miércoles, 11 de marzo de 2015

A tiempo

Llegar tarde se ha convertido en un tipo especial de sufrimiento moderno, ha sentenciado el gran novelista inglés Ian McEwan.

Ver cómo, de modo inexorable, los minutos pasan y el tráfico no avanza, enfrentarse a la desdicha de haber equivocado la ruta o confirmar que el avión sigue dando vueltas sobre la urbe en la que hace un rato debió haber tomado tierra, devuelven a quien lo padece la abominable certeza de que en el origen y destino de lo humano está el fallar.


Hay aquellos que fingen demencia y aseguran que la cita estaba pactada justo a la hora que ellos llegaron.

En otros casos, la conflictividad política se vuelve un aliado y valida prácticamente cualquier tardanza: “me agarró una marcha”, se arguye, así se esté arribando a un encuentro a las 2 de la mañana.


Y si bien no faltan tampoco los que sintiéndose Cronos, dios griego del tiempo, hacen de su impuntualidad un ejercicio de prepotencia, en general llegar tarde, como bien dice McEwan, nos angustia tanto que nos hace sumergirnos en un estado de tensión, culpa y ansiedad.

El punto álgido, pues, de un retraso no sucede al momento en el que por fin se aterriza en ese sitio visto como un espejismo inalcanzable.

No, la tortura se desarrolla en ese espacio en el que el individuo, varado sin saber hasta cuándo, mira cómo el tiempo corre a una velocidad inversamente proporcional a la propia condición detenida de quien sabe que llegará tarde.


Esa inmovilidad se torna entonces en el dantesco sitio de los auto reproches.

Que por qué no salimos más temprano, que por qué no subimos al auto a la hora, que por qué quisimos ahorrar unos pesos volando en una línea de bajo costo, que por qué no consultamos la página web de todos los partidos políticos y sindicatos para saber por dónde marcharían ese día.

Angustiados, odiando la ciudad en la que viven, sintiendo compasión por ellos mismos, el impuntual consuetudinario o esporádico se abre a la herida de reconocer que no es dueño del tiempo sino su instrumento.


Mas, si de verdad se quiere saber dónde reside el mayor de los castigos para alguien que llega tarde, habrá que volver a la sabiduría del legendario bolero de Álvaro Carrillo.

Justo aquel que asevera, sin reserva, lo terrible que resulta la gente demasiado buena, entre las que siempre están aquellos que habiendo estado esperándonos más de una hora, parece que perdonan, pero en el fondo... siempre nos condenan. 

Ian McEwan (Hampshire, Inglaterra, 21 de junio de 1948)

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