sábado, 25 de febrero de 2017

Mandelbrot: anomalía

Desafiar la archiespecialización




Algo. Concreto. Central. Claro. Previsible. Regular. Esa es la palabra. Las formas regulares. Saber. Sobre ese algo. Saber archiespecializado. 

Ser, a la vez, el archivista y el archivo. El especializado y la especialización. Una eminencia.

Ser zorro o erizo, el que sabe mucho de una sola cosa, el que sabe algo de muchas cosas, según la clásica forma del griego Arquíloco, retomada después con excelsa brillantez por Isaiah Berlin. 

La modernidad se decanta por la primera. Conocer progresivamente, más sobre menos. Un tipo de conocimiento que pudiera ser aplicado, además, sobre el estable reino de la regularidad.

Las relaciones entre el todo y las partes, sin embargo, son siempre más complejas. 

Su equilibrio es frágil, y éste suele estar cruzado por los “errores” con los que, en el pasado, fuera de lo que Kuhn llamaba "su integridad histórica", suele juzgarse la verdad. 

En buena medida por eso, Kepler es tan fascinante. Pues al combinar datos antiguos con juguetes antiguos, resalta Benoît Mandelbrot, al dedicarle sus Memorias, fundó una ciencia.

El propio Mandelbrot fue visto durante muchos años, por decir lo menos, como un sujeto “inestable” yendo de un campo a otro del conocimiento sin anclarse en ninguno. 

Occidente mira de tan mala manera a los que buscan sin parar, advierte Mandelbrot, que ocupan el sitio más recóndito en el Infierno de Dante.

Lejos de la archiespecialización, Mandelbrot jugó con ese riesgo. 

Al final triunfó. Padre de la geometría fractal, cumplió su anhelo de encontrar modelos para medir lo que parecía imposible: la irregularidad. 

Cúmulos de galaxias, árboles, litorales, nubes, entre sus pasiones.

Es la irregularidad y no su contrario lo que predomina en la naturaleza y la cultura. Tal es la tesis. Nos rodean irregularidades repetibles. 

Qué es una nube, ejemplifica Mandelbrot, sino las formas de volutas sobre volutas que la dan forman. 

Cada parte del todo es como el todo, pero a una escala menor que se enhebran. Ese, el collar de perlas anómalas con el que comprendió el universo. 

Parte y todo.

“Mezclas de remolinos”, parecería una buena definición para sociedades en graves crisis de degradación social, siguiendo a Mandelbrot. 

En el menor de los ciudadanos, y su conducta éticamente anómala, la del mayor de los ciudadanos actuando de la misma forma.


El mismo acto, sí, pero a escala distinta. 

Apariencia igual. Significación distinta. Moral e históricamente. Reside ahí, dramática y funesta, su fractalidad. 
        
@atenoriom
www.antoniotenorio.com

sábado, 11 de febrero de 2017

Thomas Mann: epidemia


La condición del viento




Fagot. Una nota. Viento. Madera. Doble condición. Versiones del origen, diversas. Con más o menos credibilidad. 

Cierta, en todo caso, lo que a todo que es instrumento le sucede. Ha de diferenciarse. 

Aunque Platón apele lo contrario. No diferenciar, dice él. Que todo sonido sea virtud, y virtud sea todo lo que suene.

El 29 de mayo de 1913, Stravinsky estrenó en el Teatro de los Campos Elíseos, en París, su “Consagración de la Primavera”.  

Primeras notas. El sólo de fagot. No hay retorno. El registro de lo agudo. La agudeza para registrar. Algo se ha partido. O ya lo estaba. Lo nuevo sin que lo viejo se haya ido.

Un año antes, lejos, cerca, 1912, Thomas Mann publica “Muerte en Venecia”. Su propia consagración de la belleza, si se quiere. No por la ruptura. Antes por el contrario. Sobriedad de la forma. 

Mas, convergencia en la misma sospecha de Stravinsky. Sobrevendrá la muerte. No hay belleza capaz de evitarla. Platón erró.

La fatalidad como epidemia. Ausencia de la extrañeza. Ese “algo interior”, que parece lluvia, que parece bochorno, pero que es algo más, trasluce Mann, y que orilla a Aschenbach “a partir sin saber muy adónde”. 

Mann alcanzó a comprender que el tema central de su novela, situada en el antiguo centro del esplendor renacentista, era la irresoluble cuestión de saber qué llega primero si la realidad o lo poético, dice Modris Eksteins, al escribir su documentado libro sobre lo que llama “el nacimiento de los tiempos modernos”.

A Stravinsky acompaña un temperamento fáustico convencido de la potencia del porvenir, asegura Eksteins. Mann, por su parte, llama a su novela “una cristalización”. 

La fuerza del futuro, se torna guerra. 

“La palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla”, había advertido ya el alemán. Por extensión, en el caso del ruso, la música, capaz de estremecer, augurio de guerra, es incapaz, empero, de impedirla.

Poco más de cien años después, vidas para todo olvidar rápidamente. Cual si frente a la decadencia, la peste, baste la solícita y serena aceptación de Aschenbach. 

Como si fuera sólo lluvia, bochorno, lo que es algo más. Partir de cualquier lado. Rápido. Así sea sin saber muy bien adónde. Es lo mejor. Se quiere creer.   


A contracorriente, mientras más extiende la fatalidad como epidemia, más amplio el agudo registro que la anuncia. 

Mayor es, debiera ser, del arte su agudeza.

@atenoriom