martes, 15 de agosto de 2017

Ian McEwan: sentir


  El cerco de la emotividad



Saber anterior. Si parece, es. Lo general es particular. Camino de ida y vuelta. Naturalmente.    

Inducción e hipótesis comparten la condición de ampliar lo observado, como gustaba de plantearlo los tratadistas de lógica del XIX británica.

La inducción, sin embargo, está vinculada a concluir que “hechos similares a los hechos observados son verdaderos en casos no examinados”. 

Es decir, donde inducción clasifica; hipótesis explica, asevera Peirce.

Siglos antes, en Sobre la naturaleza de los dioses, deslumbrante tratado ya desde su mismo título, entre inducción e hipótesis, Cicerón había introducido al campo del juego de lo verosímil a la inferencia.

Hay cosas, los dioses, desde luego, que existen gracias a lo que Cicerón no duda en llamar “la inferencia necesaria”, pues, asevera, “poseemos un instintivo –o mejor aún­– innato concepto de ellos”.

La unanimidad, así sea la de quienes nos son idénticos, es una forma de la verdad, dado que, afirma categórico Cicerón “una creencia que todos los hombres de una manera natural comparten debe ser necesariamente verdadera”.

La base está sentada. El razonar de este presente en brumas, el nuestro, tendrá así a la inferencia a su casi única forma de mutación sobre la reinante indiferencia.

De la indiferencia a la inferencia lo que se activa es el sentir. Da en el blanco, no es raro, Ian McEwan en su paráfrasis de Hamlet, a la que ha titulado Cáscara de nuez.

Dice el novelista, “sentiré, ergo seré”. Un personaje que (se) intuye desde su condición de no nato como “un activista de las emociones”, en un mundo donde la sensibilidad lo es todo.

Mundo viejo, éste, que se debate entre la exacerbación de lo sensible y el ingenuo reclamo de anteponer el hecho.

El relato de la subjetividad ha sucumbido. Reina la inferencia (necesaria, se dirá, siempre). 

El “yo vulnerable”, basta para legitimar la verdad de lo que se siente como verdadero. Pues tiene en su sentir el epicentro de su identidad universal, él mismo.
McEwan escribe desliza su pluma sobre frontera de la percepción, el útero de la madre. Voz del que sólo infiere. 

“Mi identidad será mi única posesión preciosa y verdadera, mi acceso a la única verdad”, afirma ese Hamlet nonato que habla desde el interior de la madre adúltera.

Por qué sorprenderse, entonces, que para la “manera natural” de sentir que se cree, de creer que se siente que se cree, “las mentiras serán su verdad”.

Así de unánime y natural; como una nuez, así.



@atenoriom
antoniotenorio.com

1 comentario:

  1. Me gusta leer a Mc Ewan, duele el contundente destino de sus personajes, a quienes el lector ama a pesar de su errores y no tiene más remedio que sufrir con su dolor.
    Las mentiras son sus verdades, pero únicamente por corto tiempo. Gracias

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