la postura estudiantil. Como a
miles más, me abrazaba con ferviente emoción la certeza de estar siendo parte
de algo que no solo me trascendía como sujeto, sino que además tendría la
fuerza para ir más allá. Más allá de mí, por supuesto, y más allá de él mismo,
de un hecho que sería capaz de llevarme consigo y a todos los demás que al ir
juntos éramos ya uno, a ese más allá del propio tiempo y la propia acción.
En algún momento, autoridades y representantes del movimiento
suscribieron el armisticio. La huelga habría de concluir. Repletos de poesía, o
cuando menos del deseo de ella, el último día antes de entregar las
instalaciones de la Facultad donde estudiaba, alistamos gordas brochas y
cubetas rebosantes de pintura. Roja, por supuesto. Henchidos de seguridades,
arrebatamos al poeta que cantaba, canta aún, un verso y lo rotulamos, con
letras tan grandes como el tener solo porvenir nos hacía sentir.
Somos la historia que tendrá el futuro, se podía leer desde muchos
metros antes de llegar a la Facultad. Así. No como una presunción, mucho menos
como una posibilidad. Más que antes de ser, al futuro hay que tonarlo certeza
decretada, justo para que pueda ser ese futuro que lo es ya desde su presencia
en el presente. No seríamos, conjugación hipotética, ya éramos, estábamos
siendo en esa forma atemporal del “somos”, lo que el futuro, lo quisiera o no
tendría por historia, éramos su documento viviente, el archivo que sobreviviría
para asegurarnos, a punta de brochas, pintura y versos que así ocurriese,
debiera ocurrir, siguiera ocurriendo; sí o sí.
3.
En el (no) inicio de su conferencia en Londres, Derrida se aseguró de ir
a un futuro anterior, si podemos llamarlo así, del inicio. La palabra. La
palabra en general, como futuro anterior de todo futuro que será pasado, sí.
Pero la palabra archivo, aún más, como punto de la encrucijada que al filósofo
francés le interesaba poner a la luz.
Derrida hace ver, en el sentido literal de llevarnos de la mano a
construir la imagen, la conexión etimológica que la palabra archivo guarda,
como tallo con su raíz, con la doble significación del término arkhé.
Radica en este término, dice Derrida, el archivo de la palabra archivo.
Dos principios, para volver al asunto del comienzo, de todo comienzo, se
vinculan con arkhé. Allí donde las cosas comienzan, es uno de sus significados
posibles. El otro, allí donde reside la autoridad, las autoridades, que dan
orden al (des) orden, pues el orden es una cosa que ha de ser dada, por
algunos, en algún sitio.
Espacio y tiempo se conjugan en estos dos principios que asoman como un
solo al amparo de la palabra archivo. Ese cuando...Aquel allí. Cada archivo, en
su singularidad es inicio del futuro, marca de su porvenir, el principio de
todo comienzo, para seguir el dictado de arkhé.
Más, a la vez, en ese doble estamento que, advierte Derrida, es
secuencias y de mandato, habrá quien mande que permanece y donde permanece. Al
amparo de la dimensión singular y de conjunto que la palabra archivo hace
emerger.
El archivo, cada archivo, es El Archivo, conjunto de lo que (Ya) se
resguarda y se resguardará. Tan o más importante aún, será por lo tanto, la
dimensión que el sitio donde se ha de llevar a cabo el resguardo adquiere, el
Archivo, así, lo saben bien ustedes, no solo es el documento, los documentos,
en la liga singular-plural, sino el lugar mismo donde se albergan: el dónde, dijéramos
con Derrida, en una sentencia proverbial, ese lugar donde “los archivos tienen
lugar”.
Casa y fortaleza, casa de la fortaleza, fortaleza de la casa, la casa
del archivo que son los archivos. La casa que es el archivo mismo de la casa
que los resguarda, que los salva del olvido, y con ello, de la destrucción. La
casa que al erigirse, los erige. Los acoge. Les da una fortaleza donde tener
lugar. Ese lugar que les da, esa es, precisamente, su fortaleza, a ella se
debe.
Nada menor resulta, pues, que hoy celebremos esa fortaleza justo aquí,
en esta fortaleza que lejos de ser inexpugnable, es entrañable arcaicamente, en
su sentido de Arkhé, y en su sentido de Arca, es decir, de su sentido de arcis,
ciudadela, y desde luego de arcere, contener, guardar. Arca, casa, fortaleza
ésta del sentido humano de comprender el pasado, de (volver a) darle forma, de
salvar y salvarse, Arca de lo arcaico que ésta, del Diluvio del olvido. A bordo
vamos.
4.
Se asevera que había dos formas distintas pero parecidas de llamarle. Bien
podía decírsele “El Antiguo que (aún) está en la plenitud de su vida”, o bien,
simplemente reconocerle como “El gran hombre que no quería morir”. Cualquiera
de las dos correspondía a su nombre. Ambas, también, hacen justicia a lo que su
existencia significó, y significa aún, a más de 35 siglos de distancia.
La epopeya de
Gilgamesh es el relato sobre
una proeza humana más antiguo que se conserva. Largo poema, muy anterior a la
Iliana o la Odisea, cuya lengua de origen, el acadio, desapareció hace por lo
menos dos milenios.
Desde que la primera tablilla de arcilla fuera descubierta hace apenas
150 años, cada cierto periodo aparece un nuevo fragmento de esta saga, en la
que nadie ha dudado en identificar como el más grande monumento escrito (mutilado)
del que se puede preciar hoy por hoy la humanidad. Se calcula, grosso modo, que
el poema completo estuvo conformado por alrededor de tres mil tablillas. De
ellas, solo se han podido recuperar y volver legibles, menos de dos mil.
“Estos fragmentos, sin embargo,
señala Bottéro uno de sus estudiosos contemporáneos, se encuentran, por suerte,
distribuidos de una forma tan apropiada a lo largo de la trama que nos permiten
reconstruir bastante bien la secuencia y la trayectoria, un recorrido que, aun
entrecortado, nos fascina”.
Al contar con menos de 2 mil fragmentos de distinta extensión y no todos
legibles, entendemos, pues, que la epopeya es al mismo tiempo un gran ejercicio
vivo en el que escritura y lectura se trenzan, literalmente, para lograr reconstruir
una vida, y con ella, un mundo, que en su existencia física no existe más.
El puente de humanidad que representa la lectura por sí misma, se torna
en este caso, en un puente cuya construcción se afianza, ensancha, se hace
posible, en la medida en que cada nuevo fragmento, al tener valor por sí mismo,
lo tiene para el todo.
Más notable resulta aún, en este marco, que el relato mismo de
Gilgamesh, rey de la ciudad-Estado de Uruk, situada en pleno desierto, a mitad
de camino entre Basora y Bagdad, se haya centrado, justamente, en el afán de
que la muerte no todo lo venza, no todo lo arrumbe, no todo lo pudra.
Gilgamesh, “El gran hombre que no quería morir”, como se sabe, emprende
su trasiego en pos de una sola cosa: el secreto de la inmortalidad. Mas,
el poema dilata en revelar que es ese el propósito último del rey de Uruk.
Antes, habrá de retratársele como un gobernante cruel, tiránico a tal grado que
los súbditos piden ayuda a los dioses para deshacerse de él. Apiadados de los
ciudadanos sometidos, los dioses encomiendan a Enkidu para que dé muerte al
opresor.
Enkidu y Gilgamesh pelea hasta quedar extenuados, sin lograr ninguno de
los dos vencerse. Son tan similares en sus fuerzas, tan semejantes uno al otro,
que el combate, sin lograr definirse, acaba por tornarse en una férrea amistad.
No me detendré ahora en la cantidad de seres extraordinarios con los que acaban
y lugares fantásticos que dejan atrás. Repararé solo en el hecho clave que
fundamenta el cambio de sentido del viaje de Gilgamesh. La muerte del que ahora
era su amigo entrañable: Enkidu.
Este hecho, ligado al enojo de los dioses por lo que sienten son
afrentas, determinará que Gilgamesh determine que el propósito esencial de su
vida será a partir de entonces, encontrar el secreto para no morir.
El viaje, el trayecto del héroe, como lo calificó Campbell, será una
metáfora que atraviese prácticamente la historia de la humanidad y su capacidad
para simbolizar. Todos los animales se desplazan. Los humanos, sin embargo,
somos los únicos a los que la vida nos ha dotado de la doble capacidad de
hacerlo empujados por motivos intangibles, simbolizados diríamos, y, por otra
parte, somos la única especie capaz de desplazarse sin desplazarse. Ahora
mismo, más de una, más de uno de ustedes, sin haberse movido un milímetro de
este pedacito de mixteca oaxaqueña, mira asombrado las doradas arenas que
debieron rodear la ciudad de Uruk.
Gilgamesh fracasa. O ese cree. Muere. O eso cree. Sus días acaban, es
cierto, sin haber encontrado el secreto de la inmortalidad. Pero será su
muerte, por paradójico que parezca, precisamente lo que le otorgue lo que en
vida, según el poema, no alcanzó: atravesar los siglos, continentes, culturas,
épocas y lenguas. Volverse, en escritura y archivo, presencia de quien lee en
el presente.
Gilgamesh es, en ese sentido, epopeya y profecía. La epopeya de todos
por traspasar el umbral de nuestro breve paso por la Tierra. Profecía de que no
lo lograremos, la muerte habrá de alcanzarnos, a todas y todos, tarde o
temprano. Pero es conocer ese destino, es saberse víctima insalvable de esa
profecía lo que nos empuja a escribir, a guardar, a rehilar, a guarecer del
viento que dispersa para siempre la inaprensible arcilla de los días.
5.
He dado este enorme rodeo, perdonarán ustedes, para llegar a dos asuntos
que me son de particular importancia y que enfilan, en parte, la naturaleza del
título que elegí para esta charla.
Abordo el primero sin más ambages, regresando a ese diálogo imaginario
con el texto de Derrida que está por cumplir 25 años. Dice el francés, el
archivo no solo es un poder, una capacidad para dar lugar al archivo-archivos,
se manifiesta también en tanto principio de reunión. O, para usar el término
que prefiere Derrida, de consignación.
El archivo- los archivos no solo requieren, advierte, una casa, un
soporte estable y hallarse en disponibilidad de un lector que cuenta con lo que
llamaríamos autoridad hermenéutica, autoridad para interpretar.
A quien se le confían el-los archivos debe de estar investido de la
facultad para equiparar su poder de clasificación con su capacidad para llevar
a cabo “una consignación que tienda coordinar en un solo corpus, en un sistema
o en una sincronía en la que todos los elementos articulan la unidad de una
configuración ideal” (Derrida 10-11).
Esa configuración ideal, como dice el francés, que, bajo la idea de
establecer el orden, un orden, marca desde luego criterios, pero sobre todo
límites. La relación orden-desorden, se transforma así en la tensión entre
el-los sujetos y esos límites, con particular énfasis aquellos que se
consideran infranqueables.
Les ruego me disculpen la larga
cita que a continuación haré del texto derridiano, es la única que me permitiré
y lo hago exclusivamente para ayudarme a abreviar. Dice Derrida: “Por supuesto,
la cuestión de una política del archivo nos orienta aquí permanentemente…Jamás
se determinará esta cuestión como una cuestión política más entre otras. Ella
atraviesa la totalidad del campo y en verdad determina de parte a parte lo
político como res publica…La democratización efectiva se mide siempre por este
criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y
a su interpretación” (Derrida 12).
En sentido inverso, concluye Derrida, las infracciones a la democracia,
la sustracción de los derechos, se pueden (y deben) valorar en relación con el
grosor de lo que en conjunto podríamos denominar aquellos que ha sido
señalados, desde el omnímodo poder del estado, como “Archivos prohibidos”
El poder del desorden, frase que forma la mitad del título de esta
charla, es susceptible de ser establecido, así, en dos vertientes. El poder del
desorden que mina el orden democrático lo hará de manera recurrente al amparo
de lo que esa misma sociedad ha logrado como posible. La permisividad llevada
al extremo, confrontada a la perversa paradoja de ser su propio elemento de
contradicción. Ese poder que apela y apalea desde la celebración del desorden,
lo hace no solo porque ese orden se lo permite, como garantía, como derecho, sino
además, tiene en la noción de archivo como memoria, registro, rastreo,
evidencia, historia y sentido de responsabilidad uno de sus blancos
predilectos.
A contrario, los límites, las fronteras, movilidad y acceso prohibidos
por un régimen cerrado, se pondrán a prueba, no con base en las posibilidades
que ese mismo espacio sociohistórico ha sido capaz de darse, sino en dirección
exactamente opuesta. El poder del desorden en una sociedad cerrada que infringe
los derechos democráticos básicos desata, parafraseando al dictador Francisco
Franco, “lo que ha quedado atado y bien atado”. Mientras que, en sentido
inverso, el poder del desorden que actúa sobre los propios límites que el orden
democrático se ha dado, no desata, sino estira, hasta reventar prácticamente,
la misma elasticidad que toda libertad conlleva en sí misma.
6.
Todo archivo es, a un mismo tiempo, tema y objeto, vuelvo sobre lo que
se supone es el curso central de esta charla, todo archivo es, también a un
mismo tiempo, dice Derrida, “instituyente y conservador. Revolucionario y
tradicional…Tiene fuerza de ley, de ley de la casa, de la casa como lugar,
domicilio, familia, linaje, institución”. Se fundamenta en un acto de
exterioridad, la escritura, que por paradójico que suene, en el resguardo, lo conduce
a la interioridad de la casa que lo preserva. Y que instituye y conserva, sobre
eso va mi segundo comentario y último sobre el texto de Derrida, un tiempo, una
noción, una idea del tiempo.
Uno de los ejes sobre los que se basa la disertación que Derrida
presentó en Londres en aquel 1994, es el por entonces sorprendente capacidad
del Disco Compacto como soporte de conservación de los archivos. No puedo, no
debo, pasar por alto esta referencia a lo que en ese entonces apenas asomaba
como lo que hoy es netamente, el predominio de lo tecnológico, de las
tecnologías que implican comunicación entre personas (y con máquinas también,
por supuesto)-soporte (de archivos a los que desde luego se les llama
“memoria”) e intervención (de contenidos propios y ajenos) como corazón de la
vida social.
Hablo del tiempo y se me acaba el tiempo. Estoy lejos de querer fincar
cualquier tipo de responsabilidad moral a la época actual y sus posibilidades.
Las cuales, por cierto, más bien me parecen fascinantes.
El nervio temporal que tengo interés en tocar va por otro lado. Y se
refiere concretamente, si es que en ello se puede ser concreto, a la manera
cómo el mundo digital, el mundo éste nuestro de hoy, al modificar y multiplicar
los soportes ha modificado también, de manera muy honda, nuestras nociones
esenciales de pasado, presente y futuro.
La sociedad líquida, como bien la denominó Bauman, no solamente es un
río que transita a velocidad vertiginosa, sino que además, en su enloquecido trayecto,
ha venido a cerrar el ancho de la brecha que en el imaginario separa presente y
pasado.
Es cierto que 5 años en un joven de 20 equivale al 25% de su vida, pero
más allá de eso, parece claro que la sucesión imparable de “actualizaciones”
(uso el término con toda intención) acaba por generar en el sujeto la seguridad
de que aquello que ocurrió a más de dos años de distancia forma parte de la
época de Gilgamesh.
Cuando Bauman dice, de modo textual, que vivimos una época en la que la
velocidad es más importante que la duración, la distancia con el pasado, es
decir, la referencia, el sitio desde donde el individuo se sitúa con relación
con eso que ya pasó, estará dado por una comparación sintáctica, si se me
permite el concepto, entre qué tan rápido le parece el hacer, o sea, la
estructura, de aquello con lo que se enfrenta, en relación con la rapidez de
resolución, de hacer, de las estructuras en el presente de ese sujeto.
El pasado no ya como procesamiento sino como procesador, procesador de
computadora, por supuesto.
El futuro, por su parte, en la idea de Bauman, sujeto a este mismo
devenir vertiginoso de la ansiedad como pandemia, es un escenario tan difuso
que parece haber desaparecido. El futuro es inimaginable, porque se ha quebrado
el fundamento mismo de la capacidad para imaginar: detenerse…y esperar.
¿Podemos pedirle capacidad de espera a aquel que viaje en el centro de un
huracán, retomo a Bauman, al que llamamos progreso? ¿Cuál es la imagen de
futuro que puede albergar alguien viaja, sin tener de que asirse, al centro de
ese huracán?
7.
Me encamino al final. Que quizá debió ser el principio. El título. El
nombre de esta charla, a estas alturas con toda seguridad ya convertida en
archivo…muerto.
En la ciudad de la verde piedra, en el sitio mismo de donde se extrajo
la piedra para construir la majestuosa ciudad de verde Antenquera, en el Parque
de las Canteras, acudo a la imagen del mosaico, piedra, al fin, para tratar de
trazar un dibujo mental de la compleja relación entre parte y todo, a la luz de
nuestra celebración de hoy, la capacidad humana para configurar, reconocer,
organizar, preservar archivos cual patrimonio físico e inmaterial, cual idea y
objeto, espacio y tiempo.
Dice el poeta, dramaturgo y escritor francés, Antonin Artaud, en el
Prefacio de su libro de poemas El ombligo
de los limbos: “Allí donde otros
exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu. Vivir no es otra
cosa que arder en preguntas. No concibo la obra al margen de la vida”.
Artaud, el mismo que quedó fascinado con México, aquel que, a principios
del XX, en Mitla, viviera con intensidad esta Oaxaca intemporal, describe ese
sitio donde el espíritu y la vida se encuentran y cuyo “centro (es) un mosaico de trozos… a los que
una viva mirada penetra”.
Así el mosaico. Cuyo nombre, cuya palabra que
le designa, está emparentada de origen, nada menos que con lo que refiere a las
musas, musacus, mosaico.
Verdadera pintura para la eternidad, como se
le ha llamado, revestimiento antiguo, es la pared, tanto como ésta es el
mosaico, cada uno, tal cual el dibujo del tapiz está contenido en cada nudo.
En cada pieza, por
pequeña que sea, del material que sea, piedra, cerámica o vidrio, asoma la
cantera completa, es en singular, igual que la palabra archivo, designación de
su pluralidad, el archivo que sigulariza el acto vital de lo que ya no estando,
permanece.
No dejo de pensar en la mañana
pintamos, somos la historia que tendrá el futuro. Lo volvería a hacer, creo.
Crecí con esa noción. Con la idea de que adelante, en algún sitio habría un
lugar, justo como éste, que apuntando hacia atrás, estaría mirando hacia
delante.
Volvería a pintar la frase,
seguro que sí. Solo que esta vez, en el futuro de aquel pasado, lo haría sobre
una pared de mosaico. Mosaico blanco, desde luego.
Mosaico prevenido con algún
solvente que permitiera borrar la frase, dar espacio a los que vienen luego y
también quieren pintar y así…sólo permitiendo que entre las pequeñas ranuras,
las trazas, diría Derrida, que se forman entre mosaico y mosaico, sobreviva
alguna pequeña y casi imperceptible huella, otra vez Derrida.
Memoria de un espíritu y una
vida unidas, como reclamaba Artaud, listas tanto mosaico y pared, pared y
mosaico, para resistir la muerte, tal como quiso Gilgamesh, “el gran hombre que
nos enseñó cómo no morir”: escribiendo, preservando.
Felicidades a Oaxaca, a México,
a la Humanidad por este magnífico Archivo general. ¡Enhorabuena!
Muchísimas gracias
[1]
Texto leído en el marco dl Día Internacional de los Archivos, el 8 de junio de
2018 en el Archivo General del Estado de Oaxaca, en la ciudad de Oaxaca,
México.
[2]
Antonio Tenorio es narrador, ensayista, académico, gestor y conferencista.
Tiene 9 libros publicados. Desde 2009 es el Director general de Radio
Educación, emisora de la Secretaría de Cultura, México.