sábado, 4 de julio de 2015

Yves Bonnefoy: Algo sobre la esperanza

De la permanencia en los sueños, de la vida incontable



                                                                                                        
Bebe de esta agua que es
El espíritu que sueña
Yves Bonnefoy

Caro se paga mentir. Merece, nada menos, que la absoluta exclusión. A quien miente se le debe extirpar. No tiene derecho a vivir con los demás. Es un elemento nocivo y su práctica, mentir, una suerte de virus que puede resultar contagioso. Por lo tanto, el escarmiento debe ser ejemplar. Y sin miramientos. Separarlo de los demás. Excluirlo, separarlo. A de ser confinando, en la soledad, a un universo en el que la bacteria maldita de su imaginación no pervierta, no manche, no contamine el entendimiento claro y transparente de algo a lo que a falta de mejor nombre se denominará: Verdad.

Más o menos en estos términos, palabras más, palabras menos, plantea Platón la muy conocida postura sobre la necesidad de expulsar a los poetas de la República. Los poetas, en general, y los artistas, en particular, dice el filósofo en La República X, son imitadores. Si la realidad, eso que llamamos y percibimos como realidad, equivale y puede ser identificada como la verdad, sostiene, las emociones, las pasiones, los sentimientos, herramienta de la que se valen los poetas, corrompe el alma, supone una forma engañosa de comprender el mundo. Es la salud pública, lo que está en juego. Hay que expulsar a los poetas, insiste Platón. 




Nacido en 1923, en Tours, Francia, Yves Bonnefoy es uno de los poetas de lengua francesa vivos más importantes de la época. Con casi cien años, ha cruzado el siglo y con él su particular modo de comprender el mundo y nombrarlo como ausencia, en no pocas veces, incluso como imposibilidad, pero no subsumido en la desesperanza. Curioso ejercicio, éste, el de las dos presencias, el mundo y la esperanza; o si se prefiere, el de las dos ausencias, la nominación exacta de las cosas, y por lo tanto la ausencia de la cosa en sí, y la ausencia de desesperanza, transmutada en el propio acto de escribir y poetizar esperanzadamente.

Bonnefoy es, a la par de poeta, gran poeta, académico, traductor, ensayista y crítico de arte. Un importante crítico de arte. Ha enseñado e impartido conferencias en universidades tan prestigiadas como Princenton, Yale, John Hopkins, además, por supuesto, de la de París. En su trabajo como traductor, destaca su entendimiento y capacidad para lleva de la lengua inglesa al francés a Shakespeare. De su capacidad como alquimista de la lengua han derivado célebres traducciones de textos como Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo. El Colegio de Francia, la casa de los sabios franceses, le encomendó a la muerte de Barthes a principios de los años ochenta, la titularidad de la Cátedra de Estudios Comparados.




Traducir al traductor que traduce. Tarea de todo lector. En tanto no es sino hasta que el texto llega a él, y a su comprensión, es decir, su apropiación mediante una traducción personal, que el ciclo del objeto comunicante y la experiencia comunicable se cierra. Traducir a Bonnefoy que a su vez trae a su lengua, el francés, el pensar en-del-mundo de un otro escritor que habita en otra lengua. Pero traducir también a la sombra del propio Platón, para quien cada existente es resultado de una idea perfecta y cierta que le antecede. Esta idea, origen de las cosas en la materialidad en la que las conocemos, hecha mano del trabajo y los materiales terrenales. Ahí, un primer traductor, un primer imitador. Traductor de la idea, imitador, fallido, de su esencia. El poeta es, entonces, un traductor imitador de segundo grado, doblemente fallido, doblemente punible.

Arturo Carrera traduce al traductor. Y de entrada, antes incluso de que hayamos traspasado el primer párrafo de su antología de Yves Bonnefoy a la que ha titulado Tarea de esperanza, Carrera advierte: “Traducción es devoción”. La tarea será fallida, al menos en su sentido de perfección cerrada, en eso atinaba Platón. El traductor, como el amante que juega con el amar a perpetuidad, sabe que lo ronda el “comprender imperfectamente, y buscar el sosiego de esa incomprensión en nuestra propia palabra, en nuestra propia experiencia con las palabras...De modo que es con nuestra propia vida –lo que ella supone de riesgo en la inexactitud— como traducimos y leemos la poesía. Y así nos deslizamos en la vida de otro mediante sus palabras casi reconstruidas de la permanencia de los pliegues. De la permanencia en los sueños. De la vida incontable”.




Se sabe, gracias a que Diógenes Laercio da testimonio de ello, que antes de que Platón condenara a la poesía por entregarse a esa doble falsedad de los real que le era inmanente, pudiera el propio haber escrito una tragedia, sino es que más de una. Diógenes dice haber tenido conocimiento de que Platón preparaba (y hubieses terminado) una tragedia para inscribirla (inscribir es escribir) a uno de los certámenes literarios más prestigiados en la Atenas de la época. Luego desistió. Se hizo discípulo de Sócrates, se entregó a la búsqueda de la verdad, en su expresión pura y dura, y lanzó a la pira esa legendaria tragedia de la que habla Diógenes y todas las otras que, ya en el terreno de la ideación, pudo haber escrito antes Platón. De entonces, viene la sentencia y la idea de que los poetas deberían quedar excluidos del Estado idóneo, al no contribuir a la formación óptima del ciudadano.

Tan breve como iluminador es el ensayo en el que Claudio Magris convierte el veredicto platónico en pregunta: ¿Deben ser los poetas expulsados de la República”, se pregunta el triestino. Obvia es la respuesta: No. Desde luego que no, abunda, ello conduciría a un Estado del absoluto, un Estado en el que ninguna voz podría ser discordante. Magris se sumerge, adicionalmente, en la paradoja del Platón que escribe una tragedia y luego la quema, y luego llamar a expulsar a los poetas. Dice: “Es posible comprender esa contradicción platónica en términos teóricos, pero para entenderla en toda su viva realidad, para entender cómo nació y fue vivida por él, nos hace falta la literatura. La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero...sólo la literatura –y el arte en general– dice cómo y por qué viven esas verdades y esos hechos”.  




Fuego del fuego, la tragedia escrita por Plató desparece y se pierde en la noche de lo eterno. No existe más. No hay modo de recuperarla. Se ha esfumado. Como se hubiesen extinguido los poetas de haber tenido éxito la sentencia platónica. ¿Y entonces? Entonces, hay una poesía que viene de lejos, de esa sombra de lo extinguible, de lo que es acechado, de lo que en cualquier momento puede desaparecer. Una voz de la permanencia, del llamado a las cosas, no de las cosas, sino a ellas a que se queden, se inscriban en algún sitio y de algún modo, a que no se disgreguen y se pierdan cual montículo floreciente de ceniza que se lleva el viento.

En la tarea del poeta, intento seguir a Bonnefoy, hay un contrallamado frente a la dispersión inminente, al desahucio de lo que ha de subsistir. Escribe el francés su invocación/exigencia:

Que este mundo permanezca
Que la ausencia, la palabra
Sean uno, para siempre
En la cosa más simple

Despliegue de esa ala bajo cuyo manto protector, se avenga el decir, el nombrar (im)posible de las cosas, donde se mantengan visibles, unidas, existentes.




Nostalgia de una imposible totalidad de la vida, recordará Magris, es el afán que mueve el impulso poético del Romanticismo. Buena parte de la literatura contemporánea, advierte el italiano, es romántica en ese sentido. En el sentido de que añora la utópica redención global de la sociedad y de la vida. Bonnefoy escapa a esa tentación. Y se sitúa, en todo caso, más cerca del ideal magrisiano que en el imperativo de lo que Magris describe como “transformar en metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza indeterminista es el arduo desafío que tiene ante sí hoy en día la literatura”.
La traza poética de Bonnefoy, confirma Carrera, “solo la lucidez de la obra parece constatar lo ilusorio en las ensoñaciones de antaño, el enfrentamiento y la soledad en el seno de la poesía” (y de toda forma de arte, agrego yo). Y Bonnefoy escribe: “La Belleza, un pesar, la obra tomar/ A manos llenas una agua que se escapa”.

Y seamos uno para el otro como la llama
Cuando se separa de la antorcha,
La frase de humo por un instante legible
Antes de borrarse en el aire soberano.





Hace tiempo que Michel Foucault dejó en claro el nacimiento paralelo, en el orden de la ideas la modernidad, de la clínica y la prisión. Mecanismos de la exclusión, de la segregación y el señalamiento, por aislamiento, de los portadores de los virus antisociales. No pocos poetas han sido confinados en una o en otra. Bonnefoy, no, es cierto. Pero ello no quita que adscriba su poética, a la escritura del disenso y la ruptura del orden “natural” del discurso. Clínica y prisión, vigilar y castigar, lo nombra Foucault en el deslumbrante y ya clásico libro, señalan, trazan, marcan los límites de lo “exterior” y de lo “interior”. El poeta y su voz, cuya amenaza bien intuyó el Platón arrepentido de su propia osadía, disuelven estos límites, rompen la línea recta del límite, y se adentran en el afuera que está dentro, tanto como en la interioridad que no es sino mundo externo. Ni dóciles ni útiles, a los poetas no hay donde ponerlos, no hay forma de saber qué hacer con ellos, son escurridizos, inmaleables, inaprehensiblemente sensibles, impredecible es el destino de la línea sobre la cual escribe palabras en el agua. Se mueven en terreno interior de sí mismos y de las cosas.

Y así, justamente, El territorio interior, llama Bonnefoy a uno de sus ejercicios de exploración prosística sobre el arte. Como poeta que es atraviesa con la mirada el arte con el que en el viaje de la vida se cruza. Encuentra, delinea con palabras la silueta de ese territorio, la obra y en torno de ella el mundo, donde se halla la existencia verdadera. Ese sitio, uso su cita de memoria de Plotino, donde caminará ahí como en Tierra extranjera”. La pertenencia a la vida es la pertenencia al arte. Tanto como saber decir que “lo que veo me colma, y en ocasiones llegó a creer que la línea pura de las cimas...solo pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien. Esta armonía tiene un sentido, estos paisajes y estas especies son, inmóviles, quizá encantados, una palabra, y basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto se declare, al término de nuestro errar. Aquí, en esta promesa, está el lugar.” Acaso, se pregunta más adelante en el mismo texto, el poeta, sabiéndose parte de una casta maldecida por Platón, ¿es el exiliado dando testimonio contra el lugar del exilio?

Y que fluya para siempre
Sobre el camino
El agua de una hora de lluvia
En la luz




El poeta es el vigía, pero no el vigilante. Su velo no es el del velador, ni su insomnio el del verdugo. Es aquel que “Así el viento/ cambia de forma el cielo”. Continum sin continuidad. Su pena, si la hay, no es correctiva. Retrata, si lo hace, de lo que no se retracta. Restablece, sin aprisionar ni castigar, el vínculo intocado entre el mundo y la vida. Vuelvo a El territorio interior, “Todo y nada. Otra vez la dialéctica terrible de la creación estética que vacía de su contenido todos los momentos de una vida, como una preciosa caracola donde resuena (En un lapsus había escrito yo: resueña) un ignoto mar invisible”. Porque probablemente, se pregunta encerrando la respuesta en la pregunta, son nuestras lecturas las que nos sueñan.

Cual pintor(a) que sueña que ha pintado un racimo de uvas tan perfecto, tan verdadero y bello, tan vivo en su latido, así no lo sea en su forma pues solo la naturaleza es en el absoluto de lo (im)perfecto, que mientras el/la pintor(a) sueña, han venido unos pájaros a picotear la tela sobre la que las uvas relucen (aún más) imperfectas. Relato legendario el de Zeuxis, el pintor de las uvas perfectas, el de los pájaros picoteando. De tal historia parte Bonnefoy para reflexionar, en prosa que es verso, sobre la invención, el sueño, la realidad, el deseo, la creación.


También tu amas el instante en que la luz de las lámparas
Pierde su color y sueña en el día. Sabes que es lo oscuro de tu corazón que sana,
La barca que alcanza la orilla y cae.





La imagen de los pájaros rapaces que cuenta la leyenda del pintor Zeuxis y sus uvas perfectas, pudiera ser, a los ojos de un contemporáneo, tan escalofriante como la secuencia aquella de la película de Hitchcok, el grito espeluznante de Tippi Hedren, fijo para siempre en la memoria de aquel cartel promocional. La película, es de sobra conocido, se basó en una novela, que a su vez se basó en la nota de un diario, que asimismo relataba cómo la madrugada del 28 de agosto de 1951, cientos de gaviotas se precipitaron sobre las casas del pequeño poblado costero de Santa Cruz Sentinel, mientras los aterrorizados habitantes intentaban defenderse de las aves con improvisadas antorchas encendidas.

Los pájaros de Zeuxis han traspasado la tela del tiempo y han ido a parar a una Bahía en California, para luego extenderse por toda la tierra en forma de ideación narrativa y fílmica. Antes, mucho antes, Bonnefoy ha completado la edición en español de su pequeño libro Las uvas de Zeuxis (en extraordinaria traducción de la también poeta Elsa Cross), con un poema: “Más sobre la invención del dibujo”. En él, yacen trenzados después del amor que todo lo puede, una joven y su amante, ella quiere pintarlo, fijar el cuerpo amado y perfecto de él. No quiere separarse de él, ni que la piel de ella se desprenda de la de él, pero quiere, a la vez, dibujarle con la tiza sobre el muro. El se mueve y para ella dibujarlo resulta por demás complicado. “Además de esto, la lámpara que está colocada detrás del lecho los proyecta sobre la bella superficie blanca en sombras que son completamente extravagantes y que tampoco dejan de moverse.”A la muchacha la mueve el impulso de fijar el cuerpo de él, la detiene el ponerse a soñar, a desear, a imaginar y a sentir. Y de ahí, dice Bonnefoy, resultará toda la historia del dibujo, incluso, toda la de la pintura”. Ella le suplica a él que no se mueva, lo quiere preservar en la memoria, la suya y la del dibujo. “El toma entre sus manos esa mano de artista en ciernes, le extiende los dedos, suavemente, pone el trozo de tiza sobre la mesa cercana, allí donde reposa la lámpara que arde a través de los siglos”. Lámpara y antorcha. Antorcha y lámpara.





La tarea de la poesía y de los poetas, según Yves Bonnefoy es poner las palabras al servicio de una tierra más humana, de un mundo, dice él, poéticamente habitable. ¿Qué es un mundo poéticamente habitable? Uno donde la tecnología no avasalle lo humano. Uno donde el espíritu humano, el yo de cada quien, encuentre en las palabras su propia forma de ser y estar, de habitar el mundo y ser habitado por él.




La poesía no es una respuesta, ni un camino en línea recta, es una forma particular de cuestionamiento del mundo y la forma más profunda de acercamiento con la verdad de la vida. de aquello que será luz, aun siendo nada.

Miente, con la verdad , miente; miente con la verdad. Cual miente el agua del día, haciéndonos creer que es la herida incurable que fluye entre las piedras.

Sí, todas las cosas simples
Restablecidas
Aquí y allá, sobre
Sus columnas de fuego.

Vivir sin origen,
Sí, ahora, pasar
Con la mano acribillada
De resplandores vacíos.

Y cada afecto
Un humo,
Pero vibrante, claro, como un
Bronce que suena.



YvesBonnefoy (Biografía)
Discurso de Yves Bonnefoy al recibir el Premio de la FIL-Guadalajara
Tres poemas de Yves Bonnefoy en Revista Letras Libres

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