jueves, 5 de octubre de 2017

Kazuo Ishiguro: peligros

Nuevos dragones; nuevos guardianes





Guardianes. Divinidades. Antiguo culto. Vuelven. Acaso no se fueron. Aquí siguen. Mundo pagano. Urgido de creer.  
Imposible olvidarnos, sentencia Rilke, de aquellos viejos mitos que están en el origen de todos los pueblos. 

Imposible no pensar, dice él, “en aquellos dragones que en el momento supremo se convierten en princesas. 

Todos los dragones de nuestra vida son quizá princesas que esperan vernos bellos y valerosos”, dice el poeta.

De los dragones, cuya existencia estaba fuera de toda duda ya desde el mundo Antiguo, Plinio el Viejo testifica su existencia. 

Como testimonio hay de ellos en la primera guerra púnica. En la que el general romano Regulus ve morir a cientos de sus hombres aplastados por un dragón de río.
La mordedura de un dragón macho sobre un caballero, se sabía bien en tiempos del reino de Lancelot, lograba atraer un dragón hembra para ser cazado. 

Tal es la tarea del maltrecho Sir Gawain, antiguo servidor de Arturo, quien debe acabar con la temible dragón Querig.

Una pareja, Beatrice y Axl, a su avanzada edad, ha dejado su pequeña aldea para en busca de un hijo que no recuerdan exactamente si tuvieron o no.

Un joven soldado, cuya herida tiene todos los rastros de ser de un dragón, se une a los viejos para librarse de ser capturado por los Britanos.

Juntos, emprenden una travesía que es a la vez de ida y vuelta. Van hacia algún lugar, desde luego. 

Pero conforme avanza, un otro trayecto va tomando forma: la memoria.

Despejar y despejarse de esa extraña niebla presente en el mundo interior que los habita.

Son las tierras de lo que hoy reconoceremos como Inglaterra. Es la Edad Media. 

Se cree en dragones, como nuestro mundo cree en tantas cosas. 

Es la fábula con la que el escritor inglés Kazuo Ishiguro, se pregunta por la nebulosa realidad de nuestro tiempo.

El gigante enterrado, la novela más reciente de Ishiguro, vuelve sobre los pasos de la vieja Inglaterra, de sus animales y mitos, de ese tiempo tan lejano y cercano a la vez. 

¿En qué cree una época que presume no creer en nada? 

En todo, tal vez. Todo que es nada. Nada que es todo.  

Más aún, probablemente, todo lo terrible, estaríamos llamados a pensar al lado de Rilke, “no sea en realidad nada, sino algo indefenso y desvalido, que nos pide auxilio y amparo”.


Quién pudiera saberlo. Quién.

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martes, 12 de septiembre de 2017

Clara Janés: desorden

La distancia que no es






Al predominio de la geometría euclidiana en tanto principio básico, Occidente debe, sostiene Robert Wald, todos los siglos en los que el problema del tiempo y el espacio se afincaron en los dominios de matemáticos y filósofos.

No es un asunto de campos, claro, sino de preconcepciones. 

El pensar en serio exige el entrecruzamiento de ámbitos supuestamente distantes, tal como lo consignara un colega de Wald en la misma Universidad de Chicago, el Nobel de Química Ilya Prigogine.  

Hay un orden que no deviene de un orden anterior. Un orden generado por un estado de no equilibrio, sostendrá Prigogine. 

En tal circunstancia, prometer el retorno, es alimentar lo ilusorio. Tanto como creer que el apego al reduccionismo, y no en la capacidad de las nuevas preguntas, podrá conducir la comprensión de lo complejo.

Prigogine decidió nombrar Estructuras disipativas a los estados que van del no equilibrio a un nuevo estado de orden. 

Categoría de la que echa mano Clara Janés, poeta de vasta indagación, para uno de sus poemarios más estimulantes.

Física y poesía convergen sobre el punto de encuentro en dos inteligencias reverberantes. 

Incómodas e inconformistas. 

Descreídas de redenciones instantáneas y vueltas a un “estado de orden y equilibrio”, revelado como construcción artificial.

Al otro costado, un presente ensombrecido. Vacío y ligereza, desafían al horizonte como límite. 

No hay, para la sandez, dimensión tangible; ni delimitación posible, parece.

La razón, ensalzada en otro tiempo, torna en “alta fantasía”. O algo aun peor,
perenne viaje la vida “desde la nada a la nada”, como escribiera Janés.

Decir y decir y decir, desde la nada a la nada. El que enuncia es pura resonancia
de sí mismo.

El punto sobre sí mismo. No la quietud, al modo de Janés, quien la descifra “como el punto microscópico del movimiento”.

No, lo de esta época es la auto fascinación de la condición no cambiante de la “fuente seca, recuerdo del agua”. 

Aquella a la que la poeta avisa, “hay manantiales ocultos, incluso en campo baldío”.

Mas ir de otra manera tras lo que no se ve, sería tanto como dejar de lado la ingeniosidad que sueña con librarse de la inteligencia, la impúdica intrascendencia; cuya fantasía es que, de lo dicho, nadie recordará nada mañana.

Universo y mar, son inmensos y cambiantes, disipativos, recuerdan poetas y físicos. Falsa libertad la del agua, que estancada, ingenua, se sueña serena. 

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martes, 5 de septiembre de 2017

Emmanuel Carrére: mostaza

La cizaña no tiene biografía




Imposible. Lo que acontece. Agitación. De lo sereno. 

Ironías del maldiciente. Testimonio. Registro. Camino. Registro.    

Bach llegó a Leipzig en 1724. El Viernes Santo de ese mismo año se interpretó por primera vez su Pasión según San Juan. 

Cinco años más tarde, se estrenaría la cantata dedicada a San Mateo, también un Viernes Santo.

Durante años, se atribuyó a Bach una tercera obra consagrada a Lucas.

Siglos más tarde, en 1966, el polaco Penderecki, se encargó de componer un aclamado oratorio dedicado a Lucas. 

Si alguna deuda había, estaba saldada.

 De Lucas se ha ocupado también brillantemente el francés Emmanuel Carrére, al hacerlo el personaje sobre el que se teje su libro El Reino

Como en obras previas, Carrére encuentra en la mixtura investigación, autobiografía y no ficción ficcionalizada, un espejo de nuestro tiempo.

A quien cree, su fe le inviste de una certeza. “Un ateo cree que Dios no existe. 

Un creyente sabe que Dios existe”, escribe un Carrére que da cuenta de sus años de conversión.

Lucas, el único de los evangelistas.

El que no conoció a Jesús, deslumbra al francés, llevándolo a escribir un libro que, animado por el enigma de la fe, se torna en un proceso de indagación personal sobre la cuestión del otro y la escritura como reconocimiento.

Mi vocación, expresa en El Reino, era “escribir a mi vez un testimonio verídico”. 

La verdad y lo verídico, su compleja e indisoluble imbricación, es el asunto central. 

Su vehículo, la escritura; en su sentido más amplio. Bach incluido.

Más allá de toda fe, discurre Carrére, “la apuesta de la vida en común consiste en descubrirse a uno mismo, descubriendo al otro”. 

Su envenenada contracara, esa “cólera sorda dirigida contra el mundo entero”.

Lejos del panfleto, Carrére es capaz de insinuar a la escritura como un “combate del alma”. 
Un proceso de transformación.  
“Escuchar mis palabras y ponerlas en práctica es construir sobre piedra: si sopla el viento y cae la lluvia, la casa resistirá”.

Hay quien encuentra su ideal, se lee en El Reino, en “observar la absurda agitación del mundo, sin participar en ella, con la sonrisa superior”. 

Más lesivos, acaso, aquellos que, en exacerbar la convulsión, suponen hallar bálsamo a la insoportable punción que les corroe.

Ejercicio continuo de atención, paciencia y humildad. Alerta Carrére, sobre todo de humildad.


 La de un acorde. 

Una voz. 

Un grano de mostaza.


El autor es narrador, ensayista y profesor. Su libro más reciente es De la memoria, el deseo. Doce ensayos sobre la escritura como disolvencia (2017)
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miércoles, 30 de agosto de 2017

Jacques Monod: contingencia

Saber. Sin saber


O mejor, saber sabiendo que no se sabe. Claudicación casi imposible. Así, sin más, aceptarlo. 

Porque a excepción hecha de Dios, se dice que profetizó Sócrates al momento de tomar la cicuta, a nadie le es dado conocer si quién queda en mejor rumbo, si el que muere o el que se mantiene vivo. 

Dijera así el filósofo a modo adiós y sentencia irrevocable: “Ahora es tiempo de irnos. Yo a morir, y ustedes a vivir. Pero cuál de nosotros tenga la mejor perspectiva, es algo que nadie puede saber, a excepción hecha de Dios”.

No hay accidente vital mayor, paradojas de paradojas, que la muerte. Pero no es el único. 

El nacimiento mismo, se cuenta entre ellos, qué duda cabe. Despertar, volver del sueño, una más de las contingencias que pueblan toda existencia. 

Dar con el otro, reconocerse en él. De lo imperioso y sus leyes; de lo fortuito y sus devaneos, está hecha nuestra condición. 

Seres de lo imprevisible y lo mesurable; por igual.

Reconocido en 1965 con el Premio Nobel de Medicina y Fisiología, no es exagerado atribuir a Jacques Monod reinventa la biología molecular.

Lo hace a partir de que descubre una molécula específica que hace las veces de mensajera.

A partir de ese punto, propone que ésta tiene como misión “desatar” la información codificada en el ADN y las proteínas. 

Es decir, una molécula a la que debemos en buena medida aquello que se transmite de generación y generación, y que da forma a lo viviente.   

Explicables, sí; previsibles, no, lanza Monod, cual dardo al centro de lo que él mismo llama la ilusión antropocéntrica. 

“Nos queremos necesarios, inevitables, ordenados desde siempre. Todas las religiones, casi todas las filosofías, incluso una parte de la ciencia, atestiguan el incansable, heroico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente su propia contingencia”, asevera Monod.

La vida y lo viviente, se esparce entonces, en su explicación extrema, entre el juego y rejuego de las posibilidades infinitas, entre el azar y la necesidad, Demócrito tenía razón. 

Ciencia y verdad, corresponde al campo de las grandes preguntas humanas, postulaba convencido Monod.


Nuestras sociedades, alertaba ya en 1970 Monod, intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores arruinados. 

Aceptar no saber, no significa desentendernos de la necesidad de reconciliar eticidad y verdad. 

A más de 40 años de su muerte, su llamado ético sigue vigente. 

Puede que la vida sea contingente; los valores, no.

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martes, 22 de agosto de 2017

Arthur Koestler: espejos

El cielo y la roca



Un aguacero. Una tormenta. Un imparable vendaval en el que cada gota de lluvia mantiene en su interior el destello del conjunto. 

Tal es la imagen que usa Butterfield para describir aquello que produce el pensamiento de Arthur Koestler. Un disidente nato, como él se llama a sí mismo.

Mente luminosa, subyugada a su vez por desentrañar de qué manera procede el intelecto.

 Koestler se mantiene firme en la idea de indagar sobre el misterio que reside en las intimidades de ciertas mentes y el método que les llevó a recomponer los vínculos entre las piezas del rompecabezas de la existencia.

Cómo “cada nuevo punto de partida, cada recomposición de lo que se había separado, comporta la destrucción de los rígidos y osificados modelos de comportamiento y pensamiento anteriores”. 

De ahí que la vida no pueda ser comprendida, pensaba Koestler, sino como una suerte de libro escrito en tinta invisible. 

Un testimonio del cual, asegura en Euforia y utopía, “sólo en raros momentos de gracia, conseguimos descifrar algún pequeño fragmento”.

La obsesión del científico y el artista está ahí: descifrar. 

De las “almas inflexibles”, como las nombra Vargas Llosa en su Prólogo a El cero y el finito, la novela que Koestler escribió para tratar de explicarse de qué manera operó la mente de los héroes soviéticos para aceptar absurdas acusaciones de Stalin y resignarse a la muerte.

Hasta Newton, quien “con el auténtico paso firme de los sonámbulos”, describe, consiguió percibir que los fragmentos dispersos, que las ideas contradictorias de Galileo y Kepler, eran piezas de un mismo cuerpo.

Si aceptamos que los cambios en la manera de pensar, funcionan para un colectivo o para una persona, a manera de mutaciones, asevera Koestler.

No puede dejar de sorprender, así, que mientras los cambios físicos entre el hombre primitivo y el actual no son demasiados, la evolución de la mente es incalculable.  

No suficiente, eso sí, para haber previsto el saldo social que las cuentas del siglo XX y década y media del XXI arrojan.

 O para eludir, dice Koestler, la manera en que la esclavitud hipnótica ante los aspectos numéricos de la realidad ha embotado nuestra percepción de los valores no cuantificables.


Desnudo, pues, frente al espejo de un “cielo abstracto sobre una roca desnuda”, el espíritu no tiene hoy más camino que buscar nuevas cosmologías de su destino y sentido.

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martes, 15 de agosto de 2017

Ian McEwan: sentir


  El cerco de la emotividad



Saber anterior. Si parece, es. Lo general es particular. Camino de ida y vuelta. Naturalmente.    

Inducción e hipótesis comparten la condición de ampliar lo observado, como gustaba de plantearlo los tratadistas de lógica del XIX británica.

La inducción, sin embargo, está vinculada a concluir que “hechos similares a los hechos observados son verdaderos en casos no examinados”. 

Es decir, donde inducción clasifica; hipótesis explica, asevera Peirce.

Siglos antes, en Sobre la naturaleza de los dioses, deslumbrante tratado ya desde su mismo título, entre inducción e hipótesis, Cicerón había introducido al campo del juego de lo verosímil a la inferencia.

Hay cosas, los dioses, desde luego, que existen gracias a lo que Cicerón no duda en llamar “la inferencia necesaria”, pues, asevera, “poseemos un instintivo –o mejor aún­– innato concepto de ellos”.

La unanimidad, así sea la de quienes nos son idénticos, es una forma de la verdad, dado que, afirma categórico Cicerón “una creencia que todos los hombres de una manera natural comparten debe ser necesariamente verdadera”.

La base está sentada. El razonar de este presente en brumas, el nuestro, tendrá así a la inferencia a su casi única forma de mutación sobre la reinante indiferencia.

De la indiferencia a la inferencia lo que se activa es el sentir. Da en el blanco, no es raro, Ian McEwan en su paráfrasis de Hamlet, a la que ha titulado Cáscara de nuez.

Dice el novelista, “sentiré, ergo seré”. Un personaje que (se) intuye desde su condición de no nato como “un activista de las emociones”, en un mundo donde la sensibilidad lo es todo.

Mundo viejo, éste, que se debate entre la exacerbación de lo sensible y el ingenuo reclamo de anteponer el hecho.

El relato de la subjetividad ha sucumbido. Reina la inferencia (necesaria, se dirá, siempre). 

El “yo vulnerable”, basta para legitimar la verdad de lo que se siente como verdadero. Pues tiene en su sentir el epicentro de su identidad universal, él mismo.
McEwan escribe desliza su pluma sobre frontera de la percepción, el útero de la madre. Voz del que sólo infiere. 

“Mi identidad será mi única posesión preciosa y verdadera, mi acceso a la única verdad”, afirma ese Hamlet nonato que habla desde el interior de la madre adúltera.

Por qué sorprenderse, entonces, que para la “manera natural” de sentir que se cree, de creer que se siente que se cree, “las mentiras serán su verdad”.

Así de unánime y natural; como una nuez, así.



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martes, 8 de agosto de 2017

Margaret Atwood: límite


Un plato detrás de cada puerta




Anteriores a las ventanas, son las puertas.

Documentado está que la casa prototípica de los sumerios constaba de habitaciones en forma de rectángulo, acomodadas alrededor de un patio, por cuyo techo dejaba entrar luz y aire.

No había ventanas. Mas sí una abertura que, a modo de puerta, comunicaba la vivienda con la calle.

Innumerables tablones de cedro, asegura por su parte la Biblia, conjuntó el Rey David para construir el gran Templo.

El mismo cuya edificación sería obra de su hijo Salomón, y cuya destrucción es un eco de lo que parece, hasta nuestros días, un conflicto inextinguible.

Metáfora de lo que se traspasa, lo es asimismo de aquello que se resguarda. Puertas tienen las viviendas y los templos.

Puertas tienen también las tumbas y las bóvedas. Simples, ornamentadas. Protegen y encierran. Acceso. Cerrojo. Límite.

Están ahí, las puertas, en recuerdo tanto de lo que está al alcance, como de lo que no.

Hace justo cien años, en 1917, Rodin accedió a ver culminada su majestuosa Puerta de los infiernos. Había comenzado a trabajar en ella en el ya para entonces lejano 1880 para la gran Exposición Mundial de 1889 en París.

Mientras preparaba la obra magna, Rodin trabajó más de 200 piezas que combinan personajes de Dante, Baudelaire y Ovidio, y que nutrirían durante muchos años su imaginario. 

Al final, desistió de ver terminada su puerta monumental.

Acaso en 1917, sin saber que moriría pronto, aceptó la idea de una fundición de la Puerta del infierno, que tampoco alcanzó a ver realizada.

Noventa años más tarde, más conocida como novelista, la canadiense Margaret Atwood elige la amplia metáfora de la puerta para dar título a una de sus compilaciones poéticas.

Desde la infancia hasta la vejez, Atwood se adentra, traspasa la puerta de la escritura, cierta de que cruzar ese umbral es indagar entre luces y sombras, un andar formulado desde el cuestionamiento perenne, antes que desde las certezas inamovibles.

“La puerta se abre: 
Oh, dios de los goznes, 
dios de los largos viajes,
 has cumplido tu palabra…”
 escribe Atwood.

Nadie ha de querer un deseo muerto, traza la canadiense en esa sección que dedica justo a la vejez y sus aprendizajes.

Ve, la poeta. 

Ve, como ella dice, la oscuridad, sin miedo, con gratitud existencial. En una era en la que nadie es viejo. Nadie quiere serlo; nunca.

Así su deseo de eterna juventud sea una puerta que esconde, detrás, un plato de deseo frío y muerto.


Infernal.

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miércoles, 2 de agosto de 2017

Paul Celan: personal

Caber en la Palabra





Tu decir. Exceso. Habla tú también. Carencia. No el último. El primero. ¿Dónde está tu ojo?

Pavoroso. Mirar ir a la muerte a los que se ha amado. Al tendero de la esquina. A la maestra del hijo. Al propio hijo.

Y si aun aquello no fuera poco, se cuenta, sobre cómo podía ser uno mismo, cualquiera, el músico que acompañara a los condenados a la cámara de gas.

Vecinos, amigos, familiares que hacían tocar sus instrumentos, que antes hubieron de sonar para el Klezmer. Formados ahora para que aquellos acordes “cavasen tumbas en el aire”.

Un tango, sí, un tango en medio de aquella demencia criminal. Precisamente aquel que a Hitler tanto le gustaba. 

Y cuyo autor lo había tocado para el Führer en Berlín, en 1939. ¿Su título?, Plegaria

Infinita la capacidad de lo macabro para desdoblarse en algo aun peor.

De semejante crueldad, da cuenta la inteligencia acuciosamente luminosa de José Ángel Valente, conocedor como pocos de quien es quizá el poeta mayor del siglo XX, Paul Celan.

“Bajo el cielo sombrío”, húmeda aún de lo oscuro, la Palabra de Celan, dice Valente, “se abandonan a la esperanza”, habiendo brotado, paradójicamente, de un tiempo sobre el que pareciera que todo decir resulta insuficiente, inútil, impronunciable.

Asesinados sus padres por los nazis, el joven poeta, llamado todavía Paul Antschel, publica en 1947, su primer poema bajo otro nombre. 

“…sonad con más tristeza sombríos violines y subiréis como humo en el aire/y tendréis una tumba en las nubes”, traduce Valente.

“Negra leche del alba te bebemos de noche/ al medio día y la mañana y al atardecer/ bebemos y bebemos”. El nombre. El que se nos da. El que elegimos.

El lugar, Bucarest. 1947. El título del poema, “Todesfuge”. En rumano aparecerá como “Tangoul Mortii”, (“Tango de muerte”, en español). 

Lo firma, ya no Paul Anstchel, sino un tal Paul Celan.  

A contraflujo del tiempo nuestro, reino de la verborrea, sobresale, inmenso, el rigor con que Celan atendía qué poemas eran publicables.

Desechaba mucho de lo escrito, cuenta José Ángel Valente, o bien porque le parecía inacabado, o por ser “excesivamente personales”.

Ahogado de estulticia, el presente torna lo “excesivamente personal” en atributo.

Narcisista festín del no tener nada (más) qué contar. Un desparramarse; cual si lo vacío pudiera ser vaciado.


Evidencia, trágica, de un no caber en la Palabra; mucho menos en sí.