sábado, 20 de junio de 2015

Milorad Pavic: Lo que debe perdurar

Una pequeña piedra bajo la lengua



También hay que traducir sonrisas,
señora mía.
Milorad Pavic

Hay ciudades así. Crucigrama. Jeroglífico. Ciudades que hay que traducir, como si esto fuera posible. Ciudades en femenino y masculino. Ciudades ramificación de lo enramado, de lo entramado, de lo entre amado. Ciudades que son nodos de cruce infinito. Mapas para los cuales no importa por que doblez o línea se entre, se estará siempre en el centro. Ciudades, personas, personajes, historias que como el propio centro van desplazándose, cual nubes, cual ríos, cual tiempo dentro del tiempo: sueños de ciudades que son sueños.

Y serán presagio, éstas, se pregunta uno como si fuera posible responderse semejantes cuestiones, ¿consumación o recuerdo? Incitación o fatalidad. Y serán ellas mismas las ramificaciones, todas, del tiempo y sus vericuetos. ¿En cuál de ellas, si acaso se pasa por ahí, quedará cifrado el último amor? ¿En qué rincón pluvial, en que entrecalle, sobre cuál de sus baldosas se inscribirán las marcas de aquella vez que, sin saberlo nosotros, estamos amando por última vez?


Nacido en 1929 en Belgrado, el extraordinario novelista, traductor, académico, cuentista, historiador literario, Milorad Pavic decide situar El último amor en Constantinopla, evocando una ciudad que es real y onírica, simultáneamente, verdadera en su trazo, infinita en el devenir de esta ciudad, hoy llamada Estambul. La ciudad del entrecruce perpetuo, del coincidir amoroso lumínico, del destiempo fatal de lo que siendo eterno es fatalmente finito.

Por eso no extraña que dentro de la amplia bibliografía de Pavic, quien saltó a la palestra mundial con el fenómeno que entre muchos jóvenes lectores significó la originalidad, audacia y belleza en el discurrir del lenguaje de El diccionario Jázaro, Constantinopla, la ciudad de Constantino, la que debió unir a latinos y cristianos, y vio abrirse el mundo, dos mundos, uno por cada orilla de su río majestuoso, sea el centro de un espiral que recoge y mezcla, caudalosa, personajes, lugares, hechos históricos de distintos periodos.


El último amor en Costantinopla, cuenta la historia de dos familias militares enemigas durante las guerras napoleónicas (1792-1815).  Los Opujic y los Tenecki. Al igual que los grandes indagadores del alma humana, Pavic sabe y reconoce que la relación entre historia y literatura está signada por el modo en que una circunstancia histórica, que por definición se asemeja a otras pero es esencialmente única e irrepetible, acaso como el amor mismo, tiende su sombra iluminadora como condición existencial, y no texto paralelo o didáctica de los hechos, sobre personajes cuyo actuar está condicionado tanto por cómo son arrastrados por ese devenir inevitable, como en tanto, esos mismos personajes resisten, se rebelan, luchan por imponer sus decisiones, sus pulsiones e intuiciones sobre el mar de la historia humana que a todos terminará por olvidarnos tarde o temprano.

Como toda novela de amor, la de Pavic es una historia de encuentros y desencuentros. El accidentado trayecto de vidas que, en este caso, desemboca en Constantinopla. La ciudad madre de los secretos que partieron al mundo en Oriente y Occidente, el río que une y divide, el fluir permanente reflejo de la ciudad que permanece y la que transita. Así, Jerisena Tenecki y Sofronije Opujic, enamorados, vencen obstáculos y van construyendo su destino como si una mano guiara sus encuentros y desencuentros, sin más guía que el deseo, esa hambre pequeña que habita bajo el corazón, dice poéticamente Milorad Pavic.


Parafraseo el legendario principio de Ana Karenina, todas las ciudades, todos los amores, terminan pareciéndose entre sí, así sea un poco. Es en sus secretos, en lo que guardan, en lo que callan con su decir, donde cada una es transtemporal a su modo, eterno a su manera.  Hay ciudades, como Constantinopla en la que hay que saber que debe llevarse una pequeña piedra bajo la lengua, para que se abra ante nosotros, cuenta Pavic. Hay amores que solo pueden serlo a fuerza de su imposibilidad, esa es su condición profunda y secreta.

Bizancio-Constantinopla-Estambul. Tres ciudades y una sola. Ciudad de arribo y ella misma viajera en el tiempo. Como si lo que es el poder y la guerra a los frágiles destinos humanos, fuera la fuerza de la narración y de la palabra sobre el cuerpo y las pasiones de sus personajes, Pavic torna a la urbe como el punto de llegada y revelación de lo secreto. Es decir, de acuerdo con esto último, el conocimiento que se tiene del secreto que ha sido resguardado, el comienzo. La historia de amor de estos dos personajes no comienza, para el lector, no es historia como tal, sino hasta que se termina de leer, entonces, puede, como en la vida, doblarse el envés y mirar la figura en el tapete completa.  


En tanto, mientras los personajes van viviendo y no son historia aún, porque el amor como la escritura solo es mientras es, tres imperios se suceden entre a la Mezquita azul y la Basílica de Santa Sofía. El Imperio Romano de Oriente, el Imperio Latino y el Imperio otomano. El poder político cambia de manos, las fronteras se abren o se cierran, los credos se sustituyen o intentan aniquilarse uno a otro. Impasible, construida o no, anunciada en el futuro de lo que sucede en la historia de los hombres, la ciudad transcurre como se sucede el amor entre dos seres, bajo el tenue fragor de lo imposible.

Mutar y permanecer, el dilema eterno. El fluir imperecedero, inevitable. Escribe bellamente Ahmet Hamdi Tanpinar, el más importante narrador turco del siglo XX en su obra maestra Paz, dedicada justamente a su amada Bizancio-Constantinopla-Estambul, al hablar de su personaje Nuran: “Todas las niñas estaban sanas y eran bonitas. Pero tenían la ropa hecha un desastre. En un barrio en el que se había alzado el Palacio de Hekimoglu Ali Baja, aquellas casas de la ruina de la vida, aquellas ropas pobres, aquella canción le provocaba extraños pensamientos. Seguro que Nuran había jugado de niña a aquello. Y antes que ella, su madre y la madre de su madre habrían cantado la misma canción y jugado el mismo juego.



“Es esta canción lo que debe perdurar. Que nuestros hijos crezcan cantándola, jugando a este juego; ni Hekimoglu Ali Baja, ni su palacio, ni siquiera el barrio. Todo puede cambiar, incluso podemos cambiarlo a voluntad. Lo que no cambiará es lo que da forma a la vida, lo que la marca con nuestro sello”.

Como Nuran e Ihsan, para Tanpinar en Paz, Jerisena y Sofronije, para Pavic, la vida es el viaje, el transcurrir, la ilusión de la voluntad, la esperanza de lo que debe perdurar.  Lo que buscamos, lo que nos espera, aquello que el azar determina como destino de cada uno. La vida es este río, el amor es el cruce de caminos y la desembocadura de ríos donde somos lo que somos y somos también el otro, en el otro. El pasadizo que nos lleva de un río a otro, de la noche al día, del día a la noche.




Adicionalmente, la novela de Pavic tiene un valor relacionado con la propia historia de Serbia, en particular, y lo que fue Yugoslavia, en general. Imposible pasar por alto que serbios y bosnios fueron alguna vez esa frontera extendida de Occidente que luego sería Estambul, al formar parte ambos territorios del Imperio Otomano. Fue en Kosovo, nada menos, donde de haber ganado la batalla los bosnios la historia de Europa, y con ella la de la hoy capital turca, hubiera sido muy distinta.

Acaso por ello, Pavic no arrastra las viejas prácticas exotistas que a tantos y tantos escritores viajeros hicieron sucumbir al encontrarse en una Bizancio-Constantinopla-Estambul, que de tan lejana, dice el nobel Orhan Pamuk, debía, a fuerza de desquitar el trajín resultarles exótica y fascinante. Los hay de dos tipos. Los que Brodsky y Gide, se refieren con desdén a lo excéntrico de la cultura que encuentran, o, en palabras de Pamuk: “no paran de repetir lo bonita, extraña, lo maravillosa y lo especial que es Estambul”.





Sobre esta misma vía, y en tanto es ésta a la ciudad frontera, inicio y fin de Oriente (y por tanto, del “orientalismo” de Occidente), bien apunta el pensamiento siempre esclarecedor de Edward Said: “Oriente es menos un lugar que un topos, un conjunto de referencias, un cúmulo de características que parecen tener su origen en una cita, en el fragmento de un texto, en un párrafo de la obra de otro autor que ha escrito sobre el tema, en algún aspecto de una imagen previa o en una amalgama de todo eso”.

Dicho de otra manera, como los escritores se leían, y se leen, entre sí, acota Pamuk, el asunto pasaba de la belleza o no de los lugares y los paisajes, o el contacto genuino con la gente de la ciudad, a sobreponer la ciudad imaginada sobre la ciudad real, o a decidir no defraudar al lector acercándolo a ese mundo tantas veces refigurado como extrambótico.





Pavic y su novela, El último amor en Constantinopla, rehuye concientemente esta tradición literaria, esta ciudad hecha de palabras que maravillan o defenestran, para internarse en el laberinto de los misterios del sueño, el tiempo, el amor y el azar. Deja a un lado, los monasterios derviches en los que los monjes se clavaban agujas por todo el cuerpo, los palacios y su harén, las mujeres recluidas, las manadas de perros, o la caligrafía árabe que tanto impresionó a Flaubert en el Bazar.

A diferencia de los viajeros occidentales, aquellos que, en palabras de Pamuk, adaptan a Estambul sus propias quimeras o sueños de Oriente”, Pavic hace de la ciudad el sueño mismo. La convierte en un territorio poblado de niebla, sumergido en los vapores de lo que no estamos seguros nunca de saber si está a punto de repetirse o de suceder por primera y única vez. A esa mezcla indescifrable, a ese amasijo de lenguas simultáneas y sobrepuestas, cuales cuerpos en la entrega, con la que se encuentra Gautier en 1852, y muchos más antes que él. Una Babel cruzada por un río gutural que mezcla turco, griego, armenio, italiano, francés, inglés y ladino, la vieja y resistente lengua de los judíos sefarditas expulsados de España en 1492.





Cuenta el Nobel y se lamenta: "Cuando el Imperio Otomano se hundió y desapareció y la República de Turquía, indecisa sobre lo que era su esencia, no supo ver sino su carácter turco y se apartó del resto del mundo, Estambul perdió sus viejos días de victoria, ostentación y diversidad de lenguas y todo comenzó a envejecer lentamente allí donde estaba y a despoblarse, y Estambul se transformó en un lugar vacío, en blanco y negro, con una sola voz y una única lengua”.

La ciudad y su secreto espera a los amantes. Ellos a su vez, cuenta Pavic, se pierden y reencuentran en todas las vidas iguales y distintas sobre las que se van desdoblando. Ciudad de los viajes en el tiempo y sobre el tiempo, Pavic propone una preposición más: dentro. Novela, historia de amor dentro del tiempo en el que cambia y permanece esa ciudad triple y única: Bizancio-Constantinopla-Estambul.



Viaje que avanza, retrocede, resiste, cede, se detiene y continua como toda lectura. Viaje de los amantes que son leídos sin saberlo. Ninguna ciudad es lineal, ni siquiera el tiempo lo es, traza sin decirlo Pavic; el amor, como el río de todos los ríos de los dos mundos que es el Bósforo, mucho menos. Azar y necesidad se entreveran. Historia e historias. Sueño y sueños. Mundo y mundos. Camino y caminos. Universo de posibilidades, de voluntades, pero no menos de imprevistas combinaciones, de impulsos súbitos e irremediables destinos.

Y cual puentes colgantes, como si fuera el de Gálata que une al viejo Estambul con la zona más moderna y por lo tanto occidental, Pavic propone un juego. El juego de las cartas que son a la vez, el juego de los destinos de sus personajes y del orden de la novela. cada capítulo está regido por una carta, por un naipe. Cada capítulo es una carta: La Fuerza, El Diablo, La Estrella, La Luna, El Sol, son algunas de las cartas que aparecen. El lector podrá seguir el orden en que la novela ha sido impresa, como irrebatible narración de los hechos. Podrá, sin embargo, si así lo desea, echar tiradas y dejar que lo fortuito determine la disposición de esas vidas imaginarias.



Y por qué no, por qué no puede una novela así termina regida por el azar, si el amor, el amor antes que suerte, es pura adivinación, cual ciudad que solo existe en los sueños y que al llegar despierto a ella habrá que adivinarla, encontrar su forma cambiante, su trazo perenne, su secreto guardado, el último amor que ahí nos guarda y aguarda.

Destino. Adivinación. Uno en otro. Uno. Primero. Último. Uno. Río. Ciudad. Nodos. No dos.  Entrecruzamiento. Ramificación infinita. Luminosa.

El último amor en Constantinopla, Milorad Pavic, Akal Literaria


Biografía de Milorad Pavic



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@atenoriom

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