martes, 17 de febrero de 2015

Las delicias de la crueldad, ¿y luego?

 “El libertinaje colinda en uno de sus extremos, con la crítica y se transforma en una filosofía; en el otro, con la blasfemia, el sacrilegio y la profanación, formas inversas de la devoción religiosa” (Paz, La llama... 24).
Sin embargo, a pesar de este aparente callejón sin salida, es posible delimitar, por el camino de la filosofía, la frontera entre el anacoreta y el libertino. Es cierto que Sade mantiene a lo religioso como centro gravitacional de su proceder, pero también lo es que detrás de su acción hay una reflexión práctica sobre el mundo que le rodea. 
Lo que Sade y el siglo XVIII no es ni la blasfemia ni tampoco el libertinaje como tal, es decir, como simple expresión del deseo estallado por la imaginación enfebrecida. Lo que hace a Sade moderno es que vincula su experiencia erótica a una filosofía explícita. Una filosofía que, además, tiene un componente histórico propio del siglo XVIII y sus preocupaciones éticas y estéticas. 
Esta concepción, bañada por las aguas de lo religioso, contiene, adicionalmente, un elemento revelador, sobre todo para una época fascinada por el embrujo de la revolución y su promesa, modernizadora, de tornarse en un adelante-atrás de una Edad de oro perdida, de un ir hacia el origen. 
Sade, y es esa la conclusión a la que llega la biografía que Raymond Jean ha escrito sobre este personaje, es un convencido de la inconveniencia de la violencia como una forma de resolver el avance de la historia. 
Si consideramos que su vida corre a la par de la Revolución francesa, sus embrujos y sus horrores, la afirmación de que “habiendo dedicado la mayor parte de su obra a “pintar” “las delicias de la crueldad” y a hacer apología del crimen, se haya mostrado en la realidad de su conducta enemigo resuelto de la violencia histórica” (Jean 276) es sorprendente, y da cuenta de la complejidad de su pensamiento. Lo que hace ofensivo para la inteligencia que se le rebaje al nivel de un amoral. 
El problema es más complejo y tiene que ver, como ya Paz hacía notar, con un discurso de orden filosófico de los que, sobra decir, los exabruptos pornográficos de nuestra época carecen por completo.
El paradigma de la expresión radical de la filosofía libertina es, en muchos sentidos todavía hasta nuestros días, las novelas de Sade. En su talante de denuncia sin cortapisas se forma una tríada: es cierto que a la religión se le hace ver como un elemento execrable de la condición humana, pero no lo es menos la forma como enfoca sus baterías para denostar al alma y al amor. 
Este defenestrar a la par de alma y amor deriva de la presunción, llevada a certeza por parte del libertino, de que él, en tanto único sujeto del encuentro erótico, goza de una libertad y un poder sin límites. Dicho de otra forma, si bien a diferencia del anacoreta para quien la relación erótica es una sublimación solitaria, el libertino requiere de la cómplice o, para decirlo en términos más de lo que  Sade implica, una víctima, no parece haber duda respecto a la indiferencia que la suerte de esta pareja pueda correr. El encuentro entre un libertino y su pareja(s) entraña la complacencia que ésta(s) dispense(n) al sujeto, el único. 
En esa medida, el otro sujeto se torna rápidamente en un objeto erótico al servicio de la capacidad del sujeto único para llegar hasta los límites, no del sujeto convertido en objeto, porque éste ya no tiene, por ser objeto, límites que explorar, sino hacia los límites de acción del sujeto que por único se ha condenado a ser solitario. 

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