domingo, 31 de mayo de 2015

Borís Sávinkov: Caligrafía de la violencia


Un corazón cual abismo



Cuando oprima la piedra tu carne temblorosa,
y le robe a tus flancos su dulce rendimiento,
acallará por siempre tu corazón violento,
detendrá para siempre tu andanza vagarosa.
Baudelaire


¿Cómo funciona el vértigo de la violencia? ¿Qué clase de emoción construye lo que se destruye? El resorte físico y emocional que supone la planeación, la ejecución, la huida. La existencia como una forma del absoluto. Como tentación metafísica en la que todo, todo lo que se hace y se es, constituye la fusión insondable entre vida y muerte.
Se sueña con lo absoluto, como parte de él, cual si se fuera una pieza de esa maquinaria perfecta y circular: la muerte que da vida. La vida al servicio de la muerte que da vida que sirve a la muerte...

Borís Sávinkov, poeta, novelista, pero sobre todo, personaje de sí mismo, militar disidente de cuanto hubiera que disentir, agente del terror convencido de la necesidad de la violencia como motor de la historia, es el terrorista más legendario de principios del siglo XX.
Autor de innumerables atentados, entre ellos el que costó la vida a los personajes más notables del último periodo zarista en Rusia, Sávinkov nación en lo que hoy es Ucrania en 1879, y murió, según versiones oficiales, luego de lanzarse desde el último piso desde el edificio donde la policía política del gobierno bolchevique lo interrogaba en 1925.

Sávinkov es dirigente del ala más radical del Partido Socialrevolucionario, participa del gobierno de 1905, conspira en el fallido golpe de estado y tiempo después toma partido por el bando contrarrevolucionario que intentera sin éxito echar abajo del poder a Lenin.
En 1920 abandona Rusia, y desde el exterior, tras la mascara de más de 17 personalidades distintas, se esconde, recauda fondos, huye, redacta propaganda, recluta y organiza atentados contra el gobierno comunista de su país; todo a la vez.

En nombre de la Madre Rusia, esa figuración tan enraizada en el imaginario histórico de su pueblo y de su nación, Sávinkov escribe. En 1923 aparece en París, y al año siguiente en Moscú, su novela última: El caballo negro, nouvelle en la que se entrecruza la voz del implacable comandante de las fuerzas contrarrevolucionarias, que al mismo tiempo desliza su sentimiento de añoranza amorosa y deseo por retornar a los brazos de la mujer amada que le aguarda.
Se lee así en la estupenda Introducción a El caballo negro, firmada por Marta Rebón y Ferrán Mateo: Si para los pintores románticos el paisaje es el escenario donde está representada la tensión entre la naturaleza y el espíritu humano y es donde se constata la soledad existencial del hombre de la modernidad, Sávinkov desplaza esa tensión hacia el paisaje en medio de la batalla.

Disponible hoy en español gracias a Impedimenta Libros, El caballo negro, es de algún modo, la secuela de su obra anterior, El caballo amarillo, de 1909, aunque en ésta última predomina ya la clara noción de que la guerra es una máquina que termina por devorar al propio hombre.
“Sigo el camino de la vida como un caballo desbocado”, escribe Sávinkov, apocalíptico e iluminado, desbordado de sí, carcomido por una luz que lo ciega y lo hace ver más allá, la historia que supone le aguarda. La bomba y la pluma, la pericia técnica lo es poética; y en sentido inverso: todo verso, toda imagen, implosiona y hace recomenzar el mundo desde el estado oscuro y primigenio del caos.

Apasionante, resulta pues, esta mirada de la historia desde el pensar de estos hombres para los que, como Sávinkov, la guerra resultaba una necesidad histórica, y para quienes la actividad terrorista más que un arma de lucha política, constituía todo el mundo en el que vivían.
Sávinkov pudo haber tenido éxito cuando planeó el asesinato de Lenin. Solo que la bala, del arma que el proveyó, no fue mortal. El hombre que induce la violencia, que la controla, la imagina, la mira llevarse a cabo desde algún punto: la historia toda como posibilidad reunida en él. Puede que sea ahí, en esa sensación irresistible de encarnar la historia entera, en lo que descanse la fascinación por la violencia.
Escritura que rebela y se rebela en el mundo, como bien pretendía Albert Camus, quien por cierto, años despues del supuesto suicidio de terrorista, toma la figura de Sávinkov como inspiración para su deslumbrante obra de teatro Los justos, sobre los dilemas éticos de la violencia.
Escritura como que revela y se revela como el mundo. El mundo que no es otra cosa, en el caso paradigmático de Sávinkov, que el cruce exacto, la convergencia luminosa y oscura, del absoluto individual con la presencia del devenir de lo histórico y social. Una época en un hombre. El sentir y sentido de una éppoca en una emocionalidad. Contenida y expansiva.

“Estamos todos condenados”, sentencia Sávinkov. Y se lanza al vacío. Como dicen que fue su muerte. Aunque bien pudiera ser empujado, que es lo más probable. Escribe y se rebela y se revela. Rabia, tristeza, desolación. La caligrafía de la violencia. De su violento amor doble, dos mujeres, a cual más de distintas. También esa violencia cuenta.
De Sávinkov, Churchill, hipnotizado por su arrojo, su astucia, dijo “me pareció que llevaba impresa la marca del destino”. Ese solo hombre, ese hombre que termina solo, volando entre el piso del que se lanza o es lanzado, despide un perfume seductor, el de la violencia, el de la fuerza implosiva y explosiva, el que oferta el nuevo comienzo y lo infalible del caos.

Perfume difícil de resistir por su aroma doble. Perfume de flores, vivas en tanto su aroma se esparce y permanece, marchitas en tanto no hay perfume que no esté hecho de flores muertas, que hayan tenido que serlo, para que el aroma nazca. Veneno de la destrucción y obsesión del nuevo principio. Abjuración de los demonios, que antes se han desatado, de ello da cuenta, con violenta intensidad, la escritura, que parte de su estar absoluto en el mundo.   
Al fin podré descansar, dice Sávinkov, cuando es detenido. Al fin. Sometido al vértigo extenuante de la violencia, hay una cárcel peor que la cárcel misma: la vida.

El caballo negro, de Borís Sávinkov, Impedimenta Libros

domingo, 24 de mayo de 2015

Umberto Eco: La realidad de la ilusión



Toda historia es antes una leyenda



Un sueño es una escritura
y muchas escrituras no son más
que sueños.
Umberto Eco

Alejandría: La del último tropel divino, dice el poeta Cavafis, nacido allí. Alejandría, la del Magno conquistador por la que así se le bautiza. La del trágico destino de Antonio y Cleopatra. Alejandría, capital cultural del mundo antiguo, sueño de grandeza entre el delta del río legandario, el Nilo, y el mar de la cultura originario, el Meditarráneo, el mare nostrum donde todo ha comenzado, incluido el último tropel divino, dice Cavafis.

Y acaso habrá sido que Umberto Eco nació en una ciudad cuyo nombre, Alessandria, castellanizado, remite a la legendaria Alejandría.
Pero su nombre,y su vida, ha estado indisolublemente ligada a esa indagación interminable que la pasión por saber, mas por encima de ello, por comprender.
Las palabras asociadas a su nombre y a su vida, siguen jugando con entre significantes y significados, entre imágenes y sonidos, entre reflejos e iluminaciones. 
Si el apellido remite ya al mito, aquel en el cual el estanque es espejo y el espejo es la muerte en sí mismo, Eco, aquella castigada primero a no tener voz propia sino solo remedo, y despreciada, después por el que solo puede amarse a sí mismo, Eco es en Eco, Umberto, antónimo con dimensiones, hoy, a la luz de lo que ha sido su vida, casi mítico.
Este Eco, en contraposición de aquélla, la castigada, ha construido, tanto desde la academia como desde la escritura ficcional, una voz que reclama la mayor altura que una voz propia pueda reclamar: erigirse en mirador del mundo.

De El nombre a la rosa en adelante, sus temas, su modo de abordarlos, su contribución desde el territorio de lo que pudo haber sido, es decir, la ficción, a develar lo que fue, es original en la ascepción de que es única, de que le es propia a su autor y al lector que transita por sus páginas.
Si ello fuera menor, Eco, el de las aulas, no la que condenada a vivir en una cueva, no persigue al que solo se ama a sí mismo, por se lo contrario: lo pone en evidencia. No hay generosidad mayor que la docencia. Compartir lo que se sabe, pero sobre todo, lo que se es. En Eco resuena este acto generoso a través de compartir ese saber trasmutado en un ser que está en el mundo, con  y para los demás.
En Historia de las Tierras y los Lugares Legendarios, editado por Lumen, el año pasado, Umberto Eco ha escrito un libro de vida. Un almanaque de viaje, de su propio viaje, un compendio de hallazgos, una cartografía de asombros. Un libro que apunta al pasado, sí, a la manera que el mundo se ha pensado y representado en relación con lugares, reales o imaginarios, pero que se dieron por ciertos, mas, al mismo tiempo, un libro que apunta a un presente que parece condenado a vivirse mutilado de la capacidad de hallazgo, sorpresa, imaginación y fantaseo fuera de lo establecido.

Si el pasado fue el extenso mapa, desplegado en este libro, de los Lugares y Tierras legendarias, el presente, nuestro presente, ha terminado por conformarse con ese espacio angosto y claustrofóbico que es la Tierra de los Lugares comunes.
Sabiéndose legendario él mismo, tal vez, Eco que compilado, por años, quiero imaginar, información e ilustraciones, sobre lo que para el mundo del ayer fue leyenda, fue legendario.
A los 82 años, Eco emprende una tarea monumental, de resultado portentoso. Recopila en 15 capítulos los lugares y tierras que a lo largo de la historia (de occidente) al menos, han despertado mayor curiosidad, o leyendas a su alrededor. No se trata sitios o edificaciones imaginarias, sino “ las tierras y los lugares que, ahora o en el pasado, han creado quimeras, utopías e ilusiones, porque mucha gente ha creído que existen o han existido en alguna parte”.

Sueños o quimeras por encontrar dónde realmente están enterrados los Tres reyes magos, si es que eran tres, dónde esta Saba, la Atlantida, por supuesto, las Antípodas (Tierra de cabeza). Insisto, Eco no trata sobre lugares inventados. Es decir, de lugares novelescos inspirados en espacios reales, sino de sitios que han servido de aliciente, o cuya leyenda, ha alimentado los sueños de otros. por ejemplo, el supuesto Reino del Preste Juan, más allá de la India y China, que sirvió para alentar expediciones.
Eco recoge también ideas que hoy nos parecerían extrambóticas. Por ejemplo, la tesis de que en el interior de la tierra existía un suerte de planeta parelelo, al que era posible descender desde una abertura en los polos. O la invención de un reloj que no se alterara con el moviiento de los barcos y que permitiera marcar los meridianos, fundamentales para que las islas no se les perdieran después de descubrirlas.

Por supuesto está el País de Jauja, sueño de todos los niños, y como este país se convierte en la inspiración por contraste del lugar al que es mandado Pinocho por no obedecer. O cómo Ofir, de donde procedía el oro que la Reina de Saba regala a Salomón, ha sido situado lo mismo en Afganistán que en Perú, y luego sirve para inspirar Opar, que aparece en Tarzán.
Los lugares y tierras legendarias que Eco presenta son de distinto género, mas tienen en común una característica: tanto si dependen de leyendas antiquísimas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, como si son producto de una invención moderna, han originado flujos de creencias. De la realidad de estas ilusiones, se ocupa Historia de las Tierras y los Lugares Legendarios.

Con una vitalidad extraordinaria, Umberto Eco, nos entrega algo así una parte de los tesoros de un erudito. Se trata, reitero, de un libro que más que una investigación o un tiempo determinado de escritura, compendia una vida regida por la pasión por saber, comprender, compartir.
Profusamente ilustrado, y con una edición impecable, Historia de las Tierras y los Lugares Legendarios, además agrega una espléndida antología con los fragmentos de los textos que han dado pie a las leyendas, debates y expediciones de las que Eco se ocupa.
Caminar por entre los senderos de este libro, despacio, cada cual a su ritmo, representará del mismo modo, la ocasión para admirar la compilación visual de obras de arte y mapas antiguos que se dieron a la tarea de darle sustento, sobre la trama del trazo, a esos lugares y tierras que parecían solo existir en la afiebrado mente de los viajeros, los clérigos o las escrituras añejísimas.

Toda historia es antes una leyenda, nos revela con agudeza, lucidez y erudición el gran Umberto Eco. El de la Alejandría propia, el faro que es y la biblioteca que su vida alberga. Toda historia es antes una leyenda; y puede ser que después, también. Según se ve en este libro de las maravillas que a su vez resulta maravilloso.
Parafraseando a Amos Oz, libro éste para leerse a sorbos pequeños y caminarse a paso lento, cual debe cuando se trata de lecturas que merecen la prolongada lentitud de lo placentero.



 Historia de las tierras y los lugares legendarios, Umberto Eco, editorial Lumen.


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domingo, 17 de mayo de 2015

Pintura y relato: Cuando mirar es escuchar


Al pintar, el cuerpo escribe


“Ver un cuadro es oírlo: comprender lo que dice. 
La pintura, que es música, 
también y sobre todo es lenguaje”
Octavio Paz

¿Cómo hace la pintura para hablar?, si sus palabras no son las palabras ni las letras de literatura, se pregunta en un verso el gran poeta francés Paúl Valery.
¿De dónde viene el halo de luz que acompaña a quien pinta? ¿Cómo logra quien pinta para que una red infinita de trazos, solo trazos, se abran al viaje infinito de la mirada interior de quien mira?
Escritores de todas las épocas se han rendido al arte supremo de la pintura, a su hechizo deslumbrante y su libertad ilimitada. 

Octavio Paz no escapa de esta pregunta y, como se sabe, a lo largo de su vida creativa desarrolla un muy amplio trabajo en torno al origen, desarrollo, vínculos y recepción de obras visuales que le interesaron. Ello bajo el punto convergente del proceso creador que rodea tanto a lo literario como a lo pictórico.
Paz incursiona en el laberinto del mirar y del abreva una sustancia que estimula su inteligencia y capacidad reflexiva. Dice el poeta: “El privilegio mayor es ver cosas nunca vistas: obra de arte. Desde muy joven sentí invencible atracción por las artes plásticas y muy pronto empecé a escribir sobre ellas, nunca como un crítico profesional, sino como un simple aficionado”.

A través de trazos, líneas, colores y sombras, desde siempre la pintura ha tendido su manto de misterio y fascinación sobre narradores y poetas. De ello, se ocupa justamente la antología Relatos célebres sobre la pintura, preparada por Daniel Aragó, y reeditada hace no mucho por Áltera ediciones.
Escritores tan distintos entre sí como Hoffmann, Balzac, Poe, Henry James, Chejov, Maupassant o Rilke, encuentran un punto que los une en el irrestible misterio que les despierta quién y cómo pinta lo que pinta.

La tela que nos hace mirar. La pintura. La tela que al mismo tiempo es una mirada, la mirada del artista sobre el mundo. Una, esa mirada que se escabulle y se adentra en nuestra mirada. Esa mirada, la del pintor, que de pronto, sin sentirlo, ya es nuestra mirada, ya es en nosotros una forma nueva de ver el mundo, de verlo como no lo habíamos visto nunca antes.
“Te aconsejo, dice un personaje del cuento de Hoffmann que aparece en esta antología, que te acostumbres a dibujar figuras para ordenar tus ideas y todo lo verás más claro”.
Los privilegios de la vista, llamó Octavio Paz a esta capacidad del que mira y pinta, del que pinta y nos hace mirar. Nuestra gran poeta, gustaba también de admirar en los pintores su tarea como un ejercicio de la libertad, incluso física.

Quien pinta camina, se acerca y se aleja, danza, incluso, mientras con todo el cuerpo va escribiendo a su propio modo sobre la tela.


Escribe a su modo. Libre, sensible, irradiando de su cuerpo las letras de su propio vocabulario. Para volverlo movimiento, vida. Para darle existencia y devolverlo al mundo de la vida. Como forma, como luz, como trazo y color; como sonido.

Leer enseña, comentario televisivo

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domingo, 10 de mayo de 2015

Sylvia Molloy: La memoria que nos miente


El viaje comienza con el regreso



 Decía mi madre que la memoria es un don elusivo,
a menudo infernal.
Cuando trato de acordarme de ella,
no logro detener una imagen fija
sino un torbellino de figuras superpuestas.
Daniel, en El común olvido
Sylvia Molloy

Decidir volver a casa. A esa casa que habitamos con nuestra madre. A esa casa que es nuestra madre. Volver a casa, solo para saber que no hay manera de hacerlo, que no hay más casa, que no nuestra madre es sino un conjunto de recuerdos, de casas y cuartos, que se superponen en el tiempo y el espacio diluido. Querer volver a casa, solo para saber que nosotros, que esa casa, que esa madre, tampoco pueden volver de su propia disolvencia.
Pero antes de querer regresar, la decisión de irse como decisión vital que lo funda y comienza todo. Todo comienza en un irse, en un salir, en un desprendimiento del adentro hacia el afuera.
Irse de la madre, y que ella nos deje ir, desprenderse, uno del otro, desde esa fusión originaria que es el cuerpo único; nacer es el primer viaje. Aquel que nos enseña para siempre que todo regreso es imposible.

Regresar luego de 30 años, a cumplir la última voluntad de la madre. Reconocer que, como bien sentencia Claudio Magris, el viaje comienza, siempre con el regreso. El viaje es la memoria. la memoria del viaje. La memoria como el retorno mismo. La memoria que reconoce, desconoce, desea, inventa, añora, recupera.
El común olvido, de la argentina Sylvia Molly, no es una novela sobre la madre de Daniel, el protagonista, pero a la vez, sin la figura de la madre y el secreto que por tanto tiempo ella guarda, la novela no es imaginable. El silencio de la madre de Daniel, es el ansía de él de encontrarla en la voz del pasado, en el eco de la memoria y en el reecuentro con la Argentina con la que se topa tres décadas más tarde. La madre está muerta, todo lo demás está, a su modo, vivo.
Al tiempo que, la madre no estará verdaderamente muerta, fuera de él, se mantendrá viva a costa de él, si no consigue no sólo enterrar el cuerpo que guardó el secreto, como lo guardo a él en el vientre, sino además apagar su silencio con su propia voz, vuelta la voz del presente que recuerda y renombra. Él es ahora la voz. La voz del doble filo del tiempo. La voz de su madre silenciosa. La voz de él mismo, buscándola a ella, hablante.

Una historia para recordar. Porque la historia de Daniel lo es, porque la novela es en sí un  gran ejercicio de escritura y reflexión. Una novela para recordar porque El común olvido es una lúcida exploración por los recovecos de la memoria y el olvido.
Publicada originalmente en 2002, es reeditada en Argentina por Eterna cadencia. En el marco de la recuperación y reimpresión de la tan escasa como interesante obra de Molloy. Este esfuerzo de revaloración incluye la redición hace poco de En breve cárcel por parte del Fondo de Cultura Económica. Novela que había sido también reditada hace un par de años por Alfaguara y la Universidad del Claustro de Sor Juana, con toda seguridad bajo el aliento de la poeta y novelista de origen argentino, Sandra Lorenzano, vicerectora de esa institución.
Argentina  con más de 30 años de residir como académica en los Estados Unidos, Sylvia Molloy construye un personaje con algunos rasgos que la recuerdan a ella misma, Daniel. Que tiene como ella, a decir de Edgardo Scott, una relación con la lengua materna dada por la ausencia, sí, pero esencialmente por la discontinuidad. 
Rasgo que vierte en la construcción de Daniel. Y que lo subraya, al colocarlo en el momento en que regresa a Argentina para esparcir los restos de su madre en el Río de la Plata, última petición de ella.
Esta encomienda es la punta de una madeja que va llevando a Daniel a quedarse en la busqueda de más y más datos que le ayuden a reconfigurar su propia memoria. Daniel, retorna al país del que salió a los doce años, como quien regresa al pasado en pos de encontrar las huellas, el rastro que ha dejado en su camino. Un viaje personal y sentimental a través de recuerdos que se presentan sueltos, desperdigados.

Como si todos fuéramos frente a nosotros mismos una realidad que se forma en nuestra memoria y en la memoria de los demás. Somos nuestros recuerdos y a la vez somos parte del recuerdo de los demás, como los demás son parte de nuestro recuerdo.
La memoria es ese viaje hacia lo que sucedió, pero que no deja de estar presente, como se dice en el libro, la sensación permanente de lo que hubiera podido ser. Por eso, recordar es confirmar, pero es también dudar, desatibilizar. Traer del pasado al presente y llevar del presente al pasado.
La novela de Sylvia Molloy hace ver de qué manera hay recuerdos falsos, cosas que estamos seguros que ocurrieron de determinada manera. Recuerdos falsos que ayudan a que el pasado sea soportable en el presente.
Pero hay también olvidos verdaderos. Cosas que nuestro yo omite, borra, diluye para hacernos la vida posible. Recordamos y olvidamos por instinto de sobrevivencia. Revelamos secretos y guardamos dolores cuando es necesario. Y lo hacemos con una buena causa: Poder vivir
Todo ejercicio de la memoria, nos dice Molloy, es una investigación sobre nosotros mismos. Quienes somos y cómo hemos llegado a serlo.
La memoria. Es un regreso a casa. A una primera casa, reducto, esfera, fortín  y todas sus metáforas sucesivas. Una casa en la que habitan por igual recuerdos, olvidos, secretos, silencios, fantasmas e invenciones. Una casa a la que además de nuestros recuerdos, olvidos y fantasmas llegan de visita los de otros, los de aquellos que a través de su memoria también nos recuerdan, nos olvidan, nos inventan.

Sylvia Molloy es una de las voces más poderosas e inteligentes de la narrativa actual en español. Tiene la capacidad para situarnos, ya sea en El común olvido o En breve cárcel frente a historias que presenciamos como si estuviéramos ahí. O aun mejor, de hacer de la memoria de los personajes parte de nuestros recuerdos. De hacer de nuestros recuerdos y olvidos, parte de sus personajes.
Una escritura, dice Ricardo Piglia, que se instala en el tiempo del recuerdo o el tiempo de la pasión de manera tan nítida que parece que estamos espiando. Pero no espiamos perseguidos o avergonzados, sino poseídos por el imán de las palabras, de la belleza y la intensidad de quien descubre en otras vidas, recuerdos de su propia vida.

"En palabras de Leonardo Sciascia: cuando uno ha cometido el error de irse, afirma Molloy, no debe cometer el error de volver. El tema me toca muy de cerca, tanto en la ficción como en la llamada vida real: es el tema de El común olvido , y es, desde luego, la vida que me ha tocado vivir." Los regresos nunca son como se han planeado. Los regresos nunca son. No hay más que afuera. En algún punto de la vida, no hay más que afuera. “siempre me ha llamado la atención la expresión ‘vivir afuera’, dice la autora de El común olvido, tanto el inglés como el francés recurren a una noción espacial, la de ‘otra parte’ ( ailleurs o elsewhere ). El español, más tajante, condena al que se va a una intemperie contundente."
Sí, no hay, aun dentro de la memoria, más que intemperie. Intemperie, pura y nada más; huérfanos a la intemperie, a orillas del gran Río, con nada más que cenizas entre las manos, sí. De la madre de cada cual somos todos, y cada uno, su epitafio viviente.



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domingo, 3 de mayo de 2015

G.C. Lichtenberg: Lo insólito como escritura


El temperamento del asombro


Las criaturas no constituyen tanto una cadena,
como lo poetas a menudo expresan, sino una red,
porque con frecuencia se unen también desde los lados.
Como las transiciones de los animales
y piedras de una especie a otra y
de un género a otro muestran con claridad.
G.C. Lichtenberg, 1766

Nacido en la ciudad alemana de Gotinga en 1742, a Georg Christoph Lichtenberg se le reconoce como uno de los grandes científicos del siglo XVIII, del mismo modo que como un escritor de una inteligencia original, por no decir excéntrica para la época, capaz de revelar en textos brevísimos deslumbramientos aforísticos que han quedado para la historia.
Francia tiene a Montaigne y Alemania a Lichtenberg, no duda en afirmar Jaime Fernández, a quien debemos la Introducción de este el primer volumen del extenso mapa escritural que representan los Cuadernos de este pensador irónico, estrafalario y en algunos asuntos, tal como su sospecha del contenido de los sueños, adelantado por mucho a su época.



Un observador que mira e indaga todo cuanto lo rodea, un curioso incurable que va de las matemáticas a la crítica social mordaz, un hipocondríaco que adelanta que es esa su enfermedad, el hombre atormentado por su deformidad física que resume en unas cuantas líneas reflexiones profundas sobre el cuerpo, el amor, la sexualidad, la comida, en fin, la vida tan rica y ancha como pueda ser.
Toda una vía láctea de ocurrencias, dice Fernández, quien recupera la definición del propio Lichtenberg. Metódico al punto de no dejar de apuntar a diario todo cuanto pasaba por su cabeza hasta conformar, claro, toda una galaxia de anotaciones, que las más de las veces más parecen dardos hechos de escritura certera que meras pirotecnias del ingenio.

En español, antes de esta edición de los Cuadernos, el Fondo de Cultura Económica publicó una antología preparada, traducida y presentada por Juan Villoro. Un libro notable, sin duda. “La voz en el desierto”, tituló Villoro a esa presentación, la cual comienza diciendo, justamente, que Lichtenberg destestaba los prólogos, calificándolo como un hombre que “vivió deslumbrado por el insólito origen de las cosas”.
Aquella edición del FCE, la editorial mexicana decidió titularla Aforismos, aunque el propio Lichtenberg, y su época, desconocían el término y aun más que sería recordado como un maestro del género.

De escurridiza definición, el aforismo, bien lo apunta Vila-Matas, es más fácil definir por contraste, es decir, lo que no es un aforismo. En todo caso, el autor de Lejos de Veracruz, no duda en atribuirle al aforista de Gotinga una hazaña monumental. Dice de éste: creador de grandes y cómicas miniaturas portadoras de epifanías, Lichtenberg fundó, con la ayuda de Sterne, la risa contemporánea.
Autor que confronta a quien lo lee con lo que Juan Villoro denomina un temperamento intelectual, antes que un sistema, para “Lichtenberg el lenguaje sólo se conoce a través de sí mismo”. Un lenguaje que distinto a quien tiene la clara conciencia de que lanza una máxima al porvenir, en Lichtenberg todo está teñido o de un “tal vez”, cuando no, desde la incierta iluminación del asombro mismo desplazando a la omnicomprensión y la sentencia.  

Más que relevante resulta, pues, el esfuerzo que hace Hermida Editores por compilar completa la escritura de este pensador único, en la traducción de Carlos Fortea.
Relevante por sí misma, pero aún más haciéndolo en una época, la nuestra, en la que la facilidad de escribir y publicar en las redes sociales, hace parecer, de modo frecuente, que se espera que de las palabras vengan las ideas; cuando como en el caso de Lichtenberg queda claro que si no es al revés, y que si no hay ideas antes que las palabras, todo queda en ocurrencia y nada más.


Cuadernos, Vol. 1, G.C. Lichtenberg.
Jaime Fernández, Introducción. Carlos Fortea, Traducción.

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