martes, 24 de febrero de 2015

El manjar de los sentidos

El mundo es un manjar sabroso para los sentidos, bien ha sentenciado la ensayista norteamericana Diane Ackerman. Nuestros sentidos definen la frontera entre nuestra conciencia del mundo y nosotros.
Podemos expandir nuestros sentidos, y con ello incrementar nuestras sensaciones y nuestras referencias de lo que la vida nos ofrece. 
O podemos contraerlos, parcialmente.  Podemos dejar en suspenso nuestra capacidad para oler,  mirar, escuchar, palpar o degustar. Pero la supresión de uno de ellos sólo logrará agudizar los demás.
Ahí están. 
En nosotros y a la vez en el mundo. En lo más íntimo, incluso. Más allá del tiempo, tienden puentes entre un aroma en el aquí y el ahora, y un recuerdo de la infancia en el allá y entonces. 
Los sentidos se convierten en fuentes de información a través de las cuales nuestro cerebro se sumerge tanto en nuestro interior como en la realidad que lo circunda.
Del mismo modo, aquello que de los sentidos extraemos, son huellas de nuestra pertenencia cultural. 
Más allá de eso, sin embargo, no es extraño que estas herramientas privilegiadas de la existencia que son los sentidos queden relegados a un segundo plano, cual si representaran la experiencia de una vida auténtica.
Nos hemos olvidado de los sentidos, como de muchas maneras nos hemos olvidado que la vida reside en el corazón de la vida. 
No en su versión previsible, descafeinada y angustiada de que el manjar que es el mundo pueda engordarle demasiado.

El olvido de los sentidos, un olvido imperdonable, ni duda cabe.

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