sábado, 17 de marzo de 2018

Terry Eagleton: niebla

¿Esperanza en ruinas?





Hay versiones distintas. Siempre. Lo cierto es que fueron dos cuchilladas.


Pierna y pecho. Enero de 1938. A las puertas de un cine. Dos meses de hospital. Cuando salió, fue a ver al atacante. Un desconocido que no hiló más que: Je ne sais pas, monsieur. Je m’excuse. 

Entre la bruma de las leyendas literarias, el episodio marcó el trazo de una escritura que reveló al mundo la perenne sombra del absurdo.

El herido sin más razón que la nada, se llamaba Samuel Beckett.

La anécdota se transforma rápidamente en epifanía. Y aparece un Beckett capaz de vislumbrar el (casi) inexistente sentido de los actos.

No como equivalencia de locura, sino como desmoronamiento del mundo de las explicaciones. 

Actualiza y transfigura, para el atormentado siglo XX de la guerra y el genocidio, la sentencia que ya Dante había narrado a las puertas del Infierno: Dejen, los que aquí entren, toda esperanza. Tal cual si no hubiere infierno mayor, per se, que una vida a la espera de la nada.

Lúcido a cual más, Terry Eagleton, a su vez, camina desde los territorios de su impecable formación y sapiencia literaria, a los de una crítica cultural aguda, colmada de amplias referencias.

Para internarse en el examen del lugar que en el imaginario contemporáneo ocupa la noción de esperanza, a trasluz de un optimismo chato y banal, y un calculado pesimismo de claro cariz moralista y conservador.

Encadenamiento sin fin de frases que expiran en sí mismas, por una parte; profetas que detestan el tiempo histórico, de la otra.

La negación como signo de época.

Negar el dolor, la muerte; unos. Pero negar también, lo que avanza y despunta, lo que germina y expande; los otros.

¿Cómo construir entonces un sentido de esperanza que no se agote en el infantilismo voluntarista o se fermente a fuerza de una geométrica amargura?

¿Cómo transmutar tales meteoros y nieblas en sabiduría, virtud y nobleza, para “crear desde la ruina de la esperanza todo lo que ésta propone”?, dijera Shelley.

Tal vez, dispara Eagleton, yendo al centro de lo más irremediable. Ese mismo punto al que conduce Mann al final de su Doktor Faustus, sugiere.

Ahí donde la esperanza semeje una última nota sólo perceptible para el espíritu.

Donde el silencio y la muerte, se tornen una luz en la noche.  Al servicio de los vivos. Radicalmente vivos.

@atenoriom
www.antoniotenorio.com


sábado, 3 de marzo de 2018

Lucien Jerphagnon: calamitatum

El Pesimismo, una breve historia





De antes del amor. 

No existía Eloísa aún en su vida, y con ella una de las historias de amor más legendarias de occidente. 

Es el año 1132, corren vientos milenaristas aún y se escucha también todavía el eco autobiográfico de San Agustín. 

Una década antes de morir, Abelardo publica ese gran documento de diálogo con la conciencia que sigue siendo su Historia calamitatum.

Sombría ha de ser toda lucidez, dicta todo pesimismo. Una colección de infortunios es toda vida. 

Todo tiempo pasado mejor y solo la muerte del presente, y al final, la muerte en sí, traerá el descanso, el alivio. 

Desconfiar; siempre. Buscar la trama oculta, el ardid no revelado. 

El pesimismo es, quedará asentado, por antonomasia, la prueba irrefutable de una sofisticada inteligencia. Se cree. Se asume. 

Paradójica ingenuidad.

“Me vacunaron pronto contra el optimismo crónico y los accesos agudos que a veces pueden aquejarle a uno sin preaviso”, narra el filósofo e historiador del pensamiento Lucien Jerphagnon, en el pequeño y fulgurante volumen que dedica a esta tradición. 

Una mínima historia calamitatum, dice él mismo, aludiendo a Abelardo.

Qué une a Sófocles con Malraux o Luis XVIII, se concluye, si no ese sentimiento de desamparo colectivo que el pesimista intenta cifrar en palabras. 

Que el irrebatible conflicto con el presente, con el tiempo, su devenir, sus insuficiencias y excesos.  

Y sin embargo, tal cual alumbra Jerphagnon, es la escritura en sí ya un acto en sentido contrario de la desesperanza como absoluto.

La sabiduría nunca es alegre, advierte a su vez Szymboska, mas hace ver de modo simultáneo, que no hay nunca desesperación que no contenga una leve esperanza. 

Así, es cierto que el pesimista busca en lo leído hallar el retrato del mal que le aqueja o compañía para lamentarse. 

Pero lo es también que al leer(se) o ser leído, así sea en el flagelo, o porque es en él, le alumbra la certeza de saberse acompañado. 

De sentirse un poco menos solo.

No resulta extraño, sin embargo, que frente al pesimismo de hondo calado al que Jerphagnon dedica su elogio, se haya instalado en una época dominada por la vorágine y la soledad, la nuestra, un ingenuo asumir que toda sospecha es una fuente de lucidez casi incuestionable. 

De creer que se ha hallado en la desconfianza un modo casi motivacional de la existencia.

Casi. 

Por fortuna, sólo casi.

@atenoriom

antoniotenorio.com